“Acepto este premio en nombre de los niños de mi América, de los pueblos que luchan por su libertad y de todos los poetas de mi lengua. Gracias, Suecia, por ver desde tan lejos a nuestra América morena”. Para un país menudo, en la lejanía del mundo, el premio fue vivido como una validación histórica de su cultura e identidad. Mistral dejaba de ser una poeta para convertirse en un símbolo.
“El Siglo”. Santiago. 10/12/2025. El 10 de diciembre de 1945, bajo las altas bóvedas de la Sala de Conciertos de Estocolmo, con Europa aun temblando por las heridas de la guerra, una mujer de vestido negro y semblante sereno elevó su voz en un español cargado de cerro y valles. Era Gabriela Mistral, la maestra rural de Vicuña que en ese instante se convertía en la primera voz latinoamericana en recibir el Premio Nobel de Literatura (hasta hoy la única mujer de habla hispana). Sus palabras, más que un agradecimiento protocolario, fueron un acto de justicia poética y un mapa emocional de sus raíces.
Al extender la mano para recibir la medalla y el diploma de manos del Rey Gustavo V, la poetisa pronunció una frase que resonó como un manifiesto: “Majestad, acepto este premio en nombre de los niños de mi América, de los pueblos que luchan por su libertad y de todos los poetas de mi lengua. Gracias, Suecia, por ver desde tan lejos a nuestra América morena”. Así, Mistral definió el alcance de su triunfo: no era personal, sino colectivo. Lo ofrecía a la infancia, a los oprimidos y al vasto continente literario hispanoamericano, históricamente ignorado por los centros de poder cultural. Su “América morena” era una afirmación de identidad mestiza y una invitación a ser vista en su complejidad y dignidad. De hecho, Mistral donó casi la totalidad del dinero del premio a niños víctimas de la guerra y para beneficio de los pobres de su amado pueblo, Montegrande, en el Valle de Elqui.
Pero tras esa declaración pública, en el corazón de su discurso más extenso, Mistral hizo un viaje introspectivo hacia el paisaje fundacional de su ser: “La presencia de mi pueblo, de mi ‘patria chica’, el Valle de Elqui, pequeño y remoto, perdido entre las montañas de Chile”. Este no fue un mero recuerdo pintoresco. El Elqui, con sus cielos diáfanos, sus viñas y sus montañas áridas, fue la primera escuela de la futura poeta. Allí, siendo una niña de origen humilde, hija de una modesta familia y con una educación formal intermitente, Gabriela aprendió a leer el mundo. Fueron los campesinos de ese valle, hombres y mujeres de trabajo rudo y sabiduría práctica, quienes, según sus propias palabras, “me enseñaron a amar la naturaleza y a interpretar el sentimiento humano en su forma más pura”. Esta confesión es clave para entender su obra. La “forma más pura” del sentimiento a la que se refiere es aquella despojada de artificio, la que brota del contacto directo con la vida, el trabajo, la muerte y la celebración. De ellos aprendió los ritmos de la tierra, la musicalidad del habla coloquial y una empatía profunda por los dolores y las alegrías simples.
Mientras en Estocolmo se vivía la ceremonia, en Chile la noticia había desatado, semanas antes, una explosión de júbilo nacional. El anuncio del Nobel, en noviembre, fue recibido con repique de campanas, serenatas espontáneas y titulares de prensa que la proclamaban gloria nacional. El gobierno del presidente Juan Antonio Ríos declaró feriado y se preparó para recibirla como a una jefa de Estado a su regreso. Para un país menudo, en la lejanía del mundo, el premio fue vivido como una validación histórica de su cultura e identidad. Mistral dejaba de ser una poeta para convertirse en un símbolo.
Ocho décadas después, aquel discurso sigue siendo un testimonio poderoso de cómo la voz más universal puede nacer de la raíz más local, y de cómo un honor individual se transforma, en las manos correctas, en un legado colectivo. Un legado que, en su esencia, sigue clamando por el mismo anhelo fundamental que ella inmortalizó en su poesía: “Por los durmientes del sur, / por los callados de tierra, / yo he de hablar”.
La entrada 80 años Premio Nobel. El discurso íntimo y universal de Gabriela Mistral se publicó primero en El Siglo.
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