Alan Pauls: “Con Barthes llegué a la posición oprobiosa de ser fan de alguien, hasta le copiaba la letra”
- 1 Días, 6 Horas,
- Infobae.com
- Internacional
Alan Pauls: “Con Barthes llegué a la posición oprobiosa de ser fan de alguien, hasta le copiaba la letra”

El escritor argentino habla sobre “Alguien que canta en la habitación de al lado”, su nuevo libros de ensayos, un mapa de lectura que reúne algunos de los textos críticos que produjo durante las últimas dos décadas
Alan Pauls es uno de los más consagrados escritores argentinos de su generación. Narrador, guionista, periodista cultural, crítico y tallerista, nació en Buenos Aires en el año 1959. Profesor de Teoría Literaria en la carrera de Letras de la UBA, jefe de redacción de la revista Página 30 y subeditor de Radar, el suplemento cultural del diario Página 12, Pauls es autor de las novelas El pudor del pornógrafo, Wasabi, El pasado –ganadora del Premio Herralde en 2003 y llevada al cine en 2007, por Héctor Babenco– y La mitad fantasma y de la trilogía compuesta por Historia del llanto, Historia del pelo e Historia del dinero. Es también autor de los ensayos El factor Borges, La vida descalzo, Temas lentos, Fallar otra vez y Trance. Vive en Berlín desde el año 2019 y recientemente pasó por Buenos Aires.
Random House acaba de publicar Alguien que canta en la habitación de al lado, un libro de ensayos literarios que reúne artículos, prólogos, columnas y diferentes intervenciones críticas, en su mayoría publicadas en los medios, que consiguen armar un mapa del Alan Pauls lector de las últimas décadas.
En esos textos brillan sus lecturas y opiniones sobre autores clásicos y contemporáneos como Kafka, Barthes, Puig, María Moreno, Walsh, Saer, Osvaldo Lamborghini, Borges, Bioy, Josefina Ludmer, Daniel Guebel, Laura Ramos y podría seguir. Para los lectores del Pauls narrador es una buena manera de ver la biblioteca del gusto que hay detrás del escritor. Para cualquier buen lector, Alguien que canta en la habitación de al lado es un libro que exhibe las formas en las que un lector exigente concibe sus lecturas pero también el modo en que lee un escritor que, por pulsión y formación, fue tejiendo a lo largo del tiempo un aparato crítico propio y deslumbrante.

Un comentario que intenta ser más un aporte de contexto que vana arrogancia: con Alan Pauls nos conocemos desde que estudiábamos juntos Letras en la UBA, cuando al facultad aún funcionaba en la avenida Independencia. Hay algo de esos vínculos que entablamos en la primera juventud que se mantiene inalterable en los guiños, en el anecdotario y en las referencias. Y que perdura, también, en la memoria de los muertos queridos.
— Cuando supe que salía este libro pensé que iba a encontrarme con textos que recordaba haber leído en Radar o en Télam. Muchos de esos no están y, en cambio, si están otros que no había leído. ¿Cómo hiciste la selección? ¿Qué te propusiste hacer con este libro?
— Bueno, como siempre el criterio aparece al final, ¿no?, cuando ya hiciste la edición. Y la edición se hace, me parece, siguiendo una especie de impulso muy secreto, por lo menos en mi caso. Yo no tenía un concepto de libro, tenía ganas de reunir ensayos escritos y publicados a lo largo de veinte, veintipico de años. Pero haciéndolo me di cuenta de que lo que estaba reuniendo en realidad eran ensayos sobre escritores, escritoras, que de algún modo me componían. O sea, en este libro uno puede leer de qué estoy hecho. Sería eso, como una especie de radiografía de mi química de escritor a partir de todos aquellos de quienes me fui alimentando, fui saqueando, vampirizando. Y en ese sentido yo creo que es un libro muy amoroso. Digo, no hay ningún texto, y tengo muchos de esa naturaleza, no hay ningún texto que sea crítico en el sentido de agresivo, o de impugnador o contestatario, o desmenuzador en el sentido, digamos, ideológico de la palabra. Me di cuenta de que reuní como a mis amores.
— De pronto criticás a los críticos. Quiero decir, en el texto sobre Arlt, por ejemplo, sos duro con algunos que fueron duros con Arlt.
— Bueno, sí. Y también con Kafka.
— También con Kafka, sí.
