
Japón está experimentando un giro estratégico que, por su profundidad y simbolismo, redefine no solo su política exterior, sino todo el equilibrio del Indo-Pacífico. El anuncio de esta semana —un nuevo incremento del presupuesto de defensa, el tercero consecutivo— confirma que el país ha iniciado un proceso de transformación que habría parecido imposible hace apenas veinte años.
La Constitución japonesa de 1947, redactada bajo ocupación estadounidense tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, impuso un principio que se volvió central en la identidad contemporánea de Japón: la renuncia absoluta a la guerra como instrumento de política nacional. El Artículo 9 no solo prohíbe declarar la guerra; también impide mantener fuerzas armadas con capacidad “ofensiva”. Durante décadas, Japón cultivó una narrativa de pacifismo activo que lo convirtió en un actor económico formidable y en un poder militar contenido. Su gasto militar se mantuvo riguroso: nunca superó el 1% del PIB entre 1960 y 2020. Ese techo era más que una cifra: era un compromiso cultural, político e incluso moral derivado de una historia que Japón prefería no repetir.
Sin embargo, la región ha cambiado. En los últimos diez años, China ha multiplicado su gasto militar hasta superar los 230 mil millones de dólares anuales, una cifra solo menor que la de Estados Unidos. Su flota naval es ya la más numerosa del mundo, y opera de manera cada vez más agresiva en el mar de la China Oriental, cerca de las islas Senkaku (Diaoyu para Beijing), un archipiélago cuya soberanía ha sido disputada por generaciones.
Corea del Norte, por su parte, lanzó más de 30 misiles balísticos solo en 2024, algunos cruzando el espacio aéreo japonés, generando alertas nacionales y recordando que el archipiélago sigue bajo amenaza directa. A esto se suma la creciente cooperación militar entre Rusia y China, sumada a incursiones aéreas rusas cerca del espacio japonés desde 2022. La geografía no perdona: Japón vive en un vecindario en el que tres potencias nucleares lo observan con recelo histórico.

La memoria de esa historia es fundamental para entender por qué el rearme japonés genera preocupación. Para China, el recuerdo de la ocupación japonesa y la masacre de Nankín en 1937 no es un episodio lejano: es un pilar de su identidad nacional moderna. Para Corea del Norte, y también Corea del Sur, el periodo colonial japonés entre 1910 y 1945 sigue siendo un trauma vivo. Las disputas por la memoria histórica, las exigencias de disculpas, los conflictos por los libros de texto y las tensiones diplomáticas se reactivan cada vez que Japón modifica su política militar. Por eso, incluso si Tokio insiste en que su nueva estrategia es puramente defensiva, Beijing y Pyongyang la interpretan como una amenaza estructural. La narrativa china responde casi de inmediato: “Japón rompe su promesa pacifista”, “Japón revive su militarismo histórico”, “Japón se alinea plenamente con la estrategia de contención de Washington”. Y lo cierto es que, más allá de la retórica, Tokio está modificando límites que parecían inamovibles.
El incremento presupuestario no es simbólico: en 2025 Japón está a punto de cruzar el umbral del 2% del PIB destinado a defensa, alineándose con estándares de la OTAN. Esto representa una duplicación del gasto en menos de una década, un salto sin precedentes. Las nuevas inversiones incluyen sistemas de misiles hipersónicos, capacidades de contraataque, interceptores avanzados y la ampliación de su flota naval y aérea. También incorpora una reconfiguración doctrinal: Japón ya no se limita a “repeler invasiones”, ahora contempla la posibilidad de atacar bases enemigas si se considera que una agresión es inminente. Esto es revolucionario. Y contradictorio. Se hace bajo la legalidad del Artículo 9, pero reinterpretado hasta el límite. Japón no deroga su pacifismo: lo “estira” para acomodar una estrategia de poder.
Este giro coincide con la visión estadounidense de contrapesar a China mediante alianzas robustas. Washington, que en 1947 obligó a Japón a desmilitarizarse, hoy lo incentiva a rearmarse. Japón se convierte así en pieza clave de una arquitectura regional que incluye a Filipinas, Australia, Corea del Sur y Taiwán. El Indo-Pacífico se forma como un gran tablero de bloques rivales, donde cada movimiento japonés intensifica la polarización. El riesgo es claro: más capacidades militares pueden generar más disuasión, pero también aumentan la posibilidad de errores de cálculo en una zona donde cada disputa —Senkaku, Taiwán, mar del Japón— está cargada de historia, identidades nacionales y aspiraciones hegemónicas.
