A 38 años del robo de las manos de Perón: tres cartas idénticas, un pedido de rescate millonario y muertes sin explicación
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A 38 años del robo de las manos de Perón: tres cartas idénticas, un pedido de rescate millonario y muertes sin explicación

Fue una de las profanaciones más impactantes de la historia argentina: entre el 10 y el 23 de junio de 1987, desconocidos violentaron la tumba del expresidente en el cementerio de Chacarita, serrucharon sus manos y dejaron atrás un mensaje cifrado. La investigación judicial acumuló pistas falsas, amenazas, atentados y muertes violentas. El misterio sigue abierto
El misterio amenaza ser eterno, como tantos otros misterios argentinos. Ya lleva treinta y ocho años y parece nadar a gusto en el barro de la indiferencia, el olvido, el temor, la sospecha, la paranoia, la conspiración, el absurdo, los yerros, la necedad y algunas muertes dudosas, cuatro en total, a las que se les adjudica relación directa con el caso.
Lo que se debió saber y nunca se supo es quiénes, en una fecha no precisada entre el 10 y el 23 de junio de 1987, profanaron en el cementerio de Chacarita la tumba del tres veces presidente Juan Perón; quiénes violentaron la bóveda familiar, abrieron el ataúd, serrucharon las manos embalsamadas del general, robaron su sable, un poema que su tercera esposa, María Estela Martínez de Perón, que también presidió el país, había dejado enmarcado en el ataúd a modo de ofrenda última de su amor expresado con cierta osadía colegial y cómo fue que los profanadores lo hicieron sin ser vistos, ni escuchados, ni siquiera intuidos.
Lo que se debió saber a lo largo de casi cuatro décadas y nunca se supo es cómo fue que lo hicieron en un espacio tan estrecho, una bóveda familiar a pocos metros de la gigantesca entrada del cementerio, que necesitó manipular el pesado ataúd ubicado en el subsuelo al que se accedía por mezquinos escalones de mármol; si el proceso de profanación llegó a desentrañarse del todo, y no lo fue, faltó saber cuántos asaltantes actuaron, cuáles herramientas usaron, por qué lo hicieron, para qué, y adónde es que están los restos del cadáver de Perón. Todo junta polvo en expedientes judiciales, los que sobrevivieron a robos y destrucciones, en esas otras tumbas originados acaso por la profanación, entre ellas la del primero de los jueces que intervino y que murió en un extraño accidente de autos, con aroma a atentado en una ruta vacía, la 3, a la altura de Coronel Dorrego, provincia de Buenos Aires. Tanto es el polvo que cubre el episodio que es difícil determinar si la causa judicial sigue abierta.

Todo empezó poco antes de recordar, frente a la bóveda de la familia Perón, el trece aniversario de su muerte. Ese día, tres figuras políticas de la época, el entonces titular del PJ, Carlos Grosso, el secretario general de la CGT, Saúl Ubaldini, que murió en 2006, y el senador Vicente Leonides Saadi, que murió en 1988, recibieron tres cartas idénticas con un pedazo de papel partido. Era un poema cándido que decía en uno de esos fragmentos: “Te acuerdas Juan / cuando tomados de la mano / recorríamos el jardín / y vos me arrancabas una flor / como prueba de tu amor (…)”.
El texto de las cartas, idéntico en todas, no guardaba relación alguna con la sencilla inocencia del poema. Decía: “Junio 23 de 1987. Por la presente llevo a su conocimiento que con fecha 10 del corriente mes y año, el grupo al cual represento procedió a retirar o amputar las manos de los restos de quien en vida fuera el Teniente General Juan Domingo Perón (…)”. Los profanadores pedían ocho millones de dólares de rescate y ofrecían, para dar seguridad de que sí habían hecho lo que admitían, ese fragmento de papel añejo, húmedo y de áspera fragancia porque había sido colocado sobre el cadáver de Perón por su viuda.

