El año pasado me dejé casi 300 chuchos en unos AirPods Pro. El único motivo por el que no me conformé con los normales era la cancelación de ruido. No compré escuchar mejor la música. Compré no escuchar.
En el metro veo gente con auriculares de 15 euros que deben filtrar tanto como una cortina de ducha. El ruido del vagón, los músicos ambulantes, los tiktoks a todo trapo del anormal de al lado que tiene a bien hacerlos sonar. Todo eso es para quien no puede permitirse borrarlo.
Hace años trabajé en la cocina de una cadena de comida rápida. Ocho horas de voces superpuestas, planchas siseando, freidoras burbujeando, clientes gritando. Luego vino mi primer piso en Madrid, el que podía permitirme: escuchaba qué canal veía el vecino con total claridad. De sus pinchitos ocasionales mejor ni hablo. El ruido siempre me acompañaba. Ese ruido era un recordatorio de mi lugar.
Hubo un tiempo en que el ruido era sinónimo de potencia. Un V8 bramando, las teclas de una máquina de escribir, un teléfono fijo reventando el silencio de un salón. Hoy el ruido ya no impresiona. Se impone. Lo llevan contigo los motores, las obras, los camiones de basura, los vecinos de metro y de hogar sin escrúpulos. El silencio, en cambio, es lo que tienes que ganarte.
Las ciudades se han dividido en capas acústicas. Cerca de aeropuertos, los pisos valen menos. Al lado de una autopista, los alquileres bajan porque las ventanas tiemblan. En barrios con obras perpetuas, ambulancias de paso y contenedores de vidrio vaciándose a la una de la mañana vive quien no puede irse.
Los que sí pueden pagan triple acristalamiento, aislantes buenos, estudios acústicos previos a la compra y puertas que pesan como un coche. En los aeropuertos, las salas VIP no son VIP por tener un WiFi más rápido, sino porque no te comes el griterío y al ajetreo. Y en el AVE, el vagón silencioso no cuesta más dinero, pero solo hay uno. El silencio es lo que más escasea.
Porque no hablamos solo de decibelios. Hablamos de poder elegir. Siendo objetivos, mi vecino el de las canitas al aire no hacía tanto ruido. Lo insoportable era la imposición: no podía dejar de escucharlo, ni siquiera cuando realmente no me apetecía. Pagaba por vivir allí y aun así no podía reclamar silencio. Con los AirPods compré otra cosa: la posibilidad de decidir qué entra en mi mundo por un rato y qué no. Ese es el verdadero lujo moderno.
El estatus ya no se exhibe con coches ruidosos ni relojes que tintinean. Se exhibe, o mejor dicho, se oculta, con silencio. Vivir sin ser interrumpido, sin vibraciones, sin voces ajenas atravesando paredes demasiado finas. Poder cerrar el mundo cuando te apetece.
Mis AirPods no filtran ruido. Filtran realidad. Y esa capacidad, hoy, cuesta dinero.
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Mis auriculares me han enseñado algo incómodo: el silencio ya no es un derecho, es un privilegio
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Xataka
por
Javier Lacort
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