El Ciudadano
Por: Felipe Cuevas
Nuestro país pasa por una profunda crisis. Existe un gran malestar en la sociedad chilena, pero no hay capacidad de convertir el malestar en fuerza social transformadora. Esto no ocurre porque la gente no evidencie las injusticias del sistema o por mera apatía, sino porque el sistema neoliberal ha logrado algo más allá que la precarización de salarios o mercantilización de derechos: es que logra definir la manera en que vivimos el tiempo, nuestros cuerpo y nuestra relación con el otro. Nos forma como individuos acelerados, endeudados, aislados y agotados. Nos acostumbró a sobrevivir solos. Nos formó para competir incluso con quienes comparten nuestros mismos problemas. En ese modelo de sociedad, la organización no es fácil; no porque falte voluntad, sino porque no hay vida disponible.
Es desde este diagnóstico podemos entender por qué tanto proyectos tradicionales, como los que nacieron en el ciclo de politización 2011–2019, hoy se encuentran un escenario mucho adverso. Lo que antes parecía un país dispuesto a organizarse, hoy se evidencia como un país atrapado en la lógica de la sociedad de control: no con mecanismos represivos evidentes, pero lleno de dispositivos que nos empujan a correr todo el día, a apagar incendios, a autoexigirnos, a compararnos con otros, a no tener tiempo ni deseo para lo común. La precariedad no es solo económica: es una forma de vida que sabotea la posibilidad de construir comunidad.
En este interregno, donde lo viejo no muere y lo nuevo no nace, surgen dos fuerzas capturan el malestar de la gente. Una lo hace desde el individualismo neoliberal: promete castigar a los políticos, liberar del fastidio, pero no construye nada compartido. Es el populismo del consumidor, del voto sin compromiso, del malestar suelto sin proyecto. La otra es más peligrosa: una derecha autoritaria que supo organizar emociones, ofrecer pertenencia, fortalecer identidades frágiles y levantar un “nosotros” del miedo y la nostalgia. Kast no solo habla de seguridad; produce subjetividad, da refugio emocional en la tormenta. Mientras la izquierda se extravió, ellos llenaron el vacío afectivo con un relato simple y protector.
Frente a esto, la izquierda no puede limitarse a tener la razón (si es que la tiene), a elaborar buenos diagnósticos o a esperar que la gente evoque un ciclo que ya pasó. Necesitamos de una estrategia que tome en serio la vida como es hoy, no como era hace una década. Y eso significa apostar por una forma de hacer política capaz de nombrar el malestar, pero también de transformarlo en organización real. No se trata de repetir consignas ni levantar identidades abstractas, sino de crear espacios donde volvamos a encontrarnos, compartamos tiempo, resolvamos problemas concretos, reconstruyamos vínculos y recuperemos el deseo de hacer cosas juntos.
El pueblo no existe como un sujeto esperando ser convocado; nunca lo ha hecho. Se produce en las prácticas, en los relatos, en las luchas compartidas. La derecha lo está produciendo a su manera, forjando una identidad defensiva y excluyente. Nuestro desafío es construir “pueblo”: que se reconozca en la dignidad, en la solidaridad, en la vida común. Para eso, necesitamos espacios donde el malestar se vuelva inteligible, donde experiencias aisladas se conviertan en experiencia colectiva, donde el lenguaje recupere su capacidad de nombrar lo que nos pasa de forma compartida y no individualizada. El pueblo no renace con discursos desde arriba, sino con prácticas que vuelven a unir lo que la vida neoliberal separó.
El Estado, en este marco, no es ni enemigo ni salvador. Es una herramienta que puede habilitar la organización si se utiliza con inteligencia. Puede liberar tiempo, proteger espacios colectivos, transferir recursos a iniciativas autogestionadas y permitir que el tejido social vuelva a crecer. Pero el Estado no puede reemplazar a la organización popular. Solo puede empujarla, fortalecerla, abrirle espacio.
La política hoy ya no puede seguir la secuencia antigua donde primero se define un proyecto, luego se busca convencer a la gente y después se organiza. Hoy ese camino está muerto. La subjetividad neoliberal lo imposibilitó. Debemos pasar del malestar a la palabra compartida, de la palabra compartida a la acción concreta, de la acción a la organización, de la organización a la identidad, y recién ahí al proyecto. La tarea política es acompañar ese proceso, no saltárselo.
Todo esto exige entender que la batalla no es solo material, sino emocional. Si nosotros no ofrecemos pertenencia, orgullo, identidad, sentido de comunidad, la derecha lo hará. La disputa por los afectos es tan importante como la disputa por los programas. Necesitamos un lenguaje que vuelva a ser sentido común, símbolos que vuelvan a decir “nosotros”, prácticas que devuelvan el gusto por lo colectivo.
Las herramientas organizativas que necesitamos no pueden estar desconectadas de la vida cotidiana, pero tampoco pueden ser un montón de agrupaciones sin dirección. Requerimos una estructura viva, ágil, territorial, capaz de integrar experiencias diversas. Con cuadros que no manden desde arriba, sino que articulen, escuchen, traduzcan, cuiden, conecten y sostengan procesos de largo aliento. Cuadros que sean puentes no jefes; cuidadoras/es no administradores.
La encrucijada es clara. Si dejamos que el neoliberalismo siga moldeando nuestra vida y que la derecha capture el malestar, tendremos un país cada vez más autoritario, más individualizado y más desigual. Pero si logramos transformar el malestar en comunidad, si reconstruimos el deseo colectivo, si recuperamos el tiempo común y recomponemos la fuerza popular desde abajo, podremos volver a disputar el sentido del país. La invitación no es un cliché: es una apuesta por reconstruir lo común en un tiempo de alta fragmentación, por volver a sentirnos parte de algo mayor, por convertir la vida en un territorio donde la organización vuelva a ser posible.
La historia no está definida. Pero para volver a entrar en ella, necesitamos producir el pueblo que la pueda escribir. Y esa tarea empieza hoy, en cada territorio, en cada conversación, en cada espacio que recupere la vida común como algo posible y deseable.
La entrada Del malestar al nosotros: una propuesta para Chile se publicó primero en El Ciudadano.
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