Cantante o influencer: dame un like
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Cantante o influencer: dame un like

Existe una quimera en los artistas musicales nacionales de evadir los aspectos promocionales del trabajo en este entorno digital -el aire a respirar en la industria-, que demandan la elaboración de contenidos específicos para las redes sociales. Ojalá, como declaró una música de 39 años en el flamante estudio Cantando para el algoritmo, sobre la relación de los artistas en este hábitat virtual, librarse de una obligación que resta tiempo “para pensar en los conceptos de mi música”. “Preferiría estar estudiando piano -precisó la encuestada-, leyendo una obra de Bach o escuchando a la Björk (...)”.
El estudio a cargo de un equipo liderado por el académico Arturo Arriagada de la Universidad Adolfo Ibáñez, arrojó conclusiones que, en general, coinciden con las percepciones y realidades a escala global de este negocio millonario, con ingresos por $29.6 mil millones de dólares el año pasado, confirmando una década de sostenidas ganancias. Resalta la hegemonía de Spotify como vitrina planetaria, protagonista de la “plataformización” del sistema, sentencia el informe, que exige adaptarse a un entramado digital entre algoritmos y métricas, dictaminando los rasgos del streaming. Como caldera sedienta de combustible, los números se alimentan con la producción de soportes promocionales, que delinean a los artistas con los mismos rasgos de un influencer. El proceso de un nuevo single, por ejemplo, debe ser registrado para reels que se consumen como carbones. Esa artesanía creativa antes privada, ahora debe ser pública y cosechar likes en un inagotable desafío de aprobación.

Las quejas del pasado de artistas trasquilados entre sellos, managers y abogados inescrupulosos, mantienen un correlato con la disconformidad ante los magros beneficios económicos de Spotify. “Sólo un 7,7% de los encuestados está satisfecho con las ganancias que obtiene de la plataforma”, concluye el estudio.
En la medida que redes sociales como Instagram y TikTok se han convertido en vías favoritas para conocer nuevas canciones y artistas mediante videos virales -pellizco que promedia los 15 segundos para enganchar una melodía-, los artistas se ven obligados a ocupar esos mismos canales convertidos “en un fin por sí mismo y no en una herramienta de difusión, sino que en un trabajo 24/7”, como asegura en la investigación un músico de 32 años.
En el pasado los artistas debían dedicar largas jornadas de entrevistas de sol a sol, recorrer salas de redacción de diarios y revistas repartiendo sonrisas y abrazos a editores y periodistas que amaban y odiaban, y pasearse por infinidad de estudios radiales en la capital y provincias, respondiendo una y otra vez las mismas preguntas.

A su vez, parte de la generación artística proveniente de los 70 que enfrentó el desembarco de la video música con MTV en los 80, se sintió como pez fuera del agua tratando de adaptarse a una herramienta promocional onerosa y exigente de cualidades dramáticas y fotogénicas reservadas para unos pocos -no todos eran Bowie-, en tiempos de hombreras, delineadores y escarmenados. Cada ciclo tiene su designio.
La paradoja democratizadora de las herramientas digitales que contienen la opción hazlo-tú-mismo, un viejo anhelo del punk, el indie, el thrash y el hip hop, radica en la ansiedad por aprobación instantánea traducida en guarismo, como si los artistas musicales fueran atletas dependientes del dígito como forma de validación. El arte no sobrevive sin vetas comerciales, pero tampoco florece de la mejor forma -ahí tenemos la ramplonería de Drake, un campeón de las métricas-, si se concentra desproporcionadamente en la conquista de un like.
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