En la fría, vasta y desolada taiga siberiana uno esperaría encontrarse abetos, arces, riachuelos y hectáreas cubiertas de cieno helado. Tal vez (con suerte) algún pso o lobo solitarios. Lo que nadie incluiría en esa lista es lo que descubrió hacia mediados de 1978 una expedición que sobrevolaba una montaña situada a más de 240 km de cualquier rastro humano. Allí, en mitad de la cordillera de Abakán, un grupo de geólogos se topó con una familia que llevaba 42 años aislada.
Su historia aún fascina a día de hoy.
¿Y esa cabaña? Una pregunta tal que así debió de hacerse hace 47 años un grupo de geólogos soviéticos que sobrevolaba la taiga siberiana, una zona rica en reservas de petróleo, gas y mineral. Corría el verano de 1978 y el equipo, liderado por Galina Pismenskaya, recorría en helicóptero una región de Siberia situada a 160 km de la frontera con Mongolia cuando el piloto vio algo entre los árboles. Algo inesperado. Una rudimentaria cabaña con un pequeño huerto.
En la mayor parte del planeta una imagen así no tendría mayor interés, pero el equipo de Pismenskaya estaba supuestamente en una zona despoblada. De hecho a las autoridades soviéticas no les constaba que allí viviera nadie. Se suponía que las casas más próximas estaban a más de 200 kilómetros, así que la pregunta era obvia... ¿Qué diablos hacía allí aquel chamizo, levantado al lado de un arroyo, entre árboles? Tanto les intrigó que los geólogos decidieron aterrizar.
"Venimos de visita". Las impresiones de Pismenskaya y sus colegas al acercarse a la cabaña las conocemos gracias a Vasily Peskov, un periodista y viajero ruso que más tarde entrevistaría a los protagonistas de aquella historia para recogerla en un libro. Al aterrizar los investigadores se encontraron con una caseta fabricada con lo poco que ofrecía la taiga: cortezas, ramas, troncos y trozos de madera ennegrecida por la humedad. En un lado asomaba una minúscula ventana. En otro lado había una puerta por la que asomó un anciano.
"Como salido de un cuento de hadas", relataría tiempo después Pismenskaya, quien recordaba que el hombre estaba descalzado, vestía una camisa y pantalones llenos de remiendos y lucía una barba despeinada. "Parecía asustado. Debíamos decir algo, así que empecé: '¡Saludos, abuelo! Hemos venido a verle'".
El caso es que aquel anciano no estaba solo. Al entrar con él en el chamizo los geólogos descubrieron que vivía con sus cuatro hijos. Todos compartían aquella construcción de madera sin habitaciones, ennegrecida por el humo, fría y con el suelo cubierto de cáscaras. Al ver a los recién llegados una de las jóvenes se puso a rezar, asustada. Otra, escondida tras un poste, acabó desplomándose del sofoco. Lógico. La familia llevaba cuatro décadas sin ver a ningún otro humano.
Pero... ¿Qué hacían allí? El anciano en cuestión se llamaba Karp Osipovich Lykov y el hecho de que viviera allí, en condiciones casi medievales, a cientos de kilómetros de cualquier atisbo de civilización y rodeado únicamente de sus hijos, se explica a la luz de lo ocurrido en la Rusia de comienzos del siglo XX.
Al igual que su familia Karp era un Viejo Creyente, miembro de una iglesia escindida del cristianismo ortodoxo que abrazaba la antigua liturgia y cánones eclesiásticos. El camino de los correligionarios de Karp se había separado de los ortodoxos rusos ya en el siglo XVII, tras la reforma de Nikon, lo que los convirtió en parias. Así había ocurrido en tiempos de Pedro I... y con los bolcheviques.
Buscando refugio. A los Lykov esa persecución les afectó directamente. Hacia 1936 una patrulla disparó al hermano de Karp a las afueras de la aldea en la que vivían, así que el hombre tomó una decisión radical: reunió a su mujer Akulina y los dos hijos que por entonces tenían (Savin, de nueve años, y Natalia, de dos) y se escapó al bosque. Literalmente. Se alejó cuanto pudo. Sin mirar atrás.