El reordenamiento militar japonés no solo tiene consecuencias estratégicas, sino económicas. Asia es el motor de la economía global, y cualquier fricción en esta región repercute de manera inmediata en cadenas de suministro, rutas marítimas, precios energéticos y mercados tecnológicos. Japón es la tercera economía del mundo; China, la segunda; Corea del Sur, una potencia tecnológica crucial; Taiwán, el corazón global de los semiconductores avanzados. Un incremento de tensiones, y mucho más una carrera armamentista, altera el flujo de mercancías y encarece los costos logísticos.
El 40% del comercio marítimo mundial cruza el estrecho de Taiwán o rutas cercanas a Japón. Si la región entra en un ciclo de confrontación sostenida, el impacto sería instantáneo: aumento en el precio de combustibles, disrupción del transporte de contenedores, retrasos en suministros electrónicos y presiones inflacionarias globales. Esta semana, analistas financieros ya advierten que el ascenso del gasto militar japonés obligará a Corea del Sur a aumentar también su presupuesto de defensa, lo que podría redirigir fondos originalmente destinados a innovación tecnológica, educación o infraestructura hacia la industria bélica. El efecto dominó es evidente: un Japón más armado impulsa la militarización del resto de Asia, y ese fenómeno tensiona la economía planetaria.
La política mundial se mueve, además, hacia una lógica de bloques estratégicos. El alineamiento cada vez más explícito de Japón con Estados Unidos, Australia y Filipinas proyecta la idea de un Indo-Pacífico “democrático” enfrentado a un eje autoritario dominado por China, Rusia y Corea del Norte. Esta narrativa, aunque simplificada, gana fuerza y condiciona decisiones diplomáticas. La polarización asiática no se queda en la región: reconfigura la política global. Europa sigue con preocupación cada nuevo movimiento, temiendo que Estados Unidos desvíe más recursos de la OTAN hacia el Indo- Pacífico. Oriente Medio observa cómo la atención internacional se desplaza gradualmente del Mediterráneo y el Golfo hacia el mar de China. Y América Latina entra en un terreno resbaladizo donde sus relaciones con China, su principal socio comercial, pueden chocar con la presión diplomática de Washington para alinearse con estrategias de contención.
Para América Latina, el ascenso militar japonés forma parte de un paisaje geopolítico que obliga a tomar decisiones más complejas. China compra cada vez más litio, cobre, soja y petróleo latinoamericano. Japón es uno de los principales inversionistas en México, Brasil, Chile y Perú, especialmente en sectores tecnológicos y automotrices. Una región asiática más militarizada implica volatilidad en precios, posibles restricciones comerciales y cambios en acuerdos multilaterales. Si aumentan las tensiones en el mar de la China Oriental o alrededor de Taiwán, Brasil o Chile pueden enfrentar retrasos en exportaciones clave. México, integrado en las cadenas automotrices asiáticas, sentiría de inmediato cualquier disrupción logística. La polarización también afecta decisiones de organismos como la CEPAL, la OEA o el BID, donde la competencia entre China y Estados Unidos ya es evidente. Un Japón más alineado con Washington endurece el tono del bloque occidental y presiona para que América Latina adopte posiciones más claras en temas como Taiwán, sanciones tecnológicas o presencia militar del Indo-Pacífico en puertos latinoamericanos.
El riesgo más profundo es simbólico. Japón era uno de los últimos referentes del pacifismo institucionalizado: una potencia que probaba que se podía alcanzar grandeza económica sin fuerza militar ofensiva. Ese modelo se está transformando. Y aunque Tokio insiste en que su estrategia sigue siendo defensiva, la reinterpretación constante del Artículo 9 muestra que el espíritu pacifista se erosiona. Este movimiento es comprensible para muchos japoneses, que se sienten rodeados por potencias hostiles. Pero a nivel internacional reabre preguntas antiguas: ¿puede un país que fue actor central en la violencia asiática del siglo XX asumir hoy un rol militar más activo sin resucitar temores de hegemonías pasadas?
¿Puede hacerlo sin agravar la polarización que ya divide al continente?
El ascenso militar japonés es tanto una reacción como una declaración de intenciones. Es resultado del ascenso chino, de la beligerancia norcoreana, de la presencia rusa y del respaldo estadounidense. Pero también es un mensaje: Japón ya no aceptará depender exclusivamente de Washington ni vivir bajo la sombra del trauma histórico. El problema es que este giro, lejos de estabilizar la región, puede encender nuevas tensiones en el punto más frágil del sistema internacional. En una Asia saturada de memorias de guerra, disputas territoriales y ambiciones inconciliables, un Japón fuerte redefine el equilibrio. La pregunta, incómoda pero inevitable, es si redefine también el riesgo.
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