“Nunca he enterrado a alguien que había sido enterrado antes”. Esas fueron las palabras del sacerdote que ofició la ceremonia de despedida Michael Meaney. Constructor irlandés nacido en 1935, murió en 2003, pero como dijo el cura, ya había sido enterrado antes. Fue en 1968, cuando tenía 33 años y una multitud se reunió en el barrio londinense de Kilburn para ver cómo Meaney era enterrado vivo.
No por castigo o por accidente, sino por moda.
El vivo, al hoyo. En una época sin TikTok, la moda era ver cómo la gente hacía cosas extrañas en grupo y en espacios públicos. Había concursos de baile que se alargaban hasta que nadie podría más. La gente competía por ver cuántos cabían en una cabina telefónica. Y otra moda eran los entierros voluntarios.
Un nombre célebre fue el del tejano Bill White, “El cadáver viviente”, y básicamente consistía en personas que se aislaban de la forma más extrema: dentro de un ataúd, con kilos de tierra encima y con alimento y bebida que les llegaba por un tubito. La idea era marcar un récord y ganar algo de fama con ello, y Michael Meaney buscó esa fama.
“Mick”. Nacido en Tipperary, Irlanda, Meaney era un hombre corpulento. “Tenía la fuerza de diez hombres”, afirmaron algunos, y cuando emigró a Londres buscando oportunidades, lo aprovechó. Se hizo boxeador, pero tras un accidente laboral, una lesión en la mano le impidió continuar su carrera.
Durante la recuperación, se entrenó para no pensar en el dolor y se le ocurrió una idea: si había entrenado la mente para no distraerse ante situaciones así, quizá podría aguantar más que nadie enterrado bajo tierra. Más que nadie vivo, claro.
Logística. El 21 de febrero del 68, organizó una cena en el pub The Admiral Lord Nelson a la que invitó a la prensa y a quien quisiera asistir. Se dieron el atracón como ceremonia final y Meaney fue enterrado vivo. Aquí hay varias líneas rojas: no sólo el propio hecho, sino que no se lo dijo a su mujer, embarazada y quien se enteró cuando dieron la noticia por la radio.
El ataúd medía 1,90 metros de largo, 76 centímetros de ancho y 61 de alto. Tenía un agujero por el que Mick hacía sus necesidades en un recipiente con cal para que no oliera tanto, se le podía pasar comida y el interior estaba forrado con espuma para que fuera más cómodo.
Entrevista de ultratumba. Fue enterrado a unos tres metros de profundidad y tenía la intención de aguantar 100 días. Casualidades de la vida, en Texas Bill White también estaba haciendo lo mismo en ese momento (ya dije que se ganaba la vida así). Lo que era una prueba de resistencia y una búsqueda de fama se había convertido en una competición.
Aparte de comer, cuando amanecía pilló la rutina de hacer unas flexiones (hasta donde dejara el espacio dentro, claro) para mantenerse activo, y también tenía una luz que le permitía leer. También tenía su crucifijo.
¿Lo sacamos a la fuerza? En la superficie, había momentos de más actividad que otros. Hubo quien se acercó a charlar con Meaney a través de la línea telefónica que desplegaron, también le bajaron una cámara por el tubo para que se hiciera un selfie. Pero el lugar no siempre estaba vigilado (tampoco iba a ir a ninguna parte) y en una ocasión un camión que pasó por ahí comprimió la tierra recién amontonada, amenazando la integridad de Meaney.
Alguien se dio cuenta e intervino, pero había cierta preocupación por el estado del joven y el caso llegó hasta la Cámara de los Comunes, donde se discutió si debían tomar cartas en el asunto y sacar a Meaney en contra de su voluntad.
A la superficie. Al final, optaron por estarse quietos, pero no todos quedaron impasible. Uno de sus amigos, el que lo ayudó a enterrarse, de hecho, insistió en sacarlo cuando había cumplido 61 días en el hoyo. Había ganado a White y él decía que quería estar más de 100 días ahí, pero no se lo permitieron.
Tras media hora cavando, el ataúd asomó y, con sonido de gaitas, una procesión llevó a un Meany que saludaba con la mano cubierta de tierra a través del agujero hasta el pub Admiral Lord Nelson. Cuando abrieron la tapa, un Mick más delgado, con gafas de sol para evitar el deslumbramiento y con una tupida barba, confesó que se sentía genial y que sólo había echado de menos más conversación.
Castañazo monumental. El problema es que, si hizo todo esto buscando cierta fama inmediata, no sirvió de nada. Nadie llamó a los auditores de los récords Guinness, por lo que no podían otorgar un reconocimiento oficial. ¿Recuerdas que Bill White se había vuelto a enterrar justo a la vez que Mick? Pues si el irlandés salió a los 61 días, el tejano lo hizo a los 62 y 22 horas.
Tampoco consiguió monetizar la fama. Le prometieron dinero por realizar algunas apariciones, pero en julio de ese año declaró que no tenía un penique.
Todo un “ejemplo”. Aun así, Mick fue considerado una especie de héroe local y ganó el tener una historia que contar. Su “hazaña”, y la de los que lo precedieron (con personas que llegaron hasta los 147 días), era un peligro para la salud tanto física como mental de los que emprendía el viaje, tanto que hasta el Guinness decidió en 1991 dejar de dar importancia a estas acciones con el objetivo de no fomentar la competición.
Aunque viendo algunos retos en redes sociales, la cosa no ha cambiado mucho desde la moda en la que había quien se enterraba con vida para intentar monetizar la hazaña. Y si quieres saber cómo es ser enterrado vivo, siempre tienes un simulador.
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La noticia
Un irlandés de 33 años se enterró vivo en 1968 con la idea de ganar fama y fortuna: pasó dos meses bajo tierra
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Alejandro Alcolea
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