En su huida la familia se llevó un equipaje formado por un puñado de semillas, una rueca rudimentaria, un par de jarras para hervir agua y la ropa que vestía. Lo justo para sobrevivir. Una vez en la taiga, Karp, Akulina y sus vástagos levantaron una cabaña con lo que tenían a mano, montaron un huerto y siguieron con sus vidas, una existencia marcada por sus creencias religiosas y el aislamiento.
En 1940 el matrimonio tuvo a su tercer hijo, Dmitry; y cuatro años después y a pesar de todas las privaciones de la taiga nacía la cuarta y última hija, Agafia.
De espaldas a la historia. Los Lykov siguieron con esa vida hasta que el helicóptero de Osipovich los localizó, en 1978. Quizás suene extraño, pero la familia se había asentado en un lugar particularmente inhóspito. Nadie los vio antes porque nadie buscó. A medida que se encontraba con dificultades Karp y Akulina fueron desplazándose, adentrándose en la taiga y alejándose cada vez más de las aldeas, hasta asentarse a más de 240 km de la civilización.
¿Guerra, qué guerra? Las consecuencias de aquel aislamiento son obvias. Para los Lykov el tiempo, la política, la ciencia… Todo se detuvo en seco en 1936. La familia no sabía que Europa se había visto sacudida por una Segunda Guerra Mundial, ni que el hombre había pisado la Luna en 1969, tampoco estaba al tanto de la carrea espacial, no le sonaba el nombre de John F. Kennedy, ni los Beatles… Algunos miembros de la familia se maravillaron al ver un televisor o artículos aparentemente tan sencillos como las cerillas o un rollo de celofán.
Fascinante sí, bucólico no. Los 42 años de aislamiento de los Lykov tuvieron sin embargo poco de bucólico. Su cabaña estaba construida al lado de un arroyo y el bosque les ofrecía madera, fruta e incluso caza, pero las duras condiciones de Siberia los sometía a una prueba constante. Sobre todo los primeros años.
Agafia llegó a contar cómo hacia finales de la década de 1950 la familia se enfrentó a sus peculiares "años del hambre", durante los que debían decidir si comer lo poco que cosechaban o guardarse parte de las semillas para cultivarlas al año siguiente. "Teníamos hambre todo el tiempo", reconoce. Años después la familia sufrió una helada tan fuerte que perdió su huerto y no le quedó otra que comer el cuero de sus zapatos. De hecho Akulina, la madre, había fallecido en 1961, por lo que nunca llegó a encontrarse con los geólogos soviéticos.
¿Y qué pasó con ellos? Los Lykov se hicieron famosos. Su histórica cautivó a periodistas como Vasily Peskov, quien les dio notoriedad, y la familia se vio obligada a reconectar en parte con la civilización. O así fue en parte.
Smithsonian Magazine cuenta que cuando se encontró con los geólogos, Karp solo les pidió una cosa: sal. Con el tiempo los Lutok aceptaron más comodidades, como ropa, grano, una linterna, ayuda con las cosechas, aunque esa nueva etapa no duró demasiado. En 1981 tres de los cuatro hijos fallecieron. Se ha especulado sobre la posibilidad de que el contacto con gente ajena a la familia los expusiese a enfermedades para las que no estaban inmunizados, pero la realidad es que dos murieron por insuficiencia renal y uno, Dmitry, a raíz de una neumonía.
"No se puede respirar". De los Lykov solo sobrevivieron el patriarca, el anciano Karp, y Agafia, quienes se negaron a dejar la taiga para disfrutar de las comodidades de los pueblos y acomodarse con los parientes que todavía vivían. Karp falleció en febrero de 1988, dejando sola a la menor de sus hijas, que al menos hace unos años seguía viviendo en el mismo entorno en el que se crio.
Eso sí, Agafia disfruta de algunas comodidades extra con las que no contó en su infancia, como una cabaña confortable, la ayuda de voluntarios y un teléfono que evita que permanezca aislada del todo. A diferencia de alguno de sus hermanos ella ha tenido la oportunidad de comprobar en primera persona cómo son las ciudades modernas, aunque no acaban de convencerla. "No se puede respirar".
Imágenes | 3DJ, Wikipedia 1 y 2
Vía | 3DJ
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La noticia
Una familia rusa vivió más de 40 años aislada en Siberia. No se enteró de la Segunda Guerra Mundial ni la carrera espacial
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Carlos Prego
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