Columna de Álvaro Pezoa: Mayo del 68 y la revolución democrática

Columna de Álvaro Pezoa: Mayo del 68 y la revolución democrática

La revuelta de mayo del 68 expresó una filosofía de fondo que pretendía llevar a sus últimas consecuencias la ideología democrática plasmada en las revoluciones norteamericana y, especialmente, la francesa del s. XVIII. Lo ocurrido en 1968 fue no solo radical, sino que peculiar, pues la realizaron los “hijos de papá” democráticos, que no estaban acostumbrados a la dureza de la vida; por ello, se les pudo ocurrir “exigir” -la palabra “pedir” desapareció del lenguaje político- total libertad e igualdad.

Como afirma Rafael Alvira (2011, 2024), durante el siglo XX, al no comparecer la “mano invisible” que rectificaría de por sí los desajustes originados por la sociedad liberal, parecía hacer falta una mano visible: el Estado. Este tenía que encargarse de hacer real la fórmula del nuevo humanismo democrático: los seres humanos somos libres e iguales. En esto, liberalismo y socialismo coinciden en la fórmula, pero difieren en el método para alcanzarla. Fracasado aparentemente el camino liberal, solo quedaba abierto el socialista; pero, a su vez, este condujo al Gulag. Tras el desencanto con el liberalismo y el socialismo real, a la democracia le quedaba prácticamente una sola opción: resucitar la utopía anarquista. El sesentayocho fue en buena medida eso; creyó madura la sociedad para -al menos entre las generaciones jóvenes- instaurar el ideal democrático de libertad e igualdad sin restricciones. Con ello, se vio enfrentado desde el primer momento con la tarea de explicar algunas dificultades fundamentales: justificar la posibilidad de una libertad y una igualdad humanas absolutas y, consiguientemente, la realización de ambas en el contexto de una sociedad política democrática.

El concepto de libertad absoluta es paradójico. Si se es libre de algo, se presupone ese algo, y si se es para algo, se presupone igualmente la idea de aquello que se quiere alcanzar. Es decir, no puede librarse de los condicionamientos y, por lo tanto, no es absoluto. Si se mantiene que lo absolutamente absoluto es la fuerza misma de la libertad, el problema es que no hay potencia sin resistencia y, por consiguiente, tampoco desde ese punto de vista es absoluta. En fin, la libertad absoluta -por lo menos, la humana- no resulta realizable.

La idea de igualdad absoluta, llevada a sus últimas consecuencias, es también una imposibilidad, pues al no ser identidad, supone el absurdo de dos realidades absolutamente iguales menos en su existir mismo, pero ello haría imposible cualquier relación y, así, la idea misma de igualdad. La incomunicabilidad absoluta es ilógica.

Mirada la cuestión de una forma complementaria, la libertad absoluta no debe responder a nadie: es esencialmente irresponsable; y la igualdad absoluta supone que puede evitarse toda relación de subordinación. Es insensato. Lo que resulta es la utopía igualitarista individualista, la nunca satisfecha “revolución democrática”. En ella sigue hasta hoy inmersa la política (también la chilena), con todos sus dislates y perjuicios.

Por Álvaro Pezoa, director Centro de Ética y Sostenibilidad Empresarial, ESE Business School, U. de los Andes

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LaTercera.com

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