— Porque son escritores que para mí son, obviamente muy importantes pero también fue muy importante el modo en que ciertas lecturas de esos escritores impusieron una imagen de lo que hacían y de sus prácticas que era completamente, no sé si falsa pero digamos, era muy impugnable, muy objetable. Y en un momento esos escritores fueron bien leídos, o leídos de una manera innovadora, y de repente ahí, esos escritores me parece que desplegaron todo el potencial que las otras lecturas pretendían adormecer. Pero en sí el objeto Kafka, el objeto Arlt, son todos objetos que me despiertan tensión o forcejean. No sé, Fogwill, por ejemplo es un escritor que para mí siempre fue un escritor problemático pero a la vez…

— Una persona problemática.
— Bueno, aparte. Claro. Pero, digo, ¿por qué no reconocer hasta qué punto una relación problemática no te constituye tanto como una relación feliz o armónica?
— Sobre todo en este caso, como vos bien contás, que tuvieron una relación personal y laboral cuando vos eras muy chico.
— Sí, sí. En ese sentido, Fogwill para mí fue como una persona muy como iniciática, ¿no? Sí, yo en algún momento decía que era medio como el anti padre. Pero todos queremos tener un anti padre. Estamos contentos con nuestro padre, si el padre está bien, y nos quiere y todo, pero también en un punto incluso con los padres buenos uno quiere tener un padre medio hijo de puta.
— Mientras hablás pienso en tu papá, a quien conocí, y pienso que entiendo, que está muy bien esta idea. (Risas)
— Bueno, exacto. Me acuerdo de que cuando trabajaba con Fogwill yo tenía 18 años y mi papá me decía: ¿qué haces con ése? Y tenía razón mi papá en preguntárselo con ese tono de sospecha. Pero bueno, a mí por supuesto que me formaron mucho esos dos años y medio que trabajé con Fogwill. Después, por supuesto, lo seguí viendo y todo, éramos escritores, pero esos dos años y medio para mí fueron muy, muy iniciáticos, para bien o para mal.

— En el libro marcás mucho lo de la poesía de Fogwill y hay lecturas críticas nuevas que resaltan esto mismo. Sin dejar de valorar, por supuesto, lo que fue su narrativa, con esa novela central que es Los pichiciegos, que es imposible que no figure en cualquier antología de literatura argentina.
— Sí, yo a Fogwill siempre lo vi y lo leí como un poeta. Incluso cuando escribía prosa. Me parece que lo mejor de Fogwill es el narrador que viene de la poesía y que está como asaltado por la poesía de manera inesperada mientras está escribiendo. Digamos, del mismo modo algo parecido pienso de lo que hace Sergio Bizzio, por ejemplo. Es un gran, gran escritor pero es un gran, gran escritor de prosa, de relatos o de narraciones que está intervenido por la poesía y de hecho Sergio era…
— Poeta, claro.
— Y sigue siendo poeta. Entonces, a mí siempre me gustó mucho eso de Fogwill, el modo en que de algún modo su condición de poeta intervenía, digamos, casi accidentalmente su vocación narrativa. Y, además, también es cierto que cuando yo trabajé con Fogwill en esa especie de agencia de publicidad mitológica que él tenía, el ritual era que Fogwill irrumpía en la sala donde estábamos los redactores, los gráficos, etcétera, con una especie de resma, un poemario de 100 páginas, se sentaba en el piso y empezaba a declamar sus poemas y había que escucharlo. Entonces para mí él quedó en eso y yo creo que además era un muy buen poeta, ¿no? Muy bueno.
— Estoy medio autobiográfica con vos pero…
— No es para menos (risas).
— En el libro aparece mucho Barthes, y yo conté varias veces una anécdota de cuando en la Cinemateca del SHA (N. de la R. Teatro de la Sociedad Hebraica Argentina, un lugar adonde quienes éramos jóvenes en los 80 íbamos mucho) estábamos viendo Las hermanas Brontë, vos estabas sentado detrás mío y me golpeaste el hombro y me dijiste: ése que hace de Thackeray es Barthes (risas).
