Golpe a la primera infancia, otra vez
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Golpe a la primera infancia, otra vez

En los últimos días, la Contraloría reveló que más de 25.000 funcionarios públicos salieron del país entre 2023 y 2024 estando con licencia médica. La cifra ya es escandalosa por sí sola, y aún más si se considera que solo contempla ese período, a quienes cruzaron fronteras, y no incluye a quienes no necesitaban el reposo. Dichas conductas requieren sanciones, sin dudas. Pero hay un dato particular, entre todos, que debería encender las alarmas sociales más profundas: el 17% de quienes hicieron mal uso de estas licencias pertenecen a Junji y Fundación Integra. Es decir, instituciones dedicadas a cuidar y educar a niños y niñas en la primera infancia.
Este no es solo un fraude al sistema de salud ni un perjuicio económico para el Estado. Es un golpe directo —una vez más— a la primera infancia. Porque cuando quienes tienen la responsabilidad laboral de educar, cuidar y contener a niños y niñas vulnerables optan por la negligencia, el abandono, la deshonestidad e incluso la ilegalidad, el daño se vuelve estructural. Se vulneran derechos. Se fracturan las confianzas: la ciudadanía con el Estado, pero sobre todo de las familias que van a dejar cada día a sus hijos a estas instituciones y que peor aún, muchas veces no tienen otras opciones. Se instala entonces una forma sutil pero devastadora de violencia infantil institucional.
Junji e Integra no son oficinas administrativas ni otorgan servicios de atención esporádica. Son espacios donde miles de niños y niñas pasan muchas horas del día. Espacios donde el cuidado es el corazón mismo de sus misiones institucionales. Ahí, niños y niñas se alimentan no solo de comida, sino de aquellas virtudes que como sociedad queremos asegurarles a los niños -como niños- y como futuros adultos. Cuando ese cuidado falta por causas falsas, cuando los reemplazos -que pueden o no estar capacitados- solo cubren una vacante, cuando las educadoras o técnicos no están presentes porque están de viaje mientras una licencia médica esconde su ausencia, se rompe algo más que la planificación pedagógica: se rompe el vínculo, la estabilidad emocional, el sentido de seguridad que cada niño necesita para crecer. Lo peor es que no se rompe por error, se rompe por decisión. Se rompe por falta de vocación y por la falta de sentido que ese rol efectiva y profundamente tiene en la infancia. Se rompe porque es un trabajo “solamente”. Se observa así una fractura ética entre lo que las instituciones declaran como propósito y la forma en que una parte de su personal entiende su rol. Ojalá este golpe no pase desapercibido y nos obligue a mirar, con crudeza, cuán lejos estamos de poner realmente a la infancia en el centro. No en el discurso, sino en las prácticas cotidianas que moldean su presente y su futuro. Esa fractura no se resolverá con sumarios administrativos, sino con una discusión más profunda sobre vocación, ética y responsabilidad.
Pero, lo más doloroso de todo esto es que no es la primera vez. En Chile, la primera infancia ha sido golpeada una y otra vez: por la desigualdad, por la precariedad de las condiciones de quienes la atienden, por la invisibilización sistemática de sus necesidades. Tenemos de los peores indicadores de salud mental infantil en varios estudios internacionales -el mismo Felipe Lecannelier se lo dijo a la Fundación Integra en 2020-, malos resultados en aprendizajes, malos indicadores de convivencia y más; así, este nuevo escándalo no es sino otro ejemplo de ese abandono estructural. Por cierto, se agrava con lo obvio, y es que, como siempre, los niños no pueden denunciar, ni protestar, ni hacer valer sus derechos. Solo lo sienten. Y lo arrastran.
Por Nicole Gardella, Directora de Incidencia Pública y Cátedras, Escuela de Gobierno UAI
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