Fin de año no solo es momento de balances. También lo es de transición, de un orden viejo a otro que aún no se formula -quizás ni siquiera se imagina-. “Interregno” (entre reinados) lo denominaban los antiguos, cuando se suspende la continuidad del poder y el pasado aún no encuentra forma en el futuro.
Es difícil pensar en un término más apropiado para mirar el país. Luego de la victoria apabullante de la derecha, entramos en un período de redefiniciones. Un sector debe definir cómo ejercer el poder durante los próximos cuatro años; el otro, debe entender cómo reconstruirse y recuperar un proyecto que resuene con la ciudadanía. En ambos lados, la pregunta es la misma: cómo encontrar nuevas fórmulas para legitimar el ejercicio del poder estatal.
Esta pregunta requiere poner el foco en dos niveles: las personas y su relación con el Estado.
A nivel individual, todavía no entendemos con claridad al electorado. Es ilusorio pretender que exista una adhesión sólida al ideario ofrecido por el presidente electo, u olvidar que un veinte por ciento de la población apoyó la opción “ni facha ni comunacha”. El resultado electoral difícilmente se explica por las propuestas específicas de seguridad o inmigración, sino por lo que llevan implícito: una promesa de una agenda común, en oposición a la agenda identitaria y fragmentada.
En ese sentido, el gran fracaso de la centroizquierda post estallido social fue político. Articuló su relato en torno a identidades cerradas y agendas minoritarias, y renunció a desarrollar un discurso común. No basta con reconocer diferencias: el desafío es ordenarlas, sintetizarlas y jerarquizarlas. Sobre eso se puede construir una noción compartida de bien común.
Esto exige desarrollar una virtud cada vez más escasa: escuchar. No como un gesto moral o turismo social, sino como método. Una sociología de la escucha, como dicen algunos autores, que ayude a entender qué piensa, cómo vive y qué vota la ciudanía; que se tome en serio las trayectorias y narrativas individuales de las personas y abandone el desprecio -social o intelectual- respecto de aquellos que piensan (votan) distinto. Escuchar tiene costos, pues obliga a revisar certezas y abandonar superioridades morales o intelectuales. Pero sin este ejercicio, no hay relato común.
Comprender y respetar a los ciudadanos implica repensar su vínculo cotidiano con el Estado. Se ha puesto atención a categorías abstractas -seguridad, protección, indicadores internacionales- pero se descuida algo fundamental: la calidad en las interacciones cotidianas con el aparato estatal. Hay que pensar más allá de los índices y considerar el acceso y calidad de las prestaciones y derechos e, incluso, cuestiones aparentemente domésticas, como el estado de las instalaciones, los tiempos de espera u el trato que reciben las personas que interactúan con el Estado. En buenas cuentas, un discurso y práctica del Estado como favorecedor de proyectos de vida, personales o grupales, y no como un obstáculo a historias ya precarias.
Estamos en un interregno. Son tiempos de incertidumbre, en que las fórmulas antiguas parecen agotadas, y las nuevas aún no las hemos imaginado con claridad. Este período puede ser oportunidad o riesgo. La diferencia entre una y otra radica en una decisión muy básica: escuchar antes de mandar, o hablar sin haber oído nada.
Por Diego Navarrete, abogado
completa toda los campos para contáctarnos