
El abrumador triunfo de José Antonio Kast en la segunda vuelta presidencial —un resultado incuestionable desde el punto de vista electoral— convive con una paradoja política que marcará su gobierno desde el primer día: obtuvo una victoria amplia, pero no un mandato amplio. Solo el 23% en primera vuelta lo respaldó directamente, y el resto proviene de un mosaico de fuerzas que votó más “contra” que “por”, un fenómeno que Chile ha visto antes, pero quizás nunca con esta magnitud.
La coalición que lo llevó a La Moneda en el balotaje es una suma de fragmentos: sectores de la derecha tradicional que aún recelan del tono y del ideario republicano; grupos liberales que lo consideran un mal menor; votantes antiprogresistas; desencantados del oficialismo; e independientes movidos por el cansancio y el enojo. Kast llega con una mayoría electoral, pero no con una mayoría programática. Gobernar con esa heterogeneidad será, probablemente, su primer gran desafío.
El presidente electo construyó su campaña sobre una crítica frontal al gobierno del presidente Gabriel Boric. Lo responsabilizó por la inseguridad, por la inmigración irregular, por el deterioro de los servicios públicos, por la falta de crecimiento y por una supuesta permisividad ideológica ante fenómenos que trascienden a un solo gobierno. La retórica funcionó, pero también lo compromete.
Desde marzo, Kast no podrá señalar hacia arriba ni hacia los lados. Todo aquello que endosó al gobierno saliente —desde el control de fronteras hasta el orden público— pasará a ser su responsabilidad. No habrá espacio para evasivas, porque su propio discurso lo dejó sin ellas.
Será allí donde se verá la diferencia entre ser oposición y ser gobierno. Gobernar exige prioridades políticas, no solo convicciones; exige resultados, no solo diagnósticos; y exige administrar, no solo criticar. Kast deberá demostrar que puede hacer ese tránsito, particularmente en un país fatigado de promesas incumplidas y de liderazgos que se replegan ante la complejidad.
Kast nunca ha administrado una gran institución pública ni privada. Su trayectoria política se ha desarrollado fundamentalmente en el Congreso como diputado durante doce años, y fuera de ello su actividad en el mundo privado ha sido muy acotada. La gestión de un Estado con más de 300 mil funcionarios, 24 ministerios, crisis superpuestas y un clima social impredecible requiere una musculatura distinta a la parlamentaria. Kast no la ha demostrado aún.
Su entorno dirá que está preparado, que tiene equipos sólidos, que su visión está clara. Sus detractores dirán que no basta con voluntad ni con rodearse bien. Lo cierto es que gobernar Chile hoy implica navegar una tormenta permanente: crimen organizado, estancamiento económico, conflictividad territorial, fractura social e instituciones erosionadas.
Un presidente sin experiencia ejecutiva enfrentará pruebas inmediatas: conformar un gabinete de peso, articular un Congreso fragmentado y, sobre todo, demostrar que puede pasar del eslogan a la ejecución. Si fracasa, no tendrá a quién culpar.
Kast ha construido una narrativa de esfuerzo personal, pero es evidente que su historia económica está marcada por la fortuna generada por sus padres, empresarios de éxito que permitieron a sus hijos una posición privilegiada. No hay pecado en ello, pero sí un contraste con el discurso meritocrático radical que ha esgrimido en campaña.
Ese origen no lo invalida, pero tampoco lo excusa. Al contrario: lo obliga a demostrar que entiende el país real, ese país donde el ascensor social está detenido, donde la seguridad cotidiana es un lujo y donde la desigualdad sigue siendo el telón de fondo de toda discusión pública.
Kast ganó con holgura, pero llega con un país dividido y con una parte significativa de la ciudadanía que no confía en él. Convertirse en presidente de todos —una frase tantas veces repetida y tantas veces incumplida— será el examen decisivo de su gobierno. La tentación de gobernar para su núcleo duro estará siempre ahí; la necesidad de ampliar su base, también.
La pregunta de fondo es si Kast será un presidente transformado por el poder o un presidente que intentará transformar al país según sus convicciones más duras. Si predomina lo segundo, el conflicto está asegurado. Si predomina lo primero, Chile podría entrar en un ciclo de acuerdos inesperados.
El triunfo de José Antonio Kast es políticamente incuestionable. Su capacidad de gobernar, en cambio, está completamente por verse. Llega con apoyo prestado, con desafíos enormes y con un país que no le dará tregua. La presidencia que comienza en marzo será, quizá, la prueba más grande de su vida: demostrar que puede liderar más allá de la trinchera y que puede construir futuro más allá del miedo.
Lo que haga —y lo que no haga— definirá no solo su legado, sino también la dirección del país en un momento histórico donde gobernar importa más que ganar.
La entrada José Antonio Kast ante la Presidencia: triunfo contundente, mandato estrecho se publicó primero en El Periodista.
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