El Estado cómplice y principal reducidor de especies

Por Francisco Martorell, director de El Periodista y EPTV

En Chile, la frontera entre la negligencia estatal y la complicidad institucional es cada vez más difusa. El reciente informe de la Contraloría General de la República sobre la Dirección General de Crédito Prendario (DICREP), conocida popularmente como la Tía Rica, no solo desnuda una cadena de ineficiencias administrativas: expone, con crudeza, cómo el Estado puede transformarse —por acción u omisión— en un actor central del circuito de reducción de especies robadas.

Los datos son demoledores. Entre 2023 y 2024, 1.681 personas con antecedentes penales empeñaron bienes por más de $1.500 millones, sin que la DICREP verificara la procedencia de las especies ni denunciara los hechos ante las autoridades. A esto se suma una cifra todavía más inquietante: usuarios que llegaron a realizar hasta 230 empeños en un solo año, es decir, prácticamente un empeño cada día hábil. ¿Alguien cree seriamente que esto puede explicarse por la pobreza ocasional o una emergencia económica puntual?

Lo que revela la Contraloría no es un error aislado ni una falla técnica. Es un sistema diseñado —o tolerado— para no mirar. No mirar la identidad real de los usuarios. No mirar la procedencia de los bienes. No mirar la reiteración sospechosa de operaciones. No mirar los antecedentes penales. No mirar, en definitiva, la evidencia.

La Tía Rica nació con un sentido social claro: entregar crédito a quienes no tienen acceso al sistema financiero formal. Pero cuando esa función se ejerce sin controles mínimos, el resultado es perverso: el Estado termina financiando indirectamente el delito, validando la circulación de especies robadas y ofreciendo una salida “legal” al botín del robo, el hurto y el asalto. En otras palabras, el Estado se convierte en el principal reducidor institucional del país.

El informe es claro: no existen protocolos básicos de verificación, no hay sistemas de alerta para operaciones reiteradas, no hay coordinación con policías, pese a que las especies empeñadas contienen información clave —número de serie, modelo, estado— que podría ser crucial para investigaciones criminales. Y lo más grave: no se presentaron denuncias. Ni una. Cero.

Aquí no estamos frente a un problema de falta de recursos, sino de cultura institucional. La cultura de hacer la vista gorda. De mirar para el lado. De cumplir el trámite y no la función. De confundir el rol social del Estado con una suerte de indulgencia permanente, donde todo se permite en nombre de una mal entendida “ayuda”.

Mientras el discurso público se llena de promesas de combate a la delincuencia, en la trastienda el propio Estado facilita —por negligencia— la economía del delito. Se persigue al delincuente en la calle, pero se le abre la puerta en el mesón público. Se habla de seguridad, pero se administra el descontrol.

La Contraloría ha hecho lo que corresponde: instruir sumarios, remitir antecedentes al Ministerio Público y ordenar el fortalecimiento de controles. Pero el problema es más profundo que una sanción administrativa. Es político, estructural y ético. Porque cuando el Estado renuncia a controlar, deja de ser garante del orden y pasa a ser parte del problema.

La pregunta de fondo es incómoda, pero inevitable: ¿cuántos robos, asaltos y delitos contra personas y comercios fueron posibles porque existía la certeza de que la Tía Rica recibiría las especies sin preguntar demasiado? Cuando esa respuesta llegue, quizás entendamos que la negligencia estatal también es una forma de violencia.

Y que, a veces, el principal reducidor no opera en la clandestinidad, sino bajo un logo institucional y con horario de oficina.

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Diciembre 17, 2025 • 12 horas atrás por: ElPeriodista.cl 32 visitas

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