Columna de Ascanio Cavallo: Tohá en su casa

Columna de Ascanio Cavallo: Tohá en su casa

La gente cree que Carolina Tohá es la ministra que más influye sobre el Presidente. A juzgar por el manejo del caso Monsalve, no es así. Más aún: se puede decir, sobre la base de sus declaraciones ante el Congreso, que la evolución del caso hubiese sido completamente diferente si Tohá hubiese contado a tiempo con la información que tenía el Presidente. Pero esa información le fue escamoteada en forma deliberada, no por mera casualidad, hasta que las cosas ya se habían echado a perder.

Tampoco parece posible que hubiese podido ser la más influyente desde el comienzo. El Presidente confía principalmente en sus amigos y secundariamente en los que pudieron ser sus abuelos, conforme al patrón de la generación a la que pertenece. Tohá, en cambio, podría haber sido su madre. Forma parte de la generación a la que el movimiento estudiantil del 2011 quería jubilar, junto con esos partidos a los que detestaba. No se imagina uno a Gabriel Boric militando en el PPD, ni a Tohá en el Frente Amplio.

Tohá entró al gobierno hacia fines de septiembre del 2022, días después de que el proyecto de la Convención Constitucional -que apoyó con toda clase de reparos- fuese rechazado en forma apabullante. Debió reemplazar a la persona menos adecuada que haya estado en ese cargo, Izkia Siches, e integrarse a un gobierno cuyo proyecto y programa acababan de ser derrotados.

En esos días se entendió a qué llegaba Carolina Tohá, en primer y segundo lugar: a poner la cara. Debía ser el contrafuerte del Presidente, si se tratase de un gobierno convencional. Pero, también, mucho más que eso: sería el imperio del buen criterio en un domicilio carenciado de ese tipo de bienes.

Tohá pertenece a una dinastía política y se siente parte de una tradición -la de izquierda-, es decir, de una especie de río subterráneo que se lleva las decepciones y los fracasos, y clasifica a los amigos y rivales, un poco al margen de la historia, un poco al costado de las contrariedades. Ese río orienta sus decisiones, sólo que, en su caso, lo hace a veces con crudeza: a mediados de la década pasada, Carolina Tohá sentía que los partidos de la izquierda se habían sumido en una profunda decadencia, no tanto por sus proyectos, sino por el personal que estaban reclutando, el pobre debate que libraban, el triste espectáculo del personalismo de a peso el kilo. La irrupción de los jóvenes, aunque fuese con nuevos partidos, le pareció una esperanza. El río, de nuevo.

En una curiosa intervención de agosto del 2022 (la presentación de La historia oculta de la década socialista), días antes de aceptar el Ministerio del Interior, declaró su convicción de que, observados con el lente largo de la historia, el gobierno de Lagos y los dos de Bachelet serían vistos como una continuidad, “y me gusta pensar, y tratar, de que tenga un nuevo capítulo en el gobierno actual”.

Como otros hijos convertidos en padres, ella ve continuidad donde sólo ha habido desgarros, pero nadie podría refutarla, porque habla desde el futuro y porque, como alguna vez escribió John Le Carré, “¿quién es el que, después de destrozarse la vida, de sacrificarlo todo, da media vuelta diciendo ‘no valía la pena’?”. En realidad, esa continuidad es el laguismo, del que Carolina Tohá es la más vívida y dedicada representación.

Tohá asumió el Ministerio del Interior para ser fiel a esa idea y también al Presidente que la nombró, en el que probablemente ve el mismo fervor y la misma ingenuidad que ella pudo tener en su juventud temprana, aunque para entonces Tohá enfrentaba a Pinochet, no a Johannes Kaiser. Tenía en mente para esa decisión cinco principios que debería repetir una y otra vez ante sus compañeros de La Moneda. El primero es que los gobiernos no se miden por la proporción del programa que logran cumplir, sino por la aplicación de sus principios conforme a los límites que impone la realidad (“el baño de realidad”). El segundo es que los errores o las inconductas dentro del gobierno no se juzgan por su ausencia, sino por la forma y la capacidad para enfrentarlos; el caso Monsalve ha sido una desgarradora confirmación de esa otra confrontación con la realidad dentro del bando de los que viven conformes con sus propias virtudes.

El tercer principio es que la política siempre envuelve desencuentros, pero también nuevas amistades, y ambos suelen ser impensados; la idea de enemigos inherentes es tan infantil como la de los amigos incondicionales, acaso un eco de esos sentimientos primarios que el psicoanálisis llamaría “transferenciales”. De igual manera -cuarto principio-, en la política se toman (las menos de las veces) grandes decisiones, junto con otras más pequeñas y más frecuentes, cuyo “efecto mariposa” les confiere un nuevo tamaño. Por lo tanto, hay que cuidarlo todo: el gobierno como cristalería.

El último principio bebe directamente del corazón del laguismo: no hay grandes presidentes sin decisiones de alto riesgo, incluso las que van en contra de su propia manada.

En dos palabras: realismo y grandeur, las dos más alejadas de la generación que llegó al poder, las que menos la inspiran, las que más tardarán en imponerse, a pesar de que sean también las principales lecciones de su cuatrienio. Son estas cosas las que han construido la relación de relativa complicidad que hoy tiene Tohá con el Presidente y en el año y pico que resta serán determinantes para su manera de dejar La Moneda.

Tohá llegó al ministerio más difícil del gabinete y ha tenido menos ayuda que muchos de sus antecesores. Pero, al mismo tiempo, ha tenido más éxito, al menos si se lo mide por la cantidad de proyectos complicados que ha logrado aprobar, sobre todo en materia de seguridad. En realidad, ese buen récord es un reflejo, no tanto de la calidad de los proyectos, sino de la confianza que Tohá es capaz de proyectar, incluso en un Parlamento caótico.

De modo que, vistas las cosas de esta manera, la gente sí tiene razón, la ministra Tohá es la más influyente del gobierno, no a la manera de los consiglieri que hablan a la oreja del Presidente, sino como la proveedora de un sentido más grande que sí mismo, como el puente entre un pasado del que se siente orgullosa y un futuro que cree vislumbrar. No lo va a lograr del todo (y seguramente lo sabe), porque el gobierno es un enjambre de gente que quiere dejar constancia de su paso por la historia y un hormiguero de funcionarios que sirven a sus propias causas como a la Palabra Revelada (¿habrá una ministra más religiosa que Antonia Orellana?). Pero así son las cosas, eso es lo que finalmente le deparó el río subterráneo.

¿Será candidata presidencial? Sí, si no hay una alternativa que le parezca mejor. ¿Debió serlo antes? Sí, pero las condiciones eran otras. Y, de poder, será la candidata de una coalición muy similar a la actual, porque en su caos y su extensión reconoce la casa a la que ha pertenecido desde antes de nacer.

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LaTercera.com

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