La carta extorsiva era un mal ejemplo de espionaje de primer grado inferior. Se refería con ácida ironía a la tumba de Perón como “ex nicho blindado”, contenía errores ortográficos difíciles de creer en alguien que no los hubiera cometido adrede, eses en lugar de zetas, acentos en sílabas que no los pedían y cosas así, y una firma críptica a la medida de detectives aficionados: “Hermes Iai y los 13”. En el peronismo estalló un alerta general en el que pocos supieron qué hacer. Parecido paisaje sacudió al gobierno de Raúl Alfonsín, todavía herido por la rebelión militar de Semana Santa de apenas dos meses antes, que marcó la aparición de los “carapintadas” en de la escena política argentina.
Recién días después, cuando la noticia se hizo pública, el 2 de julio, al día siguiente de los homenajes a Perón en otro aniversario de su muerte Alfonsín presidía un acto público. Los periodistas esperaban para interrogarlo sobre un episodio que el presidente ignoraba, de modo que su vocero, José Ignacio López, creyó imprescindible enterarlo. Se acercó a Alfonsín mucho antes que sus colegas y le dio la noticia casi al oído. A unos metros de la escena, el histórico fotógrafo de Casa de Gobierno. Víctor Bugge, olió que en ese gesto había algo e hizo lo que todo gran reportero hace: alzó su cámara y disparó. El rostro tenso y de López y el gesto demudado de Alfonsín son hoy un pedazo de la historia contemporánea argentina.
El clima del país en junio de 1987 estaba bastante alterado, sobre todo después de la rebelión militar carapintada. En ese mes estallarían treinta y tres bombas, a un promedio de más de una por día, en locales de la UCR, y en casas de jueces, políticos, sindicalistas, en colegios y en cines, mientras el poder militar enarbolaba su descontento por los juicios por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura que, en ese año movido, se extendía por debajo de la jerarquía de los comandantes enjuiciados en 1985.
Seis días después que Grosso, Ubaldini y Saadi recibieran las enigmáticas cartas, Roberto García, un sobrino de Perón, visitó la bóveda de la Chacarita, alertado tal vez por la dirigencia peronista. Vio una claraboya rota y, en el subsuelo, el ataúd, que parecía intacto. Eso sí, faltaban el sable y la gorra del general: la tumba había sido profanada. García hizo la denuncia en la comisaría 28 y la investigación fue a parar al Juzgado de Instrucción 27 a cargo del juez Jaime Far Suau que decidió inspeccionar en persona la bóveda el 1 de julio, una vez que hubiesen terminado los actos de homenaje a Perón.

Esa noche, juez, médicos forenses y peritos bajaron como pudieron al sótano de la bóveda para describir el ataúd violentado: habían partido el cristal que lo protegía y agujereado la caja metálica que dejaba ver ahora los brazos del general con las manos seccionadas, probablemente con una sierra de Gigli, un cable dentado flexible con dos agarraderas en los extremos que los cirujanos usan para cortar huesos.
Los peritos afirmaron que la mano derecha, la más próxima al vidrio blindado, había sido cortada “en el límite superior de la muñeca, sobre el cúbito y el radio” y la izquierda había sido mutilada “por debajo del límite inferior de la muñeca, en la primera línea de los huesos del carpo”, dice el expediente. Calcularon que, por el “serrín cadavérico” acumulado, los cortes eran recientes. La gorra militar de Perón no había sido robada, estaba caída a un costado del ataúd. El sable sí, faltaba. Los técnicos también determinaron que los profanadores habían usado una maza de medio kilo, una punta de hierro con forma estrella irregular de veintisiete centímetros en su parte más ancha para perforar el vidrio blindado de ocho centímetros de espesor que protegía el féretro, y una cizalla para cortar la lámina de metal que cubría el cadáver para pasar por ese hueco la sierra de Gigli usada para amputar las manos. Habían trabajado al menos por dos horas. Nadie los había molestado.

Los investigadores hallaron también restos de velas cerca del ataúd, un protector de goma con forma de dedo usado, tal vez, para evitar cortes con la sierra. Era un trabajo de profesionales.