— Sí, sí. Barthes es lo más cerca que yo estuve de ser fan de alguien. Yo, que siempre tuve muchos problemas con la actitud del fan, del fanatismo, de la idolatría y eso, creo que con Barthes es lo más cerca que llegué a esa posición oprobiosa. En un momento creo que sabía todo sobre Barthes. Todo. Era medio como Julio Jorge Nelson con Gardel. Pero sí, de todos los que aparecen ahí, Barthes es quizás el escritor con el tengo que una relación más longeva. De hecho empecé a leerlo en la escuela secundaria gracias a Jorge Panesi, que era mi profesor. O sea, tenía 13, 14 años. Y no paré. Entonces, eso lleva ya medio siglo.
— Podrías decir entonces que mucho de tu formación como crítico tiene que ver con esas lecturas iniciales. Con la idea de crítica de alguien como Barthes.
— Sí, sí, total. Bueno, es cierto que leí a mucha gente en ese momento. Era un momento muy voraz. Y Barthes quedó siempre. Y aun cuando en estos 50 años tuve muchas idas y venidas, muchos momentos de no soportar más, como en toda relación conyugal, Barthes se mantuvo. Es como una especie de roca; algo irreductible que sobrevive a todo. Y otros, no; otros quedaron en el camino. Quiero decir, no fetichizo, no digo: “ah, sigo fiel a mis lecturas de infancia”.

— Es él quien se lo gana, eso decís.
— Sí, y en todo caso hay ahí una relación. Ya no tiene tanto que ver con eso que escribió cuando yo tenía 14 años y era vulnerable y cualquier cosa me podía seducir o hechizar sino que tiene que ver con que se armó algo entre nosotros. O sea, yo a Barthes lo plagié hasta el cansancio, incluso lo imité, yo tengo ejemplares, ediciones de Barthes, las ediciones con las que yo lo leí cuando era muy, muy jovencito, y me doy cuenta de que la letra con la que hago las anotaciones en el margen del libro de Barthes están hechas con la letra de Barthes, ¿entendés?
— Qué bárbaro.
— O sea, le imitaba la letra. Era como identificación total.
— Letra y palabra.
— Identificación total. Y yo me daba cuenta además de eso, no es que era inconsciente sino que en un punto lo adoptaba como una especie de método, ¿no?
— Un paréntesis en esto: vos dictás talleres, estás enseñando, trabajando con gente y con grupos con cuestiones, me imagino, de método para la escritura y demás. Lo de copiar, finalmente funciona.
— Y, sí.
— Porque uno no arranca original, ¿no?
— Por supuesto. Para mí es como una receta infalible. O sea, alguien quiere escribir y tiene como una especie de deseo de lector, de leer, le gusta leer. Lo que pasa es que copiar es como un gesto de inocencia. Y es cierto que ahora la gente muy, muy, muy cachorra que viene a un taller o que va a un taller a hacer algo con la escritura ya no tiene esa inocencia.
— Es interesante eso.
— Hay algo de: ya no hay una inocencia. Ya hay como, por ejemplo, un deseo de ser como tal o como cual, más que la cuestión de la práctica de escribir. Y yo me acuerdo de que cuando era chico y empezaba a escribir cuentos y esas cosas básicamente lo que me interesaba mucho era escribir. O sea, la práctica de escribir. Pasarme dos horas con la máquina de escribir, que era un objeto muy importante para mí. Muy importante en el sentido de que yo podría casi decir que me hice escritor porque me gustaba la máquina de escribir.
— Había una sensualidad en eso.
— Sensualidad. Relación como de resistencia y lucha. Había que pegarle fuerte a las teclas. Yo empecé a escribir con una máquina de escribir alemana que era de mi abuela alemana, una Continental. Una máquina muy ruidosa. Una máquina muy linda, de esas europeas del siglo XIX. Y me acuerdo de que eso para mí era súper, súper erótico. Por ejemplo, (N. de la R.: Héctor) Libertella tiene muchos textos sobre esa especie de pasión material, táctil.
— Sí, la erótica de la escritura.
— Sí. Me parece que eso hoy no es una experiencia tan común.

— Todo indica que es algo bastante alejado, sí.
— Sí. Hay más como imágenes de escritores, ¿no? Como que hay un paquete que viene con la escritura en el cual la escritura es importante pero está un poco o interferida, o velada o contaminada, si querés, de cosas que tienen más que ver con ideales. Que seguramente pesaban en mí cuando yo era chico pero yo no me acuerdo, por ejemplo, que me importaran mucho los escritores. Me importaba escribir y me importaba leer lo que los escritores escribían, pero no las personas de los escritores. Yo creo que eso es medio un invento…
— Nunca viste la vida de los escritores como un complemento de sus obras.
