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El Ciudadano
Por Juan Carlos Skewes V.

Hay quienes ven en la naturaleza –o, con mayor propiedad, en otros seres vivos– un modelo y, acto seguido, buscan validar por esa vía, sus ideologías, opiniones personales y prejuicios. Ya lo decía Bertrand Russell, el comportamiento que los filósofos atribuyen a los monos se asemeja asombrosamente a sus propias ideas. Así, los primates pueden parecer brutales a los ojos de un Hobbes o angelicales para un Rousseau. Pero vayamos a las manzanas. Un autor y conferencista –cuyo libro El circo del ateísmo es de lectura frecuente si es que no obligada entre las huestes republicanas– proclama que una manzana es lo que define a una manzana. Pero las manzanas están llenas de sorpresas, de modo que el principio de identidad invocado merece algún tipo de análisis.
A alguien se ocurrió poner al manzano en el centro del jardín del Edén lo cual de por sí era una incomodidad botánica, a no ser que este paraíso hubiese estado situado en las montañas de Tien Shan, en Asia central, desde donde proviene el fruto. Peor aún, la manzana se volvió sospechosa: la imaginación popular la concibió como el fruto prohibido. La tradición medieval no estaba exenta de responsabilidad. San Jerónimo, en su traducción de la Biblia al latín (Biblia Vulgata) jugó con la palabra malum, usada tanto para las manzanas como para el mal. Pero la asociación era mucho más profunda pues el fruto prohibido se vincula a la mujer, a las tentaciones, al pecado y a la serpiente. Sin saber por qué razón, de pronto mujeres, manzanas y serpientes fueron alineadas en el eje del mal. Y, mientras ello aseguraba el poder al hombre, se condenaba a las mujeres a ser el “útero nacional”, y a la serpiente (y a las mujeres también) a un sinfín de humillaciones gratuitas.
Pero las manzanas –como las mujeres y también las serpientes– tienen muchas otras historias que contar. El filósofo en cuestión usaba el argumento de que las manzanas son manzanas y no otra cosa, con el fin de afirmar que los hombres son hombres y no otra cosa, y otro tanto acerca de las mujeres, quienes por ser mujeres podían disponer de sus cuerpos, pero no de lo que había adentro. El problema de la manzana –y esto escapa al filósofo/conferencista/polemista- es que no le basta con ser manzana para ser manzana. Porque, parafraseando a Briggite Baptiste, no hay nada más queer que las manzanas. Para ellas su problema radica en qué tipo de manzana puede llegar a ser: chichera, barrilito, Jonathan, del Paraíso, limona chica, anaranjada, trompuda, roja Pelchuqín, limona Pelchuquín, campana Pelchuquín, verde grande, la colorada, amarilla roja Huape, dura jugosa, o punta de fierro, entre las que han crecido en el sur de nuestro país, de acuerdo con el Catálogo de Manzanas Ancestrales de Los Ríos.
¿A cuál de los miles de variedades de manzanas refiere la frase del aludido autor? Manzana, así, a secas, no se puede ser, como tampoco a secas se puede ser humano: es preciso hablar un cierto idioma, creer algunas cosas, mantener ciertos hábitos, encontrar una identidad sexual, experimentar algunos sentimientos, vestir algunos atuendos (incluso una corbata si se quiere), orientar sus deseos, ensoñarse de una manera singular, nada de lo cual es fruto de la genética ni de la reproducción biológica.
Así como el ser humano deviene de miles de caminos que nacen de la diversidad y que conducen a ella, las manzanas también los han transitado. Como todas las cosas vivientes, las manzanas se originaron en cosas que no eran manzanas. La Malus sieversii, que aún crece en el Asia central, puede parecerse tanto a sus compañeras contemporáneas como el fósil de Lucy se asemeja a mujeres y hombres del siglo XXI. Nada de la nada viene, asegura Tito Lucrecio Caro, con el propósito de desterrar lo que el filósofo/conferencista/apologista quiere instaurar: una cierta religión que procura instrumentalizar a los dioses para los fines propios. Lucrecio, en cambio, los prefiere “muy apartados de los tumultos humanos” y se contenta con cantar a la materia y a los cuerpos genitales, y a las semillas, y a los primeros cuerpos. “Porque todas las cosas nacen de ellas”.
Hay en las manzanas algunos prodigios que las hacen vivir hasta hoy en varios continentes y de los que el filósofo y autor de publicaciones como El circo del ateísmo puede desprender algunas lecciones interesantes. Los manzanos son bisexuales, están muy bien equipados con sus respectivas partes reproductivas, y, no obstante, requieren de fertilización cruzada: son autoincompatibles, no pueden ser fertilizados por su propio polen ni por el polen de un árbol del mismo huerto. Las abejas y demás polinizadores, a fin de contribuir a su reproducción, orquestan una fiesta que, de seguro, avergonzaría al filósofo de marras.
Otra virtud de las manzanas radica en sus formas de propagación. Cada árbol produce semillas que son genéticamente únicas y que, al ser dispersadas –habitualmente por el viento o por las fecas de pájaros, animales o humanos que comen el fruto- dan lugar a árboles con características distintas al manzano de origen. Esta segunda virtud, no obstante, las torna vulnerables: su propagación a partir de semillas no se utiliza para su producción comercial porque la máxima del mercado es la de la estandarización. La manipulación genética hace lo suyo y, al estilo categorial del filósofo/conferencista/apologista, reduce las 30.000 variedades de manzana a la decena que se venden en los supermercados. La manzana Gala, la Fuji y las otras pocas son víctimas de la castración de sus antecesoras: la polinización se sustituye por métodos de propagación asexual, sea injerto o plántulas. Los Incels toman revancha y Chiquita cobra los dividendos.
