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En días en que la contienda presidencial absorbe por completo la discusión pública, pasó casi inadvertido un episodio significativo de tensión entre el Tribunal Constitucional (TC) y la Corte Suprema (CS), surgido a propósito del caso Crisóstomo.
El caso se originó en 2024, cuando la Corte de Apelaciones de Chillán rechazó la solicitud de desafuero del gobernador regional de Ñuble, Óscar Crisóstomo. El Ministerio Público apeló esa decisión, lo que planteó una cuestión jurídica relevante: ¿puede la fiscalía apelar cuando el desafuero es rechazado?
El gobernador sostuvo que el artículo 124 inciso 6° de la Constitución permite apelar únicamente la resolución que acoge el desafuero y dedujo un requerimiento ante el TC para que declare inaplicable el artículo 418 del Código Procesal Penal (CPP) que autoriza la apelación sin distinguir el tipo de resolución en esta materia. En septiembre de este año, el Tribunal Constitucional rechazó el requerimiento (con empate de votos). De modo que el precepto legal del CPP podía ser aplicado por la Corte Suprema para resolver la apelación del Ministerio Público.
Sin embargo, el máximo tribunal, sin referencia alguna a la sentencia del TC, declaró inadmisible la apelación de la fiscalía. Para llegar a esa decisión, confrontó el artículo 418 del CPP con el artículo 124 de la Constitución y privilegió este último, desplazando la aplicación del precepto legal cuestionado. De esta manera, la Corte Suprema ejerció control de constitucionalidad, competencia que la reforma constitucional de 2005 excluyó de su ámbito, radicándolo de manera exclusiva y excluyente en el TC.
Este caso se suma a un conjunto de conflictos que se han observado en los últimos años entre los tribunales de justicia y el TC en sede de inaplicabilidad. Sin embargo, aquí el problema es más profundo. No se trata solo del deber de cumplir las decisiones del TC, sino de respetar la distribución constitucional de funciones. En el modelo chileno, corresponde al Tribunal Constitucional decidir si un precepto legal puede aplicarse en un caso concreto cuando sus efectos resultan contrarios a la Constitución. A los tribunales del fondo les está vedado asumir ese rol, aun cuando discrepen del resultado o consideren insuficiente el pronunciamiento del órgano especializado.
Esta decisión de la Corte Suprema resulta especialmente preocupante porque invade el ámbito competencial del TC, y lo hace en medio de una crisis de legitimidad y de desconfianza creciente de la ciudadanía en el Poder Judicial.
Lo ocurrido en el caso Crisóstomo nos recuerda que la supremacía constitucional también se garantiza con el respeto institucional a las competencias que la Constitución fija. Cuando ello no ocurre, los puntos de tensión dejan de ser excepcionales y se transforman en síntomas de un problema estructural que amerita ser atendido incluso en los momentos políticos más álgidos. Más que un choque de trenes —como otros que analicé en columnas anteriores—, este caso sugiere algo más grave: un posible descarrilamiento en nuestro sistema de control de constitucionalidad.
Por Miriam Henríquez, decana Facultad de Derecho, Universidad Alberto Hurtado
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