— No. Nunca me interesó, hasta muy tarde.
— Sos un estructuralista.
— Sí, yo me acepto así.
— Lo sé.
— Y también sé que estuvo bien en algún momento empezar a revisar eso y ahora me interesa mucho; me interesan las vidas de los escritores pero en un sentido muy particular. En general soy como muy intolerante con las biografías de los escritores. Y quizás más que las vidas de los escritores lo que me interesa ahora es la biografía como género. O sea, cómo escribir una vida.
— Hay mucho de eso en estos textos, pero la biografía de los escritores puede ser también la biografía modelo Jean Echenoz. Tomás alguna cosita, de pronto una minucia biográfica y se convierte en un retrato literario.
— Por supuesto. O la biografía de Philip K. Dick de Carrère (N. de la R.: Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos), que para mí es uno de los libros más lindos de Carrère, y que es una biografía que prácticamente se dedica a parafrasear a Philip K. Dick. Es como un largo ejercicio de paráfrasis.
— Es uno de sus primeros libros. Acá es menos conocido que los que vinieron después.
— Sí, pero porque todavía no es el Carrère que está presente, ¿no? O sea, el Carrère que se hizo muy conocido por escribir Vidas ajenas en realidad es un gran inventor de yo. Es como que inventó eso. Pero sí, me interesa mucho la biografía porque es un género muy, muy polimorfo, que sin embargo yo tengo la impresión de que sigue como anclado en ciertas creencias muy antiguas que a mí me encantaría que se deshicieran definitivamente, pero, bueno, me parece que el secreto del éxito del género es ése, que sigue siendo una imagen muy convencional de qué es una vida. Entonces, siempre está la idea de que es la vida la que explica la obra. Las conexiones entre vida y obra son siempre muy, muy payasescas. Muy débiles. Muy insignificantes. Pero es cierto que cada tanto aparece un objeto dentro del género, o por lo menos que coquetea con el género, que me hace pensar: “bueno, sí”.
— ¿Porque te impacta o por qué? ¿Lo ves como escritor?
— No, lo veo como alguien que encuentra una forma de contar una vida que no había visto antes. Por ejemplo, el libro de Nathalie Léger, Sobre Barbara Loden.

— Es buenísimo. Todos los libros de ella son buenísimos.
— Por ejemplo, ése es un libro para mí que es como un pequeño prodigio. Es una pequeña joya. Y es un libro muy menor.
— También el Ravel de Jean Echenoz es buenísimo. El libro de Léger fue publicado por Chai, en Argentina.
— Y es un libro increíble. Bueno, incluso, no sé, para volver a nuestra tradición, el Evaristo Carriego de Borges para mí es un libro genial. Es el Borges joven, imperfecto. No sabe qué hacer con el libro, se le va por todas partes. Es errático.
— Vos decís que lo que te interesa es la conversión de una vida en literatura.
— Sí, escribir una vida. Pero escribir una vida sin pasar por esa especie de filtro un poco ridículo, muy decimonónico para mí, evolutivo, biologicista, como que lo que pasa en la infancia repercute en la obra. Para mí es al revés, me parece que siempre hay que pensar la vida a partir de la obra, no al revés. No pensar la obra a partir de la vida digamos. Pero ése es un trabajo que pocos hacen. Por ejemplo, Vila-Matas hace eso. Cuando habla de escritores hace eso. O sea, piensa la vida de los escritores un poco en función de lo que escribieron. Medio como un biógrafo quijotesco, digamos.
— Tu libro se llama Alguien que canta en la habitación de al lado. Quiero que hablemos sobre ese título, Alan.
— Bueno, el título se lo robé a Virginia Woolf. Esta es una confesión. Lo saqué de un ensayo muy lindo de Virginia Woolf en el que habla sobre por qué le cuesta tanto leer a sus contemporáneos y por qué le cuesta más todavía escribir sobre ellos. Es un ensayo que tiene la forma creo que de una carta a un sobrino, donde el sobrino le reclama que escriba sobre sus contemporáneos más de lo que lo hace y ella dice que no puede porque, para ella, sus contemporáneos son gente que canta en la habitación de al lado.
— Sí, sí, imaginé que era por ahí. Claro.
— Y lo dice como con cierto desdén, pero a mí me gustó mucho la expresión porque un poco retomo la idea, pensando más bien que todas las personas o las escrituras, o las obras sobre las que escribo las considero mis contemporáneas. No importa que los autores hayan muerto en otro siglo.
