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La igualdad política

La igualdad política

En el mundo político y la academia hay un diagnóstico relativamente compartido sobre la necesidad de introducir reformas al sistema político. Desafección ciudadana, excesiva conflictividad, alto efectismo y escasa eficacia son algunos de los ingredientes de una receta fallida que, a fuerza de repetirse, genera resultados cada vez más agrios. El interés por los defectos del sistema político local se ha concentrado en un solo aspecto: el régimen de los partidos. No cabe duda de que la fragmentación, el discolaje y la volatilidad de los acuerdos son problemas importantes; pero no parece que ahí esté la clave para apuntalar, de una vez por todas, la democracia. Esta última no es solo un engranaje, más o menos aceitado, para arribar a acuerdos relativamente estables y eficaces. Es un espejo en el que debiera reflejarse, con cierta nitidez, la imagen de un pueblo cuyas voces tengan igual valor en la discusión política.

“Una persona, un voto” es la fórmula que resume la esperanza de que la igual participación en la elección de representantes, y por extensión, en la discusión pública, neutralice (o, al menos, mitigue) la desigualdad social. A juzgar por los partidos o personajes políticos que la ciudadanía está votando a lo largo del mundo, esa idea en la actualidad no goza de la misma popularidad. ¿Pueden reformas como las discutidas en Chile evitar que se socave tal idea? Me temo que no. Incluso en su sentido más básico, la igualdad política se desmorona frente a nuestros ojos, debilitada por viejas narrativas, más cercanas al Far West que al contrato social.

Hay quienes proponen buscar fórmulas alternativas a la igualdad política. Yo creo que tiene sentido estrujar esa idea. La democracia no ha mutado, sustancialmente, ni de carácter ni de propósito. No es un proceso orientado a seleccionar representantes que acumulen (real o ficticiamente) más méritos, credenciales educativas, ni habilidades negociadoras (persuasivas o matonescas). Por tanto, la representación política no es un premio para los ciudadanos más capaces, ni siquiera para quienes son más rectos. Es una función pública que opera (o debiera operar) como una herramienta para canalizar y amplificar voces ajenas. La heterogeneidad de esas voces – el pluralismo–es un valor, en sí mismo. Y también es un valor instrumental, vinculado a la igualdad fundamental de las personas.

Con el paso del tiempo, la democracia ha debido enfrentar una incómoda realidad: la igualdad de voto no es lo mismo que la igualdad en la influencia política. Por eso, ha debido perfeccionar su representatividad, buscar herramientas capaces de escuchar la voz humana en todas sus tonalidades; particularmente aquellas voces inaudibles, por estar situadas en los márgenes. Esas voces (v.gr. mujeres, personas LGBTIQ, minorías raciales o étnicas), caracterizadas más como “las otras voces” que como parte del nosotros están en el centro de un desafío que no es negociable. Al menos, no sin negociar la propia democracia.

Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto Derecho Público, Universidad Austral de Chile

Fuente

LaTercera.com

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