En el sótano de la bóveda, el juez Far Suau, conmovido, murmuró: “Señores, vamos a hacer un minuto de silencio en memoria del general Juan Domingo Perón”. Todos callaron por más de un minuto. A esa hora, ya los servicios de inteligencia seguían al juez, lo “caminaban” según la jerga, para saber de su vida privada, hábitos, costumbres, preferencias, fortalezas, debilidades, familia, pasado, todo cuanto fuese útil para poder influir sobre sus decisiones judiciales: algo normal en el ámbito de las cloacas del Estado.
Además de sacudir al peronismo, la profanación estremeció al gobierno de Alfonsín, en especial a su ministro del Interior, Antonio Tróccoli, y al jefe de la SIDE, Facundo Suárez. Casi de inmediato, como en las grandes tragedias argentinas que rozan la política, el robo de las manos de Perón entró en un limbo cimentado en pistas falsas, parálisis judicial, medidas dilatorias, yerros difíciles de explicar, pactos de silencio, oscuridad, confusión, olvido, impunidad. Por encima de toda esa conmoción y de sus alcances políticos y sociales, el “Grupo de los 13” que firmaba la carta extorsiva que exigía ocho millones de dólares para devolver los restos, exigieron durante julio, con varios llamados telefónicos, en cobrar el rescate. El PJ decía no disponer de esa suma y, de tenerla, no estaba dispuesto a pagarla. Los llamados cesaron.
Diez años después, en 1997, los periodistas Damián Nabot y David Cox publicaron “Perón, la otra muerte”, una minuciosa investigación del caso. También lo hicieron en 2002 y en “La profanación”, el periodista Claudio Negrete y el abogado Juan Carlos Iglesias, un antiguo afiliado a la UCR que murió en 2007 y que fue colaborador y amigo de Far Suau. Es de esas dos fuentes valiosas que están tomados los datos y las afirmaciones de estas líneas. Nabot y Cox sostienen que el robo de las manos de Perón fue ordenado por Licio Gelli, el mafioso que pergeñó en Italia la logia masónica fascista P2, Propaganda Due, y que en 1973 había sido condecorado por Perón con la más alta distinción argentina: el collar de la Orden del Libertador.

Los periodistas afirman que la referencia “Hermes Iai” que figura a modo de firma en la carta extorsiva que hicieron llegar los profanadores, están ligadas a las creencias esotéricas y egipcias que profesaba Gelli, vinculado al todopoderoso ministro de Bienestar Social del gobierno peronista de 1973 a 1976, José López Rega. Nabot y Cox dan por hecho la participación de agentes de inteligencia argentinos, en actividad o retirados, que habían actuado durante la última dictadura militar, cuando el corte de las manos era un procedimiento habitual para identificar a los guerrilleros muertos en enfrentamientos o asesinados en falsos encuentros con las fuerzas militares. Además de provocar una conmoción en el país, los profanadores podrían haber perseguido hacer tambalear al ya debilitado gobierno de Alfonsín y condicionar de alguna forma los juicios pendientes a los militares del “proceso” acusados de crímenes de lesa humanidad. Poco antes de su muerte en 2015, Licio Gelli negó toda vinculación con el caso en una charla telefónica con el periodista Nabot.
El móvil político es también la tesis que sostienen Negrete e Iglesias en “La profanación”, que también aseguran que fue una “patota” de los servicios la encargada de violentar la bóveda de la familia Perón, ya que usaron la llave de la bóveda, que la mutilación debió hacerse con el ataúd fuera de ella y descartan cualquier apoyo del gobierno de Alfonsín a semejante operativo. El libro despeja también las numerosas pistas falsas que se echaron a rodar y contribuyeron a la confusión que rodeó el caso hasta que le llegó el olvido. Señalan también los extraños hechos, las extrañas muertes que ensangrentaron el lento y vano camino de la investigación judicial, en especial la del juez Far Suau, que se había tomado su trabajo muy en serio: había viajado a Madrid, junto al comisario Carlos Zunino, encargado de la pesquisa policial, para entrevistar a la viuda de Perón, María Estela Martínez.
