Columna de Ascanio Cavallo: Pobreza
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Columna de Ascanio Cavallo: Pobreza
El reciente Informe de Política Monetaria (IPoM) entregado por el Banco Central es el más sombrío en muchos años. Ni siquiera ese lenguaje desdramatizado, antibiótico, que es su marca de estilo, consigue quitarles el filo a las dos conclusiones más importantes del fin del año: el país pasa por momentos malos y los que vienen en el corto plazo serán peores.
Es cierto que las tendencias estructurales que está mostrando la economía se han incubado a lo largo de 10 años, lo que quiere decir que involucran a tres gobiernos (Bachelet II, Piñera II y Boric). Lo que ocurre hoy es la cristalización de ese deterioro, lo que hace imposible que alguno de esos gobiernos, y en forma prominente el actual, se pueda declarar inocente.
También es verdad que estos 10 años coinciden con la llamada “década oscura” de la economía mundial. Pero tampoco esto libera de responsabilidades: el deber de los gobiernos es anticiparse, como lo hicieron los ministros Nicolás Eyzaguirre en las postrimerías de la crisis asiática y Andrés Velasco ante la mucho peor crisis subprime. Lo que se ha hecho ahora último es tratar de impedir que la caída sea mayor, pero poco o nada para revertir la situación, acaso porque esto supondría medidas radicales para las cuales no habría espacio en la muy divergente coalición de gobierno.
El país está gastando más de lo que gana desde hace ya 16 años. Ese gasto estuvo relativamente controlado en los primeros momentos, cuando la deuda bruta del gobierno llegaba a 3,9% del PIB. Hoy está en 41,6% y es posible que se descubra que en este fin de año ha llegado al 45%. Chile, que fue un país prestador, ahora es un cliente endeudado. Regresó al pantano de proyectos fallidos llamado Latinoamérica.
El ministro Marcel discute con los analistas si Chile crecerá un 2,4% o un 2,1%. Es un debate de migajas. Con esas cifras, cualquiera de las dos, más ciudadanos regresan a la pobreza, más personas se hunden en deudas, más familias retroceden. Esa es la importancia del crecimiento, lo que ni siquiera alcanzaba a divisar el ejército de cuadros jóvenes que entró al gobierno el 2022.
Lo del ejército no es una metáfora. Los empleados públicos son ahora el 23% de la fuerza de trabajo (1,2 millones en total) y han aumentado en un 7,1%, el doble o más que cualquier otro sector de la economía. No es un área vibrante: en promedio, durante los últimos tres años estos funcionarios han tomado 34 días de licencia (versus 14 del sector privado). Estas cifras están todavía lejos de las del neoperonismo de los Kirchner en Argentina, ni tampoco comparten sus bordes de corrupción, pero Chile nunca se comparó con esa tradición. Lo que tiene es un Estado fofo.
Es posible que desde el punto de vista de la conducción económica, esto haya evitado un mayor desempleo, aunque el 8,5% (9% en mujeres) en que está se ha vuelto estructural. Desde otra perspectiva, el empleo público refleja la voluntad de una generación que combina la repulsión con el miedo hacia el sector privado, que le parece más riesgoso y más exigente. Muchos de los líderes de esta generación no han trabajado nunca fuera del Estado y su desprecio por el mundo privado se trasluce en todas las capas del gobierno. Por eso los llamados presidenciales para aumentar la inversión no logran ningún efecto: los privados -empresas y profesionales- perciben que el Estado se ha convertido en su enemigo, como lo fue, de otra manera, para los opositores durante el régimen de Pinochet.
La base de la expansión del Estado que promueve la socialdemocracia es que ella eleve la calidad de los servicios para los ciudadanos. En manos del Estado, esos servicios serían más igualitarios, justos y eficaces. No es lo que ocurre en Chile. Un estudio del Banco Mundial sobre efectividad del gobierno indica un retroceso de 15 puntos en 11 años, una cifra que los inversionistas externos miran con atención. Es otra razón para que la única inversión externa que crece es la minera. Chile se refugia cada vez más en su materia prima clásica, el cobre, y pierde su capacidad de diversificarse.
¿Cómo se paga todo este sobregasto? Con impuestos. En 15 años, los impuestos corporativos pasaron de 17% a 27% y llegaron a los niveles más altos de la OCDE. Aún así, el fin del 2024 presencia una frenética actividad de las autoridades para recaudar más y más, casi por cualquier pestañeo, con un proyecto de reforma tributaria cuyo objetivo es presionar a los contribuyentes, al margen de si han logrado producir más o mejor. El régimen tributario también rema en la dirección contraria de las invocaciones presidenciales, que parecen no registrar la contradicción entre su eslogan (“los que tienen más deben dar un poquito más”) y la denuncia del “pesimismo ideológico”. Por eso también se ha infiltrado en el debate sobre la reforma previsional la sospecha de que uno o más fragmentos de ahorro entregados al Estado podrían, en algún momento, tentar a un diputado exhibicionista o a un funcionario estresado a promover un zarpazo sobre los fondos de jubilación. Puede ser una idea paranoide, pero ¿acaso no la oxigena el galope del endeudamiento estatal?
El Banco Central ha advertido que en el primer semestre del 2025 la inflación podría llegar al 5%, para ceder en el segundo. O sea que la cadena de efectos deprimentes de la inflación sobre la vida cotidiana no se detendría todavía, en línea con lo que ha pasado en el resto del mundo. El propio Banco Central parece un poco desconcertado frente a este fenómeno, aunque lo más desconcertante es que al Estado le resulte indiferente.
El problema de tratar de cambiar una economía fundamentalmente capitalista es que primero hay que entenderla. Aunque hay signos de que el gobierno de Boric ha retrocedido desde sus vehementes ideas iniciales, se trata de una reflexión sumamente dispareja. Hay en este gobierno demasiada gente que manda y demasiada poca coordinación interagencias. Más que la situación del mundo, esta es una explicación de fondo para que el gobierno esté expuesto a salir, dentro de un año y medio, con los promedios más bajos de expansión desde 1990 y se vaya a tener que comparar con los depresivos comienzos de los años 1980.
O, en una sola palabra, pobreza.
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