¿Existe una nueva derecha en Chile, o se trata más bien de una reorganización de las derechas históricas? No hay una época igual a otra. Las derechas volvieron a ser competitivas gracias a Sebastián Piñera, y ese sector -que hoy se llama Chile Vamos- se desplazó hacia el centro ideológico, hasta situarse en un lugar vecino al ala derecha de la Democracia Cristiana. Fue la manera que las derechas hallaron para influir en la lógica de la transición.
En el mismo momento en que eso ocurrió, en otro sector de las derechas comenzó a desarrollarse un sentimiento de alienación, la idea de que allí se estaba licuando algo de su identidad histórica, sus principios y valores. Una derecha filo DC representaba una capitulación postrera ante viejos espectros: la reforma agraria, el sindicalismo, el desorden público. El desarrollo de esta tendencia podría haber tardado años, si no fuese porque las izquierdas en masa intentaron derribar a Piñera (o a las derechas) a fines del 2019 y confirmaron que la ruta conciliadora del Presidente minusvaloraba la amenaza adversaria.
Sin octubre del 2019, ni José Antonio Kast ni Johannes Kaiser (e incluso Franco Parisi) habrían existido. Kast se convirtió en un candidato presidencial prematuro en el 2021, pero no menos de lo que fue Boric. En ese momento, su segmento de la derecha estaba acumulando fuerza, la suficiente para imponerse a las otras derechas.
Y, como siempre les ocurre a los grupos principistas, sucedió que desde su seno alguien estimó que los principios no estaban suficientemente cautelados por Kast: Johannes Kaiser. Esta escisión ha dejado ver que, en realidad, Kast es un conservador, un político que desea restaurar un país en los bordes de la pastoral (religión incluida), de valores tradicionales, con una fuerte valoración de la ley y el orden. No es un anarcocapitalista, como Milei, ni un vengador, como Orbán, ni un purificador, como Abascal.
El caso es que las derechas son ahora tres: la de Kast, que es mayoritaria conforme al resultado de la primera vuelta; la de Chile Vamos, eje de los anteriores 30 años, y la de Kaiser y sus nacional-libertarios, cuya expansión depende, en primer lugar, de que a Kast no le vaya muy bien en el futuro, cualquiera que sea. Esta repartición es en sí misma un síntoma de la percepción de grave retroceso de las izquierdas que todas ellas comparten. Para el mundo de la derecha, la suma de octubre del 2019, más la Convención Constitucional, más el gobierno de Boric han encogido a las izquierdas de un modo tan dramático, que difícilmente volverán a tener una opción inmediata, como ha ocurrido desde el 2014.
Por supuesto, esto no está probado. Sí parece estarlo, en cambio, que la reorganización de las derechas guarda bastante simetría con la de las izquierdas. También estas se dividieron en tres a partir del segundo gobierno de Michelle Bachelet, momento en el que se jibarizó el espacio socialdemócrata, creció un segmento neorrevolucionario como el Frente Amplio y aumentó de volumen la férrea ortodoxia del Partido Comunista, como lo confirmó la selección de una candidata de sus filas para representar a la totalidad de las izquierdas, un hecho que a su turno ha permitido a las derechas certificar su idea de la deriva de sus adversarios. Si la realidad te da una parte de la razón, no hay cómo no creer que tienes toda la razón.
La principal diferencia de la derecha hegemónica de Kast con las anteriores (sobre todo con Chile Vamos) son unas cuantas certezas relativas: que no se pueden negociar valores; que no se puede ceder en asuntos fundamentales, y que no se puede confiar en unos adversarios ilimitados. Esto es, más o menos, lo mismo que ha movilizado a las derechas radicalizadas poscomunistas de Europa Oriental (Polonia, Hungría, Rumania), a las post socialdemócratas de Europa Occidental (España, Holanda, Francia) y a las poschavistas de América Latina, desde Argentina a El Salvador. Se trata de certezas delicadas, porque, con parlamentos fragmentados y escasamente leales, las negociaciones y las concesiones se vuelven fatídicamente cotidianas. Chile Vamos tiene una conciencia más exacerbada de este problema, pero es una de las cosas que le costaron la candidatura de primera vuelta. Chile Vamos se volvió una derecha posibilista, dejando libres los ideales caballerescos del integrismo.
La bala de plata de esta derecha es la seguridad pública en un mundo más inseguro. Ese es un tema en el que no tiene complejo alguno. Pero, como ha anotado Pablo Ortúzar a propósito de Piñera, su límite suele radicar en su dificultad para diferenciar el delito de la molestia social. La versión más dura de las derechas (más Kaiser que Kast) cree en la represión como disuasivo absoluto, y en sus versiones más agudas añora un Estado policial. No se fía de la tolerancia de Chile Vamos, y mucho menos de su ala liberal. Quiere ser derecha sin ambages: autoridad, seguridad, libertades personales, libertades económicas, y una inclinación hacia el populismo (otra vez, simétrica con las izquierdas) que hunde raíces en la identificación decimonónica entre pueblo y Estado.
Y entonces, ¿hay una nueva derecha? Sí, pero sólo en el sentido de que la hegemonía está en manos de un sector que nunca antes la había tenido, ni siquiera en los años de Pinochet (quien, dicho sea de paso, también administraba una coalición). No es nueva en cuanto a la permanencia de tendencias con raíces históricas, que sólo se ordenaban de otra manera, con otras prioridades y otros sentimientos.
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