La ex presidente repitió, lo había anticipado a quien era entonces su abogado, Juan Gabriel Labaké, cuáles eran sus teorías sobre los autores de la profanación: la Logia P2 de Licio Gelli, agentes de inteligencia que habían actuado durante la dictadura y seguían en actividad, a quienes el gobierno de Alfonsín había calificado como “mano de obra desocupada”; un grupo residual de la guerrilla peronista Montoneros, la masonería inglesa o los servicios de inteligencia del gobierno radical. Far Suau había guardado las respuestas de la viuda de Perón y demás documentos relacionados con su viaje a España en una carpeta negra que lo acompañaba casi siempre.
El 22 de noviembre de 1988, un año y casi cinco meses después del robo de las manos de Perón, Far Suau murió en un extraño accidente de autos cuando regresaba de Bariloche, adonde había viajado al volante de su Ford Sierra para visitar a su hijo. El coche del juez volcó y se incendió en una recta plena de la ruta 3 cerca de Coronel Dorrego. El juez de Bahía Blanca que investigó el episodio nunca creyó en la teoría de un accidente que afirmaba que el Ford había mordido la banquina, embestido a una piedra y volcado. Era difícil de creer: el auto había quedado destrozado, se había quemado casi por completo, el cuerpo del juez, con la cabeza destrozada, había sido despedido a unos diez o quince metros de los restos de su auto y los neumáticos habían dejado en asfalto una extraña huella auroleada, blanca, que se extendía hacia los costados. Junto a Far Suau, murió quien era entonces su mujer, Susana Guaita. Sobrevivió de milagro el hijo de la mujer, Maximiliano, que tenía entonces cuatro años.

En 2015, a sus treinta y un años, Guaita reveló que Far Suau ya había sufrido un atentado en una quinta familiar de Moreno. Reveló al diario “Perfil” qué había sentido el día del accidente, cuando viajaba entre dormido en el asiento trasero del Ford Sierra: “Escuché una explosión, como si explotara el calefón de tu casa. Y no recuerdo nada más hasta que me desperté en la clínica de Bahía Blanca”. Para Guaita está comprobado que el auto del juez llevaba los neumáticos cargados con gas y que no hubo un accidente, que se trató de un atentado. “¿Qué accidente? Gas en las cubiertas. Y toda la mafia que se movía detrás del robo de las manos de Perón. Jaime era una persona que sabía demasiado y lo querían hacer boleta”. La legendaria carpeta negra del juez desapareció del lugar de la tragedia.
Luego fue el comisario Zunino quien recibió un balazo en la cabeza y también salvó su vida por milagro en un episodio que tenía la marca en el orillo de un atentado, vestido de un robo en su casa: nunca fueron hallados los autores del asalto. Zunino murió en 2004. Los investigadores citan también la primera muerte violenta del caso: el sereno Paulino Lavagna, que había denunciado que lo querían matar, apareció muerto en Chacarita y en horario de su trabajo. El certificado de defunción decretó “paro cardiorrespiratorio no traumático”. Pero Far Suau ordenó una autopsia que reveló que Lavagna había sido asesinado a golpes. Igual suerte corrió María del Carmen Melo, una mujer que siempre llevaba flores a la bóveda de la familia Perón. Había denunciado ante Far Suau la presencia de sospechosos que rondaban la tumba de Perón.

También la muerte del jefe de la Policía Federal, comisario Ángel Pirker, en febrero de 1989 y en su despacho del Departamento Central, fue relacionada con el robo de las manos de Perón. Pero las teorías conspirativas sobre la muerte de Pirker, un ataque de asma según la historia oficial, también la relacionaron con el sangriento copamiento del Regimiento de Infantería 3 de la Tablada, a cargo del Movimiento Todos por la Patria, en enero de ese mismo año.
En 1990, la causa quedó cerrada por el sucesor de Far Suau, Carlos Andina Allende, y quedó paralizada en esa especie de catalepsia inducida que padecen los grandes escándalos políticos y policiales argentinos. En 1994 fue reabierta por el juez Alberto Baños después de que aparecieran en la comisaría 29, con jurisdicción en el cementerio de Chacarita, un juego de las llaves que abrían el vidrio blindado que cubría el ataúd de perón en la bóveda familiar. Baños había sido secretario de Far Suau y coincidía con su antecesor en que los profanadores habían dispuesto de las llaves del vidrio blindado, que habían decidido romper. También coincidía con Far Suau en que la mutilación del cadáver se había hecho con el ataúd fuera de su estante y que el cristal había sido roto para sembrar una pista falsa.
