La historia de nuestros días: el completo del Dominó
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La historia de nuestros días: el completo del Dominó


Quizás todavía podamos encontrar a algunos de los viejos de siempre en el local de Agustinas, no serán los mismos de aquella primera vez que fui con mi papá bien temprano en los 70, pero son los garzones que llevan la posta de esas rememoradas y constantes visitas al centro cuando iba a hurguetear discos en la Feria de Ahumada, a los estrenos del Rex o a deambular por las clásicas galerías llenas de sorpresas.
Hoy se celebra el día del completo, y qué mejor hacerlo en el clásico Dominó que, en plena era de las franquicias, los márgenes y el retail, continúa erguido con su misma vienesa, mayonesa, palta, salsa verde que aprendimos a querer hace 40 o 50 años.
El estrecho y aparentemente incómodo local de Agustinas sigue ahí, a pocos metros de Ahumada, al lado de un quiosco llenos de revistas, confites, cigarrillos, álbumes de todo tipo; a mitad de camino de un mar humano que circula de oriente a poniente y viceversa o atravesándose media cuadra a la vieja galería del Crillón, casi al frente; sorteando autos, furgonetas y taxis que circulan rápido, pero precavidos, hacia la cordillera. Tres o cuatro metros de frontis apenas disimulan lo que ocurre dentro: la bulliciosa vida del primer local del Dominó. Un largo pasillo con mesones a ambos lados; detrás, diez, quince, veinte garzones vestidos de riguroso blanco, con sus gorras sobre la cabeza ordenando y distribuyendo completos con salsa verde, con ají o mostaza, churrascos con palta o tomate, en un balanceo de platos sobre las cabezas de los comensales, desplazando cervezas y jugos frescos en el mesón servidos desde unos jarros plásticos puestos así, a la rápida, sobre recipientes de hielo picado, -¿de melón, de frambuesa, el jugo?-, preguntan decididos los maestros distribuyendo almuerzos y meriendas de media mañana entre los oficinistas.
En el pasillo, dos filas de clientes privilegiados que alcanzaron la cumbre de los mesones, detrás de ellos, segundas filas de clientes atentos a introducir su anatomía al primer espacio libre que aparezca, lo que no impide que devoren en tres zancadas de mandíbula su primera vienesa, ahí, al aire, a las espaldas de los otros clientes, y a su vez él mismo, dando la espalda a la espalda de los clientes del mesón del frente. Un metro y medio, máximo dos, es el ancho del estrecho pasillo donde cuatro docenas de clientes compiten por el mejor lugar para engullir su italiano y beberse hasta la última gota del jugo de melón.
Los más altos disfrutamos siempre de una posición ventajosa, los más chicos quedan postergados en un bosque de espaldas y hombros. Los maestros que conocen las claves de sus clientes, los secretos códigos de miradas reciben sus maletines para dejarlos a buen recaudo y determinan como en un acto de magia el agregado preciso o la marca preferida de cerveza de cada visita, mientras, al depositar el plato en el mesón de fierro inoxidable, anotan con eficacia el pedido en una minuta pre-impresa que deslizan entre los envases dispensadores de mostazas y servilletas.
Ahí me llevó mi papá cuando era chico. Esas veces lo iba a ver a la oficina, o nos juntábamos para volver a casa. Recuerdo vivamente que cada sándwich tenía un sabor especial, la calidad de la mayonesa, la textura suave y firme del pan, la salsa verde, que, como rasgo distintivo del local, refrescaba cada pedido con esa exquisita cebolla fina picada y perejil fresco instalados delicadamente sobre el blanco suave de la mayonesa casera.
La galería Agustinas, al fondo y al lado del local, con una amplia entrada desde la misma calle, nos llevaba hacia los primeros juegos Diana, y hacia el sur, caminando por el pavimento mosaico, relojerías, tiendas de confecciones finas para caballeros, de pullovers de cachemira y artículos de decoración de bronce para las oficinas y chucherías de porcelana europea. Por el pasaje Bombero Ossa a la izquierda salíamos al Paseo Ahumada a los cafés de minifaldas, y a la derecha, hacia Bandera, estaba el Cine Metro donde se estrenó en esos años esa exquisita comedia de Herbert Ross llamada “La Chica del Adiós”.
Esos paseos de día de semana constituían una verdadera inmersión al Chile de los setenta y los ochenta, de ejecutivos ma non troppo intentando sortear las durezas de un Chile oprimido por la Dictadura, los grises opacos escondidos tras las luminosas vitrinas de las tiendas de departamentos, los cínicos peluches colgados en las paredes de los locales de regalos y tarjetas; cajones de longplays casi invadiendo la vereda, lustradores de zapatos como ya no hay, el diario La Época tapizando los quioscos con sus noticias distintas, los juniors vestidos de café gastado haciendo filas para los depósitos, los jubilados de chaquetas de tweed conversando con las chicas del Haití; todavía estaba el Café Santos, Julio Martínez y Sergio Silva hablando de fútbol; todavía el Waldorf dando almuerzos a los abogados y el Bar Nacional, en Huérfanos que aún es testigo de un Santiago ido.
La verdad es que no sé cuántos viejos maestros quedan en ese emblemático local de Agustinas, hoy multiplicado en distintos rincones del territorio. Esos, los viejos del Dominó que fueron a su vez el relevo de otros desde fines de los 50; esos viejos que hoy, como el querido Guillermo que conmemoran no sólo un sándwich típico de nuestra cultura, sino quizás una forma de vida que se resiste a morir, una forma que, como todo, muta; que se transforma, y que a veces, desaparece, para quedar sólo en la memoria de los que siempre nos acordamos de la historia de nuestros días.
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