Columna de Alfredo Jocelyn-Holt: ¿Divina ciencia?

Columna de Alfredo Jocelyn-Holt: ¿Divina ciencia?

Ahora que de nuevo sesiona el Congreso Futuro, ¿será posible desconfiar de la ciencia sin pasar por estúpido? Por supuesto. C. P. Snow, en los años 1950, se refirió a “las dos culturas”-humanística y científica-como polos opuestos, habiendo sobrevenido entre ellos “un abismo de incomprensión mutua” por hostilidad, ignorancia e incapacidad de entenderse. Y eso que en medio de la Postguerra y antes, años 30, se vivía una suerte de “época isabelina” científica. De no creerlo, la grieta igual existió y persistiría.

El purismo científico siempre ha preferido el Medioevo por su veta aristotélica, al Renacimiento, cuna del humanismo. Este último despreciado porque sus adelantos filosóficos se limitaron a la política y ética, el neoplatonismo y una que otra figura excepcional (Copérnico), no suficiente. La filosofía natural respira más aliviada llegado el siglo XVII con Galileo, Descartes, y Kepler. Y con el positivismo de Comte, el cientificismo siente que arrasa, desde el momento que la historia reniega de su carácter humanista y diviniza la ciencia, el método, las “leyes históricas”, institucionalizando fatales errores en la academia. De ahí la farsa de exigir a profesores de humanidades papers y sea esa la única manera de medir rendimiento de ese espejismo intelectual que llaman “investigación”. Por su parte, la destrucción masiva, en potencia apocalíptica, de la tecnología bélica en el siglo XX, basada en avances científicos asombrosos a la par que de terror, ha dado motivos de sobra para no creerse el cuento cientificista con ojos cerrados. Debemos a Jaspers el habernos recordado que el hombre es siempre más de lo que se sabe de él científicamente.

Conforme, vale guardar cierto sano escepticismo, estar atento a lo de la inteligencia artificial, pero a la hora de los quiubos, exámenes y tratamientos médicos, ¿qué tan insistente le cabe ser a uno? Tanto como para sostener que no es sólo la ciencia que opera, que detrás hay personas cuerdas, no sólo pacientes entregados a desalmados. Ahí pienso en médicos, la profesión más humanista, y entre ellos quienes se sirven de algo más que la ciencia, por ej. Axel Munthe que construyó la villa San Michele, esa maravilla en Anacapri, y el doctor Rieux en La Peste de Camus.

¿De quién depende además la cura? De la disposición positiva del paciente, no sólo del aparato tecnológico, y repare usted cuánto incide el entorno. Me asombro cada vez viendo imágenes del sanatorio antituberculoso de Alvar Aalto en Paimio, Finlandia. Me sobrecogen la antigua Clínica Santa María, las viejas dependencias del Hospital del Salvador, la Clínica Las Condes cuando comenzó (buena cosa que cambie de dueños), y la Clínica U. de Los Andes, que me evoca la Montaña Mágica de Thomas Mann, y desde donde se tiene la más espectacular vista del Manquehue.

Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

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LaTercera.com

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