Baños exploró una eventual pista militar y pidió la colaboración del entonces jefe del ejército, general Martín, pero no hubo demasiados adelantos en la investigación. En 2007, el juez pidió al gobierno de Néstor Kirchner que aportara toda la información de la que disponía sobre medio centenar de personas, civiles y militares, relacionadas con la inteligencia y que aparecían vinculadas al robo de las manos de Perón. Recibió nada: apenas los antecedentes de una sola persona en un papel membretado de la Jefatura de Gabinete y firmado por su titular, Alberto Fernández.
El juez Baños entonces, decidió pedir al gobierno de Kirchner que relevara del secreto a los organismos de inteligencia y a su personal, para que aportaran toda la información disponible, testimonial y documental, sobre el caso. Para preparar ese pedido, que iba a citar también la falta de respuesta del gobierno a su pedido anterior, el juez albergaba en su casa de Adrogué tres cuerpos de la causa. El domingo 6, un grupo comando entró en la casa del juez y se llevó los expedientes y su computadora portátil. Baños denunció el robo ante la Cámara del Crimen, denunció una “operación de inteligencia” y cimentó su sospecha con la precisión y la exactitud de un entendido: no le habían robado “ningún elemento de valor tales como equipos de música, instrumentos musicales, alhajas, joyas, relojes ni dinero en efectivo, aun cuando varios de esos bienes se encontraban perfectamente a disposición de los intrusos”.
Al año siguiente, el juez recibió en su despacho de Tribunales un pequeño ataúd de madera que contenía una bala y una foto suya con un punto rojo en la frente. Un recurso que iba a repetirse en 2015 luego de la muerte del fiscal Nisman. Su ex mujer, la jueza Sandra Arroyo Salgado, recibió la tapa de una revista con la imagen de del fiscal asesinado con un círculo rojo en la frente. Dos años después del robo en la casa de años, en marzo de 2009, el juez, junto a su mujer y a dos custodios de la Federal sorprendieron a dos desconocidos en el parque de la vivienda. Se desató un intercambio de disparos entre el juez, uno de sus custodios y los asaltantes, que lograron escapar por uno de los laterales de la casa que bordea las vías del ferrocarril. La investigación dijo “intento de robo”.
En 2014 el entonces abogado de María Estela Martínez, Atilio Neira, reveló que la CIA “tiene archivos en condiciones de desclasificar”, sobre el robo de las manos de Perón. Según Neira, esa información podría echar luz sobre la profanación y sobre la participación de agentes que “pertenecerían a los servicios de inteligencia militar” argentina. Esa era una hipótesis que en 1987 también había sostenido el jefe de la SIDE de Alfonsín, Facundo Suárez. El abogado de la ex presidente también dijo que David Cox, autor junto con Damián Nabot de “Perón, la otra muerte”, se había puesto en contacto con la CIA y que había recibido “una respuesta positiva”. Era una satisfacción a medias: dado que se trataba de material clasificado, la CIA dijo que Cox debía pedir su desclasificación a los tribunales de Estados Unidos. Fue Neira el que tomó la posta, en Buenos Aires y recurrió al juez Baños para que pidiera, a través de la Cancillería, la desclasificación y entrega de esa documentación. Que se sepa, hasta hoy no hubo respuesta.
Es en estos barros, en la fetidez de estas cloacas, en el paso inevitable del tiempo que ha visto morir a sus protagonistas, incluidos acaso a los profanadores, que han chapaleado las desaparecidas manos de Perón que timonearon tres veces el difícil y volátil barco de la Argentina. Se trata de un crimen impune.
Perón, que murió el 1 de julio de 1974, se despidió de todo, de su vida física, de su vida política, de su gente y del escenario de la Plaza de Mayo que había hecho suyo, con una frase de epopeya: “Yo, llevo en mis oídos la más maravillosa música que, para mí, es la palabra del pueblo argentino”.
Música maravillosa, sí. Pero la orquesta desafinaba.
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