— No importa que sea Mansilla.
— No. O sea, tanto Mansilla, como Guebel, como Barthes, como Deleuze, como Virginia Woolf, sobre quien hay un ensayo también, para mí son mis contemporáneos, en el sentido de que son escritores, escritoras, poéticas, literaturas con las que estoy en conversación.
— Seguís dialogando. Lo que decías de Barthes, en definitiva, ¿no?
— Sí, sí. Y me parece que hay algo en el libro, como la noción de conversación, que es importante. De hecho, hay un apartado dedicado sólo a conversaciones que tuve con escritores. Me pareció que era importante incluir dentro de un libro de ensayos diálogos porque hay algo para mí del ensayo que tiene mucho que ver con eso. Como con un intercambio entre personas, objetos, ideas. Y me gusta esa idea. Por eso son más bien mis contemporáneos con todos los puntos ciegos que eso puede implicar. O sea, podrían decirme: che, pero por qué no hablas de éste. O: ¿acaso tal no es tu contemporáneo y no está incluido? El libro corre ese riesgo. Lo que puedo decir es que estos que están aquí yo los considero mis contemporáneos. Son como las personas que están en obra, en mí, en el momento en que me dispongo a escribir cualquier cosa.

— Nos conocemos hace mucho y te leo hace mucho, también. Y me costaría hablar de tu obra y conectarla con las emociones, por ejemplo. Sería difícil. Tal vez lo haría con La mitad fantasma, tu última novela (ya hablamos de esto en su momento). Pero hay uno de los textos de este libro que es la despedida a Saer y ahí sí veo como la fisura del dolor en Alan.
— Quebrándose, sí.
— Quebrándose, sí. Que no es usual.
— Bueno, sí. Discutiría eso, ¿no? Yo creo que soy un escritor emocional. No soy un escritor exhibicionista, digamos. No me gusta mucho. No me interesa mucho. O no me sale, sencillamente, la efusión emocional. Pero me parece que la dimensión de la sensibilidad, que para mí está muy ligada a las emociones, es una dimensión que me importa mucho cuando escribo, tanto cuando escribo ficción como cuando escribo ensayos. Pero es cierto que el texto sobre Saer, escrito un día después de que Saer muriera, es un texto escrito en un estado de shock y en un estado de duelo total.
— Me gusta que lo hayas seleccionado para este libro. Como me gusta el de Rosario Bléfari, que está en una dimensión similar.
— Bueno, lamentablemente hay textos fúnebres en este libro. Está un texto que también me pregunté mucho si lo tenía que publicar, si lo quería publicar, que son una serie de poemitas que armo con unos hilos de WhatsApp que intercambié con Sergio Chejfec, gran amigo y extraordinario escritor, poco tiempo antes de que él muriera. Que también para mí es como una especie de documento fúnebre.
— Te iba a decir que ese texto es una intervención muy interesante. Una operación interesante.
— Pero también es como una prueba total de amistad. La amistad otra vez como una modalidad de la conversación, que para mí es algo absolutamente decisivo. Lo que quiero decir con la cuestión emocional es que, por ejemplo, muere Saer y yo en lo que pienso es en “Balnearios”, un texto de La mayor -al que aludo en el texto- y cuya primera frase arranca con un “Pero”. Entonces, para mí la emoción por un gran escritor y un gran amigo …
— También está en su lengua.
— Exacto, entendés. Está como totalmente encapsulada en eso que por ahí para otros sería: “Ay, mirá éste, se acaba de morir su maestro y amigo, qué sé yo, y en lo único que piensa es una frase que empieza con pero”.
— Es que fue tu maestro y amigo también porque escribía así.
— Exacto. Exacto. O sea, yo me hice amigo de Saer y lo adoré básicamente por cómo escribía. Yo antes de conocerlo y de emborracharme con él leía sus cosas. Entonces, si Saer es algo para mí, es porque era capaz de empezar una frase con “pero”. Y a partir de ahí se construye todo lo demás, el amor y la admiración. Pero si no hay una frase que empieza con “pero”, la verdad es que por ahí esa persona puede pasar totalmente inadvertida para mí y por ahí es un problema mío. Pero bueno, soy escritor, me relaciono con el mundo y con las personas un poco a partir de cómo hacen sus frases. No necesariamente tienen que hacer frases a la Saer o a la Proust para seducirme; hay mucha gente que emite unas frases demenciales y también me encantan. Pero es cierto que la frase, para mí, es un gran objeto erótico y de amor y de atracción y de seducción.