Un tercer prodigio de las manzanas radica no solo en su propagación, sino que, además, en su plasticidad para hacerse parte de la vida humana en sus distintas versiones. Para volver a nuestro sur, las manshana–aliwen, la chicha y el kuchen de manzana testimonian la adhesión que el fruto manifiesta – sin distinciones de tipo alguno y contrariamente a las suspicacias de algunos conspicuos intérpretes de la Biblia– a la formación de una comunidad donde el árbol, el fruto, la serpiente, las personas y el alimento se ponen al servicio de una vida digna –humana y más-que-humana- que se sabe en perpetua transformación.
Hoy ya no se cosechan manzanas en Pelchuquín. Los arreos comerciales han llevado a los campos por otros senderos: cerezos, pinos, eucaliptus, raps y otras plantaciones y cultivos comerciales han desheredado a la región. Lo que se gana hoy, se pierde mañana. Nos lo han enseñado las manzanas y las tierras de sacrificio por donde transitó el progreso. Pero también estas frutas nos dejan como legado y tarea la aceptación de la diversidad humana y biológica como condición necesaria para la existencia futura. Tanto por su reproducción como por su propagación y apego a los seres humanos, las manzanas enseñan que los caminos del Señor son inescrutables y que, contrariamente a ciertas prédicas, no vienen en blanco y negro.
Volvamos a Bertrand Russell; cuando un filósofo encuentra representadas sus ideas en el comportamiento que atribuye a otras especies, soterradamente está normando el deber ser de su propia especie. Así como el filósofo/conferencista/apologista nos invita a pensar no solo que una manzana solo puede ser una manzana, sino que también que un cuadrado no puede ser sino un cuadrado, “es un cuadrado en sí mismo”, anota y subraya el principio del tercero excluido. Y uno tiene la sospecha que a lo mejor un cuadrado en realidad pueden ser dos triángulos rectángulos, o dos rectángulos de idénticas dimensiones, lo que hace dudar que algo sea necesariamente igual a sí mismo. Pero el autor aspira a más: a que las mujeres deban ser como (él supone) que las mujeres deben ser. Que el mundo sea como él piensa que el mundo debe ser. Y en eso lleva, por supuesto, una tremenda ventaja: es portador de la verdad divina, que solo reconoce dos caras de una misma moneda. Aunque huelga decir lo curiosa que es la fe del apologista que, en su exaltación de la cristiandad, al menos a juzgar por su libro, no menciona palabras como amor, afecto, cariño o sexo. Otras voces, en cambio, ocupan un lugar central: Big Bang y gravedad cuántica, por ejemplo, a pesar de no proclamarse el autor como astrofísico.
Las manzanas a veces vienen agusanadas. ¿Cuál es el mundo que debe ser? Un ligero viraje hacia otra filosofía no menos controversial nos aporta las indicaciones para adivinar lo que se avecina. Yoram Hazony es un judío ortodoxo, inspirador del pensamiento conservador contemporáneo, que “descubrió” las virtudes del Estado-nación en tanto unidad étnico cultural. Propone, según explica Joshua Rothman en el New Yorker, que el concepto de soberanía nacional se remonta a las luchas del “Israel bíblico” por preservar su independencia política y su libertad religiosa. Un Estado-nación exitoso es para él un Estado étnico teocrático, donde, como lo manifiesta, hay una mayoría “cuya dominación cultural es evidente e incuestionable, y contra la cual la resistencia parece ser inútil”.
Mirado desde la perspectiva del filósofo/conferencista/ polemista, el “circo del ateísmo” está destinado a ser reemplazado por una arquitectura totalitaria cuyas formas opulentas expresen la megalomanía de los gobernantes, mientras que sus estructuras estandarizadas aseguren la subordinación de un ciudadano cuya insignificancia queda subrayada por la masividad del concreto. Pero los manzanos, las serpientes, las hierbas, las mujeres y los circos no se resignan. Por el contrario, brotan y florecen incluso cuando una voz autoritaria pretende dictar su destino y definir lo que deben ser o no ser. Las manzanas nos enseñan que, sin la juguetona diversidad de sus formas y los particulares modos de su reproducción —“tengo dos sexos y necesito un tercero ‘incluido’”—, la vida les sería imposible. Cuando se las despoja de esa existencia multifacética, terminan pareciéndose más a las etiquetas con que se las marca que a los frutos que, en estado libre, han llegado a ser.
No vaya a ocurrir a hombres y mujeres —lo mismo que a la malus– que se les convierta en virtud de gobiernos totalitarios en meros replicantes, con sus conciencias atrapadas por las doctrinas impartidas desde púlpitos a prueba de balas y por las redes sociales animadas por los bots –esto es, “un programa de software que automatiza tareas en Internet, normalmente diseñado para imitar el comportamiento humano e interactuar con los usuarios a través de mensajes o comandos de voz”, a decir de la WIXEncyclopedia. No vaya a ser que la ciudadanía sirva, al modo de las manzanas, a las pingües ganancias de corporaciones como la antigua United Fruit, hoy Chiquita, mientras los megalómanos acopien sus votos. La humanidad, las manzanas y las serpientes merecen un destino mejor.
Por Juan Carlos Skewes V.
Premio Nacional de Antropología 2023
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