La victoria de José Antonio Kast no es sólo inédita para la derecha chilena, sino que inapelable. Si bien era un resultado que se esperaba hace meses, tanto en dirección como en magnitud, no deja de ser relevante. Surgirán varios exegetas tratando de encontrar una única explicación coherente, a pesar de que lo más probable es que sea un conjunto de las mismas. Pero las interpretaciones del triunfo no sólo sirven para explicarlo, sino para entender cuál es el camino que puede seguir el progresismo ante esta nueva etapa.
El triunfo de Kast correlaciona bastante bien con el plebiscito del 2022, tanto de manera territorial como de márgenes de votación. Kast supo encarnar bien ese descontento con el proyecto constitucional original, además de descolgarse hábilmente del fracaso maximalista que su partido llevó adelante en el segundo proceso. En cambio, Jara no pudo desprenderse del fracaso del 2022. Por más que trató de desmarcarse del gobierno en el que ella aportó algunos de sus principales logros, la gente no creyó en esa estrategia. Ahí, quizás, debieran estar los primeros aprendizajes.
La ciudadanía castigó, en ambos procesos constituyentes, a los proyectos maximalistas y con poca vocación de diálogo. Si bien el gobierno de Boric se vio forzado a cambiar el tono después del primero proceso, lo cierto es que el pecado original nunca se borró. Independiente de la realidad, este gobierno nunca dejó de ser visto como una coalición de arrogantes, con poca preparación y con desprecio a las tradiciones. Eso se refleja en algunas de las frases celebratorias de la derecha: “volvieron las corbatas”, “volvió el orden” o “se acabó el octubrismo zorrón”. El progresismo, supuestamente hábil en manejar los mensajes, perdió amargamente la batalla reputacional. Ese es el siguiente aprendizaje: las formas importan y las percepciones son realidad. Tomarse en serio esto es parte de la madurez.
Otro punto clave que consiguió la derecha es promover la idea de que el estallido social de 2019 fue el producto de una conspiración de izquierda destinada a romper con el sistema democrático. Da lo mismo que los dirigentes de izquierda no pudieran pisar Plaza Italia durante las protestas, ni los testimonios de ex autoridades del gobierno de Piñera que admitían que la oposición de ese entonces no tenía conocimiento ni control sobre las protestas. La chapa de “octubrismo” se usa para empatar moralmente el legado dictatorial del pinochetismo. Más allá de lo ridículo de la comparación, el progresismo debiese hacer un doble proceso reflexivo. Por una parte, comprender cuál es el rol que cumplieron durante el estallido y lo que vino hacia delante, desde una perspectiva constructiva y no autoflagelante. La frontera entre entender y justificar la violencia del 2019 se ve muy tenue ante la opinión pública y eso requiere reflexión. Por otra parte, la futura oposición debe insistir en que las condiciones sociales que llevaron al estallido siguen presentes, aunque aplastadas por percepciones de inseguridad. La pregunta por responder es cómo canalizarlas sin caer, de nuevo, en la violencia.
Por último, es importante no caer en el pesimismo insalvable. Gran parte de las agendas que defiende el progresismo siguen vigentes, desde los derechos sociales a los avances culturales. Esas agendas se verán amenazadas en el nuevo gobierno y se requiere una oposición despierta y hábil.
Por Javier Sajuria, profesor de Ciencia Política en Queen Mary University of London y director de Espacio Público.
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