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Reencuentros

Reencuentros

Memoria en blanco. Se diría que las buenas novelas son las que no se olvidan. La memoria, sin embargo, puede ser artera y al reencontrarme después de años con Adiós, hasta mañana (alguna recompensa tiene ordenar la biblioteca) me sentí culpable por lo poco que recordaba y lo mucho que había olvidado. La edición que tengo es del 2008, lleva el sello de Libros del Asteroide y es una novela gloriosa. Corta y gloriosa. Se ambienta en los primeros años del siglo XX, en el seno de una comunidad rural de Illinois, y trata de la amistad entrañable de dos granjeros vecinos. Sus esposas también simpatizan y la novela está narrada desde la perspectiva del hijo pequeño de uno de ellos, que fue amigo y compañero de juegos infantiles del hijo del otro. Ambas familias se quisieron mucho en un período de contornos paradisíacos, a pesar de los rigores de la vida de campo, hasta que un episodio de sangre, violento, feroz, un asesinato, provocado por la humillación y los celos, lo destrozó todo. Han transcurrido 50 años desde entonces y el narrador (que perdió a su madre en los días de la gripe española) ahora vuelve, apelando a sus recuerdos y a los lugares donde vivió su traumática experiencia. Volvió a encontrarse con su amigo del alma una sola vez, cuando había transcurrido poco más de un año de la tragedia, en el pasillo del instituto y, aun cuando si quiera se saludaron, ese momento marcaría el resto de su vida en términos de recriminaciones, dudas y culpas. El autor, William Maxwell, ya era una legendaria autoridad en las letras estadounidenses cuando la publicó en 1980: había estado al frente durante más de cuatro décadas como editor de ficción del New Yorker y fue el hombre que orientó, contuvo y estimuló a autores como J.D. Salinger, John Updike, John Cheever y Flaney O’Connor en el inicio de sus respectivas carreras. Temido, respetado, exigente y cultísimo, Maxwell se distinguió por una prosa despojada, aparentemente sencilla, aunque pulida hasta en sus menores detalles. Una prosa, por lo demás, de gran densidad lírica, que exige una lectura lo mismo detenida que concentrada. “Para los escritores de mi generación, esta novela de William Maxwell es el libro que a todos nosotros nos hizo pensar en la necesidad de escribir una novela corta y nos convenció de que podíamos escribirla. ¡Pero qué modelo más inalcanzable!”. El juicio es nada menos que de Richard Ford.

Cuestión de gratitud. Es ya la octava película de la serie Misión imposible y en La sentencia final, Ethan Hunt vuelve a correr, a saltar, a volar, a disparar, a caerse y a salvarse justo antes de la hecatombe, como en sus mejores días. Sin embargo, Tom Cruise ya tiene 62 años y, aunque le sigue apasionando tomar más riesgos de los recomendables en los rodajes, el tiempo no ha pasado en vano. Es verdad que sigue siendo un prodigio de energía y vitalidad, pero hay que reconocer que el bótox le ha borrado líneas importantes de expresión. Esta vez el héroe debe vérselas con la inteligencia artificial y ha de sumergirse en las profundidades oceánicas para sacar la película a flote. Ya sería hora de irle agradeciendo a Cruise, soberano del cine de acción, hijo o nieto si se quiere de Harrison Ford en este género, las horas de entretención químicamente pura que ha entregado vía esta serie en los últimos 30 años. Son películas que reivindican el viejo Hollywood, el de los grandes espectáculos, el de cintas tal vez impersonales, pero realizadas desde la opulencia, a todo lo grande, lo ancho y lo alto. Ocurre además que, cienciología aparte, Cruise es un actor con grandes películas en su carrera. Tenía 21 años cuando actuó en The Outsiders (Ford Coppola) y Negocios riesgosos (Paul Brickman): 24 en Top Gun (Tony Scott) y El color del dinero (Scorsese); 37 en Ojos bien cerrados (Kubrick) y Magnolia (Paul Thomas Anderson) y 40 cuando hizo Minority Report (Spielberg). Más que suficiente. Si esto no califica para la nobleza hollywoodense, significa que la ingratitud nos está corroyendo.

Notable. No es casualidad que uno de los textos políticos fundamentales del siglo XX, Hacia la estación de Finlandia (Debate, 2021, 590 págs.), haya salido de la pluma de uno de los grandes críticos literarios de los Estados Unidos: Edmund Wilson (1895-1972). El libro es un viaje por los paraísos e infiernos de la pasión por la igualdad y se remonta a historiadores europeos (Michelet, Renan, Taine) que se interesaron por la tradición revolucionaria; continúa con Marx, Engel y los primeros marxistas, y cierra con los hombres que hicieron la Revolución Rusa, particularmente Lenin y Trotsky. Lo que distingue al libro es el vívido retrato de estos y otros caracteres. Tal como Michelet, Wilson escribe “acompañado por los siglos de los muertos, que le prestaron su fuerza y su fe de tal modo que puede despertarlas en los vivos”. A pesar de cierta condescendencia con esa experiencia revolucionaria, que él mismo reconoció años después, su libro es un clásico.

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LaTercera.com

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