El país entra a un nuevo ciclo político. Tras cinco años de sobredosis electoral se abre, por fin, un escenario distinto: tres años sin elecciones a la vista. Un dato decisivo para volver a tener conversaciones difíciles, pero necesarias.
El debate sobre la edad de jubilación es una de ellas. En Chile, la esperanza de vida al nacer pasó de 74 años a comienzos de los 90’ a más de 81 años hoy, la más alta de América Latina, y seguirá aumentando. Al mismo tiempo, la natalidad se desploma y la población envejece aceleradamente. Hoy, por cada 100 menores de 14 años, hay casi 80 personas mayores de 65. En 1992 esa cifra era apenas 22. El país cambió, pero uno de los parámetros más relevantes de nuestro sistema previsional sigue intacto.
Los políticos y los técnicos lo saben. Los números son claros. Pero la conversación se niega porque la mayoría de la ciudadanía rechaza aumentar la edad de jubilación. Y ese rechazo no es caprichoso. Se explica por trayectorias laborales duras, desconfianza institucional, empleos físicamente demandantes y la legítima aspiración a un retiro digno. Razones atendibles, pero peligrosas frente a una realidad demográfica implacable.
Jubilar como en los 90’ en un país que vive más años significa financiar pensiones durante períodos cada vez más largos con ahorros insuficientes. Se estima que, en promedio, postergar cinco años la jubilación de las mujeres puede aumentar la pensión en torno a un 50%, y un año adicional en el caso de los hombres puede elevarla un 15%.
El mundo desarrollado ya asumió este dilema. Países de la OCDE han elevado gradualmente sus edades de retiro, indexándolas a la esperanza de vida y eliminando distinciones por sexo.
Pero aumentar la edad de jubilación no es solo una decisión previsional. Es también una oportunidad económica y cultural. Supone cambiar la manera en que miramos el trabajo y el envejecimiento. Hoy, el mercado laboral ve a los mayores de 50 como trabajadores “de salida”, cuando debieran ser personas a capacitar.
Trabajar más años no solo mejora los ingresos futuros; también tiene beneficios subjetivos como sentido de pertenencia, autonomía y reconocimiento. Obliga, además, a que las organizaciones adapten sus prácticas, flexibilicen jornadas y revisen prejuicios sobre la edad, las competencias y el aprendizaje. El desafío no es estirar artificialmente la vida laboral, sino modernizarla.
Aquí es donde la discusión deja de ser técnica y se vuelve política. Combatir el populismo no consiste en denunciarlo, sino en hacer exactamente lo contrario: decir verdades incómodas, abrir conversaciones difíciles y pensar en la sostenibilidad de las pensiones en el largo plazo.
Nada de esto puede hacerse de golpe, sin sensibilidad social ni distinciones según tipo de trabajo. El cambio debe ser gradual y enfocado en las generaciones futuras. Pero en un país que envejece, y en un ciclo político que ofrece margen para pensar a largo plazo, lo responsable es dejar de postergar decisiones por difíciles que sean.
Por Cristián Valdivieso, director de Criteria
completa toda los campos para contáctarnos