“Abramos todas las jaulas para que vuelen como pájaros”: Víctor Jara.
Arnoldo Macker Aburto. Profesor, experto en gestión y política educacional. Santiago. 26/12/2025. Ante el nuevo escenario político en Chile, resulta más relevante que nunca, que los docentes y la comunidad escolar estén consciente del rol que deben jugar por el futuro de nuestras niñas, niños y jóvenes, y relevar la importancia de la educación pública y cómo debe actuar el Estado.
Defender la educación pública hoy exige una mirada integral, que reconozca su valor, sus tensiones y el rol insustituible que cumplen quienes sostienen cotidianamente el proceso educativo. No es solo una batalla técnica; es una disputa por el sentido de la escuela y por el horizonte ético que define el tipo de sociedad que queremos construir. En ese escenario, los docentes directivos y los profesores no son espectadores: son actores centrales.
La defensa comienza recuperando el sentido profundo de la educación pública como derecho social. No es una alternativa residual frente al sector privado; es el proyecto que busca garantizar igualdad de oportunidades reales, convivencia democrática y cohesión social. Esa dimensión se expresa día a día en las experiencias concretas del aula y de la gestión escolar, donde las decisiones pedagógicas y organizacionales marcan la diferencia entre una escuela que reproduce desigualdades y una que las combate.
En este terreno, el rol directivo adquiere una relevancia política y pedagógica decisiva. Un equipo directivo que lidera desde el proyecto educativo y no desde la mera administración protege los tiempos pedagógicos, cuida el trabajo docente y prioriza el aprendizaje genuino por sobre la simulación burocrática. Su función consiste en interpretar y contextualizar la normativa, resguardando el sentido pedagógico y defendiendo el derecho a aprender integralmente, aun cuando las exigencias del sistema tensionen ese propósito.
Sin embargo, la defensa de la educación pública no ocurre únicamente en el plano material. Gran parte del daño que la afecta es simbólico. Se la presenta como ineficiente, atrasada o residual, y se la compara con otros tipos de establecimientos sin considerar contextos sociales, grados de segregación ni diferencias de financiamiento. Se instala, casi como sentido común, la idea de que “lo privado es mejor”, como si la calidad dependiera exclusivamente del tipo de administración y no de las condiciones estructurales, del proyecto pedagógico y del compromiso comunitario.
Este desprestigio simbólico se filtra en el debate público, en las expectativas de las familias y, a veces, incluso en la autopercepción de quienes trabajan dentro del sistema. Cuando esa narrativa se naturaliza, el camino hacia el debilitamiento y desmantelamiento silencioso de la educación pública se allana. Defenderla exige desmontar el mito de la “libre elección” en un sistema profundamente desigual, explicar que la segregación no es un accidente sino una consecuencia estructural del modelo, y reivindicar la educación pública como inversión social y no como gasto.
A estas tensiones se suma un fenómeno particularmente nocivo: la penetración de violencia explícita y simbólica en los entornos escolares, que muchas veces proviene del mundo social mediado por redes y discursos agresivos. Los estudiantes cargan esa violencia y la escuela se ve obligada a gestionarla sin siempre contar con recursos adecuados. Paradójicamente, esa realidad es utilizada por sectores interesados en desprestigiar la educación pública, culpándola de problemas estructurales que la superan.
En el mismo terreno simbólico, grupos organizados identificados con un discurso neoliberal han utilizado redes sociales y plataformas digitales para instalar mensajes hostiles hacia quienes defienden la educación pública y su carácter liberador. Se difunden informaciones falsas, ataques personales y campañas dirigidas a socavar la legitimidad de la escuela pública y de los docentes que sostienen su proyecto. Este ataque comunicacional tiene como objetivo erosionar la confianza social en la educación como bien común, promoviendo la privatización y el individualismo educativo.
Frente a este escenario, el rol de los profesores adquiere una dimensión ética y política: sostener prácticas pedagógicas que dignifiquen la experiencia escolar pública. Enseñar con convicción, construir autoridad pedagógica dialogante y justa, mantener altas expectativas para cada estudiante y rechazar la naturalización del fracaso escolar son formas concretas de resistencia cotidiana. Una escuela que confía en sus estudiantes y reconoce sus trayectorias rompe el discurso de la inferioridad y recupera el orgullo público.
Los docentes defienden la educación pública no solo en el aula, sino también cuando participan del debate profesional y político, cuando reflexionan colectivamente sobre su práctica y cuando se organizan para exigir condiciones dignas. Una docencia fragmentada es vulnerable; una docencia articulada fortalece el sistema y otorga voz en el diseño de políticas públicas.
La defensa también requiere transformaciones estructurales: financiamiento basal adecuado, condiciones laborales que protejan tiempos profesionales reales, evaluación con sentido formativo y una institucionalidad capaz de apoyar la labor pedagógica en vez de controlarla burocráticamente. Los procesos de reorganización del sistema deben fortalecer capacidades pedagógicas y territoriales, no reproducir lógicas de desconfianza y fiscalización permanente.
Del mismo modo, la escuela pública se fortalece cuando se vincula activamente con su territorio, cuando reconoce a las familias como aliadas y cuando se instala como espacio público de encuentro comunitario, cultural y democrático. En esa apertura se rompe el aislamiento simbólico que ha favorecido su desprestigio y se reconstruye la legitimidad de la escuela como institución social.
Defender la educación pública implica recuperar el valor central del estudiantado. Cada niña, niño y joven que asiste a la escuela pública es un ciudadano en formación, llamado a construir un país más justo, solidario y fraterno. La sala de clases es el primer espacio donde se aprende la libertad, la igualdad y el cuidado del otro. Allí se proyecta el mañana.
La educación pública no puede seguir siendo gestionada desde la precariedad ni pensada como servicio subsidiario. Debe afirmarse como derecho social irrenunciable y como piedra angular de un proyecto democrático real.
La tarea de docentes directivos y profesores es decisiva en esta defensa. En cada decisión pedagógica y organizacional se afirma o se debilita esa promesa de igualdad. La educación pública se defiende no solo con discursos, sino desde la práctica cotidiana: protegiendo el sentido pedagógico del trabajo, dignificando la profesión docente y fortaleciendo la comunidad escolar. Defenderla es sostener el futuro: el de quienes hoy son estudiantes y mañana serán ciudadanos capaces de construir una sociedad más justa, solidaria y fraterna.
Que nuestras acciones en el aula, en la dirección y en la comunidad, sean ejemplo vivo para las generaciones que vienen. Que puedan decir que hubo quienes, aun en tiempos difíciles, creyeron en la educación pública y la defendieron con dignidad y convicción.
Que frente a la mentira respondimos con verdad y trabajo; frente al desprecio, con comunidad; frente al individualismo, con solidaridad.
Que la libertad no sea privilegio, que la igualdad no sea promesa vacía y que la fraternidad no sea palabra muerta.
Porque defender la educación pública es defender la posibilidad real de un mañana donde esos principios sean experiencia concreta para todas y todos. Ese mañana empieza hoy, en cada escuela pública que resiste, crea, imagina y construye futuro.
Por una educación laica, libre, igualitaria y fraterna.
La entrada Defender la educación pública es un deber ciudadano se publicó primero en El Siglo.
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