— Y que siempre fue como un insumo para tu propia escritura, también, por esto que estamos hablando acerca de con qué y con quiénes dialogás. Escribís algo buenísimo sobre María Moreno; es muy difícil sustraerse a lo que provoca la escritura de María y el modo en que su obra y ella misma, incluso, es un género en sí mismo. Decís sobre ella que es “la más contemporánea de las contemporáneas”, o algo así. Me interesa ese concepto.
— Sí, me parece que ella tiene algo muy genial que es que está como al tanto de todo. Está enterada de todo. Es como si hubiera leído siempre lo último que se escribió sobre todo. Y nunca deja de ocupar una especie de posición muy fechada, ¿no? Su biblioteca, sabemos, viene de los años 50, 60, 70, sus ideas vienen también de esa órbita.
— Su modo de mirar.
— Sí. Sabemos que viene del psicoanálisis, del estructuralismo, de una especie de marxismo de Freud muy, muy extravagante. O sea, nunca abandona esa especie de fortaleza y, a partir de esa fortaleza, está en todas partes antes que nadie. Y para mí esa es una cosa prodigiosa. Porque no es alguien que está a la par, en el sentido de que tiene su vocabulario. Su léxico. Su lengua. Su idea. Su programa. Y ese programa es como si le permitiera moverse en todas las direcciones, ser siempre la más filosa, ser siempre la más perspicaz. Y nunca está de moda. Eso es para mí lo genial de María, es hípercontemporánea en el sentido de que es anti moda, ¿no? Es como que entiende perfectamente qué es ser contemporáneo y en qué sentido ser contemporáneo se opone a tener el modelito de primavera/verano. O sea, ella sigue usando el modelito. Lo que pasa es que yo creo que lo que tiene María es una especie de cabeza bestial y el modo en que ella, o su cabeza, o lo que sea, procesó esa biblioteca, ese programa, esas ideas, esas matrices teóricas o políticas, es algo increíble. Porque el nivel de rendimiento que les da a esas retóricas, a esos pensamientos, es algo que nadie logró hacer.
— Es muy lindo cuando ella habla de cómo procesa sus propios textos, y de lo que llama su “cartoneo” de sí misma.
— Sí, bueno, ella tiene un poco esa prédica. De ella como la que cartonea.

— El bricolage.
— Sí. La lumpen, la ciruja del saber. Yo creo que es cierto en el sentido de que hay algo como muy bárbaro en lo que hace. Que es una tradición muy argentina, creo, como de una especie de autodidactismo medio a la (Oscar) Masotta, un poco a la Germán García, también. Hay algo muy lindo en esa tradición para mí. Pero me parece que lo que no dice María es la cantidad de operaciones que hace con esos cartones que recoge. O sea, ahí hay como una sofisticación…
— Omite el arte, en un punto, ¿no?
— Sí, exacto.
— Su arte.
— Omite todo ese proceso increíble, muy, muy, muy refinado.
— Sofisticadísimo.
— Muy sofisticado. Porque, bueno, conocemos muchos cartoneros del saber y no todos llegan a las cimas a las que llega ella. Y, después, lo que hay que decir también es que, efectivamente, María es una escritura pura. O sea, ella hace pasar todo eso por la escritura. Es imposible imaginar que la cabeza de María pudiera tener otra lengua que la que tiene cuando escribe. También inventó eso. Inventó la lengua para esa manera de procesar los cartones.
— Otra mujer que aparece en tu libro y que fue fundamental para vos es Josefina Ludmer, la China Ludmer, que fue maestra de muchos y, en tu caso, estuviste además muy cerca de ella. Aparece el texto que tiene que ver con los seminarios. Y también otro sobre una de sus obras, El cuerpo del delito. Habláme un poco de la China.
— Bueno, la China es maestra de leer, por supuesto. Yo no podría haber leído nada si no hubiera pasado por ella. Estudié con ella tres años en los grupos privados que hacía en la época…
— De la Universidad de las catacumbas.
— Sí, sí. Yo terminé la secundaria en el 76 y ya en el 76 estaba estudiando con ella, y estuve hasta el 79, en que decidí entrar a la universidad. O sea que me formé con ella durante tres años antes de entrar a la universidad. Sabía que entrar a la universidad en el 76 era una experiencia muy poco deseable, entonces decidí como…
— Formarte.
