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Al César lo que es del César

Al César lo que es del César

Era 18 de enero de 2018 y el Papa Francisco terminaba su visita al país con un encuentro en Iquique: esperaban a 500 mil personas, llegaron menos de cien mil. Francisco avanzaba por el recinto cuando la periodista Nicole Martínez se le acercó y le preguntó si respaldaba al obispo Barros, señalado como encubridor de los abusos del sacerdote Fernando Karadima. El Papa escuchó a Martínez desde el otro lado de una valla y respondió a la pregunta con tono malhumorado, el mismo que usó antes para calificar de “zurdos” a quienes criticaban el trato brindado a Barros. Esta vez dijo: “El día que me traigan una prueba voy a hablar. No hay una sola prueba en contra, todo es calumnia. ¿Está claro?”. La respuesta recorrió el mundo, porque la evidencia sobre Barros estaba disponible, bastaba con aplicarse a buscarla en internet y escribir “Karadima obispos encubridores” para lograr dar con ella.

La actitud del Jefe de Estado vaticano fue cambiando ya dentro del avión mientras la prensa internacional calificaba como un fracaso la visita a Chile. Una vez en Roma, el giro del Papa fue veloz: en marzo envió dos sacerdotes -Scicluna y Bertomeu- en misión especial para que se reunieran con denunciantes de todo el país; luego una carta a los obispos; por último, invitó a Roma a los tres hombres -Cruz, Hamilton y Murillo- que revelaron las conductas del sacerdote Karadima y que se habían transformado en símbolos de la causa. En poco tiempo los tres denunciantes de Karadima de adversarios pasaron a ser amigos de Francisco, una relación que se hizo pública y que sugería que la Iglesia, como institución, estaba cambiando las cosas para evitar los abusos y hacer justicia para las víctimas anónimas. Sin embargo, frente a esto los expertos han sido claros: las condiciones estructurales que explican que dentro de la Iglesia Católica ocurra tal nivel de abusos sexuales no han cambiado. Asimismo, la gran mayoría de los sobrevivientes de abuso sexual, desconocidos y sin acceso a tribuna pública, no han recibido ni reconocimiento ni justicia ni reparación.

En 2014, la ONU denunció al Vaticano por los abusos sistemáticos de niños cometidos por sacerdotes y religiosos, constatando que “la presentación de informes a las autoridades policiales y judiciales nacionales nunca ha sido obligatoria”. En 2019, el Vaticano abolió el secreto pontificio sobre casos de abuso sexual -sí, hasta esa fecha se escudaban en eso- y estableció como obligatorio informar ante autoridades diocesanas –es decir a quienes son juez y parte- sobre la perpetración de algún abuso, considerando optativa la instancia civil y resguardando el secreto de confesión. Este último elemento queda sujeto a interpretaciones sobre lo que se va a entender como tal: en la práctica el cambio es mínimo, si no, inexistente.

La muerte del Papa Francisco ha significado una evaluación entusiasta de su pontificado. Las personas más o menos religiosas podrán tener un juicio sobre su desempeño en el plano espiritual, o en sus declaraciones sobre economía o política internacional, pero un aspecto como el de los abusos sexuales incumbe a cualquiera, sin importar su adhesión religiosa o ideológica: se trata de delitos graves, asuntos de interés público que deben ser considerados a partir de hechos. No existe otra organización de alcance internacional en donde se concentre de modo similar en magnitud un fenómeno de estas características. Intentar dar por resuelta esa crisis y atribuirle el logro a Francisco es, por lo menos, inducir al error. Eso ha ocurrido durante esta semana.

Es cierto que Francisco enfrentó la crisis en Chile y en otros países -firmó la disolución de los sodalicios en Perú-, pero lo hizo cuando la opción de desentenderse ya no era posible. En casos ocurridos en Argentina, sin embargo, no tuvo el mismo ímpetu. Un ejemplo es el del cura Julio Grassi, que de ser héroe de la beneficencia y favorito de la prensa y los políticos pasó a enfrentar una condena de 15 años de cárcel por pederastia. A Grassi no se le retiró el estado clerical, sigue siendo cura aun en prisión y continuará siéndolo cuando salga.

También es cierto que Francisco lideraba una institución compleja en donde los equilibrios de poder y de intereses son difíciles de conciliar y los tiempos de largo plazo se miden en siglos y no en años, pero justamente por eso el entusiasmo sobre su rol en este tema debería ser, al menos, más cauteloso y no inducir a pensar que hubo un cambio que no ha sido tal.

En la crisis de los abusos el rol protagónico no lo tiene ningún sacerdote ni un líder en particular, han sido los sobrevivientes en su conjunto quienes han empujado a la institución a reconocer lo que durante tanto tiempo negó. Son ellos los que siguen siendo silenciados, no solo por la Iglesia en la que confiaron, sino también por las instituciones civiles, como la Fiscalía que cierra investigaciones de manera repentina. El más rotundo portazo que soportaron el último tiempo fue el propinado por el gobierno actual, que se había comprometido con los sobrevivientes a formar una Comisión de Verdad que revelara el alcance de los abusos perpetrados en el país por miembros de la Iglesia Católica y de otras instituciones religiosas. La Comisión de Verdad ha sido la vía más efectiva en otros países para lograr reconocimiento y reparación. El gobierno no cumplió y no ha ofrecido una razón a los sobrevivientes. A quien sí han recibido el Presidente Boric y algunos de sus ministros ha sido al arzobispo de Santiago, cardenal Fernando Chomali, quien ha conseguido recuperar para la Iglesia local una voz pública que había menguado desde 2018, en parte gracias a su habilidad política, y en parte gracias a su cercanía con el gobierno, el mismo que faltó a su palabra con las víctimas de abuso.

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LaTercera.com

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