El Ciudadano
Por Gonzalo Morales

Cada elección llega con ruido, promesas urgentes y acusaciones familiares. Y en medio de todo ese teatro repetido, vuelve la misma frase que ya suena más a constatación que a opinión: “¿Para qué votar si igual tengo que trabajar mañana?” Eso no es apatía. No es ignorancia. Es experiencia.
Porque los rostros cambian, los discursos cambian, los eslóganes cambian, pero la estructura material de la vida sigue siendo la misma: deuda, competencia, precariedad, exigencia permanente y la sensación íntima —casi moral— de que si algo sale mal, es porque no fuimos lo suficientemente buenos, productivos o fuertes.
Nos gusta pensar que nuestras ideas políticas surgen de la reflexión racional, pero la verdad es más cruda: pensamos como vivimos.
La conciencia no se forma en la universidad ni en los debates electorales: se forma en la oficina de la AFP, en el copago de la consulta médica, en la deuda educativa, en los arriendos abusivos, en la jornada laboral infinita, en la ansiedad por el futuro. El individualismo no es una preferencia personal: es el resultado de un diseño donde cada derecho dejó de ser colectivo para convertirse en responsabilidad individual.
Cuando la salud depende de un plan, la educación de un crédito y la jubilación de cuánto lograste ahorrar trabajando toda tu vida, la solidaridad deja de ser una convicción y se vuelve un lujo. La vida organizada como mercado produce personas que se ven a sí mismas como clientes, competidores o proyectos personales —nunca como parte de un “nosotros”.
Por eso, no sorprende que muchos voten “en contra de sus derechos” o “en contra de su propio interés”. Porque desde la experiencia cotidiana, el interés ya no es colectivo, sino individual: mi seguridad, mi trabajo, mi tranquilidad, mis oportunidades, mi estabilidad. La idea de bien común perdió peso frente a la urgencia de sobrevivir. La política se volvió un trámite lejano, mientras la vida se volvió una carrera cercana y agotadora.
Y así, en elecciones, los discursos que resuenan no son los que hablan de derechos, justicia social o transformación, sino los que ofrecen soluciones inmediatas a problemas vividos como personales: seguridad, empleo, orden, inversión, mano dura, crecimiento. No porque la gente sea egoísta: porque el sistema convirtió la vida en una lucha individual.
Culpamos al gobierno actual, al anterior, a los inmigrantes, a la izquierda, a la derecha, a los jóvenes, a los viejos —cualquier explicación sirve si es rápida y emocional. El sistema no se ve: se siente.
Pero si pensamos como vivimos, hay otra pregunta inevitable: ¿puede un país cambiar sólo con elecciones? No. Un país cambia cuando cambia la forma de vivir, y esa transformación no comienza con una papeleta, sino con recuperar algo que este modelo nos arrebató: la experiencia de comunidad.
Eso exige repolitizar lo cotidiano: conversar, organizarnos, construir redes, recuperar sindicatos vivos, asambleas territoriales, cooperativas, proyectos comunes; dejar de delegar la política en quienes ocupan cargos y volver a ejercerla como práctica colectiva.
Quien quiera transformar un país no puede limitarse a administrar instituciones: debe desbordarlas, construir movimiento, programa, identidad colectiva y capacidad de acción sostenida. No basta con exigir derechos si seguimos viviendo como consumidores aislados; debemos reconstruir los lazos que hacen posible defenderlos.
Porque si no lo hacemos, la frustración seguirá acumulándose hasta que estalle sin horizonte, sin dirección y sin proyecto. Ya hemos visto destellos: rabia justa sin estructura capaz de sostener el cambio. Estallidos que abren puertas, pero que, sin organización, terminan nuevamente cerradas.
Entonces, quizá debamos reformular la pregunta inicial. No se trata convencer a los votantes de apostar por una alternativa, sino cómo hacer para que votar tenga sentido en la vida cotidiana.
La respuesta no es esperar milagros electorales. La respuesta es construir, antes de votar, aquello que valga la pena proteger después. Un país cambia cuando la gente deja de sentirse sola. Cuando la política deja de ser espectáculo y vuelve a ser herramienta. Cuando los vínculos dejan de ser mercancía y vuelven a ser comunidad.
Solo entonces, por primera vez en décadas, no votaremos para ver si “algo mejora”: votaremos para cuidar lo nuestro. Porque cuando volvamos a vivir juntos, volveremos a pensar juntos. Y ahí, recién ahí, empezará el verdadero cambio.
Por Gonzalo Morales
Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.
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