— Sí. No me voy a tirar a ese infierno sin estar preparado. Entonces, me parece que me entrené con China durante tres años. Estudié, leí.
— ¿La revista Lecturas críticas es de esa época?
— Lecturas críticas es un poquitito después, es del 80. Pero es un desprendimiento evidente de los cursos de la China. Y en el 79, cuando me sentí como pertrechado, dije: bueno, ahora voy a entrar a la facultad. Estoy como inmunizado. Y no solo estoy inmunizado sino que voy a poder, quizás, como introducir el virus de la Universidad de las catacumbas en la universidad.
— ¿Lo pensabas así?
— Lo pensé un poco así, sobre todo cuando empecé a encontrar en la universidad que había otros como yo. Por ejemplo, uno que estudiaba con Beatriz Sarlo.
— Claro, Chejfec estudiaba con Sarlo.
— No era que todos en la universidad estaban anestesiados y había unos iluminados. Y, en realidad, digamos, para mí la China es una figura muy extraña porque yo creo que, en rigor, ella era una inventora. O sea, no sé tampoco si era una maestra, en un punto. Yo siempre la vi como una inventora, o sea, alguien completamente impredecible. Y, de hecho, su evolución, la evolución de su obra, va para mí como hacia un lugar muy extravagante. Era difícil seguirla en el sentido de que tenía un itinerario muy poco lineal. Cada libro para ella era efectivamente un desafío de invención. O sea, no solo qué iba a decir, no solo qué tipo de tesis o qué tipo de hipótesis.
— Sino hasta el género.
— Sino qué clase de artefacto iba a inventar, ¿no? Su libro El género gauchesco, un tratado sobre la patria es un poco para mí la bisagra. No el libro sobre Onetti ni el libro sobre García Márquez. Si uno compara el libro de García Márquez, Cien años de soledad. Una interpretación, con El cuerpo del delito o con el de la gauchesca son como dos personas diferentes totalmente. Eso fue lo que siempre me interesó de ella.
— No cantaba una que sepamos todos.
— No. No. Y para mí eso fue lo genial de ir a la universidad a enseñar con ella. Entre el 83 y el 89 fue el período que enseñé, primero en la cátedra de Panesi y Enrique Pezzoni y después en Teoría Literaria, con Ludmer, y para mí lo genial de esa experiencia fue que enseñábamos lo que investigábamos. O sea, enseñábamos lo que no sabíamos, en realidad. Y eso era medio como un delirio porque era un poco trasladar...
— Las preguntas.
— Y el esquema como híper minoritario, como falanstérico de los cursos privados, de la Universidad de las catacumbas, a una institución pública como la Universidad de Buenos Aires, con auditorios de 800 personas. Pero lo que decíamos ahí era: no venimos a bajar una línea de algo que sabemos, sino mirá, estuvimos leyendo esto. Estamos chapoteando en este barro. ¿Nos acompañan? Y eso, creo, es una experiencia totalmente única. No podía durar, por supuesto; es muy difícil que eso cuaje en una institución, pero esos seis años para mí fueron una fiesta total.

— Te hago la última y tiene que ver con tu lugar como narrador y como ensayista o crítico. ¿Hay momentos en los que te sentís más representado por una forma de la escritura que por la otra? Ya que estábamos hablando antes de la sensibilidad, ¿te emociona de la misma manera trabajar una novela que un texto de no ficción?
— Sí. Sí, la verdad que sí. Para mí lo que es importante es la escritura. Si alguien me dice: escribí un texto muy emocionado sobre tal cosa. Le digo: mostrámelo, quiero leerlo. Después vemos qué pasa con la emoción que sentiste. O sea, me parece que hay que leer. Hay que leer y a mí me gusta eso, me interesa eso, me relaciono con las personas a través de eso. Y me gusta mucho que eso pase. Pero forzosamente pasa por ahí. Soy un poco con la escritura lo que decían, no sé, Truffaut o Godard con el cine. Somos cinéfilos, no podemos ver el mundo sino a través de una película. A mí me pasa eso un poco con la literatura.
— Y también con las películas, que es algo de lo que no hablamos pero que es también otro mundo en el que creciste y con el que seguramente dialogás.
— Y también con las películas, exactamente.
0 Comentarios