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Historias de rascacielos con finales muy diferentes a los que había en los planos hay muchas, algunas terribles, pero en la ciudad de Londres todavía se recuerda una por su cercanía y caos generado. La historia del denominado como Walkie Talkie (20 Fenchurch Street) es la de un edificio que nació envuelto en promesas de modernidad y terminó exhibiendo uno de los fallos de diseño más insólitos y peligrosos de la arquitectura contemporánea.
Un experimento convertido en riesgo. En el verano de 2013, cuando su fachada acristalada estaba casi terminada, Londres descubrió con estupor que el rascacielos que tanto había promocionado tenía un problema gordo: actuaba como una gigantesca lente parabólica, concentrando la luz solar en una franja estrecha de Eastcheap capaz de derretir el plástico, deformar el metal y producir temperaturas superiores a las de un horno doméstico.
No era ninguna broma. Coches aparcados, como la historia que se hizo viral del Jaguar de Martin Lindsay, sufrieron daños palpables, objetos cotidianos comenzaron a fundirse, transeúntes hablaban de suelas de zapatos reblandecidas o de sentir quemaduras en la piel.
Hay que ponerle nombre. El fenómeno fue tal que acabó bautizado como death ray, y no era una exageración: los reflejos generaban hasta 72 grados centígrados en la calle, creando un peligro real para cualquier persona que pasara por allí.
La prensa documentó el episodio con fascinación y alarma, convirtiéndolo de inmediato en una atracción mediática que situó al edificio en el centro de un escrutinio sin precedentes.
El Walkie-Talkie (20 Fenchurch Street)
Un fallo anunciado. Lejos de ser un accidente imprevisible, el Walkie Talkie había sido concebido con una curvatura cóncava que cualquier estudiante de física elemental habría señalado como capaz de concentrar la luz. Su arquitecto, Rafael Viñoly, reconoció poco después que el edificio se había diseñado inicialmente con lamas horizontales para evitar precisamente ese efecto, pero fueron eliminadas por motivos presupuestarios.
Viñoly admitió también que el equipo no contaba con las herramientas adecuadas para modelar el fenómeno con precisión, limitándose a cálculos aproximados que pronosticaban un riesgo menor. La realidad fue muy distinta, agravada por el aumento de la radiación solar en Londres en los últimos años. De hecho, el problema no era inédito para el arquitecto: ya en Las Vegas su hotel Vdara había sido acusado de concentrar luz hasta quemar a los bañistas.
El rascacielos en fase de construcción
Y más. Pero en Londres el error adquirió una dimensión pública incomparable, porque afectaba no a un complejo privado sino a una de las calles más transitadas de la City. La instalación urgente de una malla temporal y la posterior colocación de lamas en la fachada solucionaron el problema, pero no evitaron la percepción de que se trataba de un fallo sistémico, fruto de un proceso de diseño que había privilegiado la estética y los costes sobre la seguridad urbana.
El Sky Garden
Emblema de una ciudad en transformación. Incluso antes del episodio del death ray, el Walkie Talkie era objeto de críticas. Su silueta, desproporcionada y ensanchada hacia arriba para maximizar las vistas rentables, se alzaba como una suerte de “pulgar dolorido” fuera del clúster financiero, generando un impacto visual que el propio informe urbanístico había calificado de “daño significativo”. Con todo, la verdadera polémica llegó tras su famosa Sky Garden: presentada como una contribución pública equiparable a un parque vertic. abierto a todos, terminó siendo más un complejo de restaurantes panorámicos con acceso controlado y reservas obligatorias.
Para muchos londinenses, representaba un símbolo de la deriva privatizadora de los espacios urbanos: un supuesto “jardín público” que respondía más a la lógica del lujo corporativo que a la del bien común. Las quejas fueron tan intensas que la City llegó a plantear una reforma estructural del espacio para acercarlo a lo prometido inicialmente.
Un razzie. En 2015, en plena acumulación de controversias, el edificio recibió el Carbuncle Cup al edificio más feo del año en Reino Unido, un reconocimiento satírico que subrayaba hasta qué punto se había convertido en objeto de rechazo colectivo. Incluso Sky News trató de freír un huevo bajo su fachada y su nombre mutó a meme: Walkie Scorchie.
Con el tiempo, su imagen quedó asociada no solo a un problema estético, sino a una cadena de decisiones opacas y concesiones urbanísticas que muchos consideran un ejemplo paradigmático de cómo no gestionar la integración de un rascacielos en el tejido histórico de Londres.
El trabajo del Imperial
El renacimiento. A pesar de su accidentado origen, el Walkie Talkie ha experimentado una sorprendente rehabilitación pública. En 2025, doce años después del incidente, los visitantes hacen largas colas para disfrutar del Sky Garden, ahora plenamente integrado en el circuito turístico de la ciudad. Pero bajo esa normalización late una historia que pudo haber sido trágica.
Estudios posteriores de Imperial College demostraron que, en un escenario meteorológico distinto, el death ray habría podido causar lesiones graves, incendios en viviendas cercanas e incluso daños permanentes en la piel y los ojos. Solo la casual combinación de nubes y la orientación del haz (que no llegó a caer en su punto máximo a nivel de calle) evitó consecuencias mayores.
Un recordatorio. La arquitectura fue una advertencia sobre el papel crítico del modelado climático, la responsabilidad profesional y la necesidad de someter las formas arquitectónicas más audaces a evaluaciones mucho más rigurosas. Si hoy la mayoría de turistas que suben al Sky Garden ignoran que el edificio estuvo a punto de convertirse en un icono del desastre, es porque la ciudad actuó con rapidez y porque la suerte intervino en el momento preciso.
En cualquier caso, la memoria técnica persiste: el Walkie Talkie permanece como un recordatorio de que, en una metrópolis densa y vertical, un error de cálculo puede convertirse en un riesgo masivo, y de que la arquitectura contemporánea (cuando se descuida su interacción con el entorno) puede producir tanto maravillas como peligros invisibles.
Un legado incómodo. En retrospectiva, el Walkie Talkie ha terminado ocupando un lugar peculiar en la historia reciente de Londres: es simultáneamente un éxito turístico, un fracaso de diseño, un caso de estudio en seguridad urbana y un ejemplo de las tensiones entre el interés público y los imperativos del mercado inmobiliario.
Su trayectoria demuestra que un edificio puede sobrevivir a su mala fama, pero también que las ciudades deben aprender de estos episodios para no repetirlos. En un paisaje urbano cada vez más densificado y expuesto a fenómenos climáticos extremos, la lección es clara: la forma importa, el contexto importa, y el análisis riguroso no puede sacrificarse en favor de la espectacularidad arquitectónica.
Que hoy el Walkie Talkie sea recordado más por sus vistas que por sus “rayos de muerte” no borra el hecho de que, durante un breve y peligroso momento, Londres tuvo en su centro financiero un edificio capaz de quemar coches, deformar metales y poner en riesgo a sus propios ciudadanos. Su historia es la de un rascacielos que quiso ser un icono y terminó siendo, antes que nada, una advertencia.
Imagen | Colin, Journal of Building Performance Simulation, Maggie Jones, Pexels
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La noticia
En 2013 Londres anunció su rascacielos más impactante. Entonces nadie podía imaginar el peligro que tenían sus cristales
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Miguel Jorge
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