Columna de Joaquín Trujillo: Cortafuegos
- 3 Horas, 24 Minutos
- LaTercera.com
- Noticias
Columna de Joaquín Trujillo: Cortafuegos

La Modernidad puede ser descrita como una sucesión de explosiones, seguidas cada una de incendios que fueron solo hasta cierto punto controlados. Empezando por la caída del último bastion de la Antigüedad, el Imperio Romano de Oriente a manos de un titán geopolítico (el Otomano), el hallazgo de un inmenso continente (América), la decepcionante certeza de que nuestro planeta no era el centro del universo (Copérnico) y, siglos más tarde, que la Vía Lactea era una galaxia entre muchas (Hubble), la proliferación de religiones perfectamente legítimas que se volvieron cada una hegemónica en su país (Reforma Protestante) y, luego, dispuestas a convivir en una misma nación (Estados Unidos de Norteamérica), etc. Estas tierras quemadas del etnocentrismo, por no decir provincianismo cosmológico, han tenido sus autorías confesas. Lutero, Calvino, Colón, Vespucio, filósofos ilustrados y científicos. Cada innovador tecnológico, cada emprendedor, intentará superar a su predecesor. Pues en la Modernidad los enanos crecen demasiado rápido sobre los hombros de los gigantes.
Sin embargo, toda plaga tuvo su depredador. El fuego propio contra el ajeno. Esos agentes de cambio portaron aparejados su contra-agente.
Pero eso no son más que caricaturas que elabora la pedagogía. Sin aspirar a prescindir de ellas, los grandes dibujantes saben por su oficio que siempre se las puede afinar.
Entre los incendios rivales de la Modernidad, los cortafuegos, esas veredas que impiden su propagación, han sido menos señalados cuando, en rigor, crecen en importancia.
Un ejemplo notable: Erasmo de Róterdam (1466-1536). Este archisabio de origen social oscuro, se transformó en el consejero más espectacular de los tiempos modernos recién inaugurados. Fue un refrigerador de ánimos encendidos en el momento en que los pueblos clamaban por enfrentarse en el Armagedón.
Erasmo no fue un moderado de ocasión, una bisagra chantajista de esas que rechinan a cada movimiento como si dijeran: sin mí no hay consenso alguno. Su neutralidad no fue aséptica ni berrinchuda. Sus doctrinas tuvieron un núcleo ardiente, sí, pero recubierto de un manto, una biósfera, un envoltorio para la vida. Fue acusado por católicos y protestantes de esto y de lo otro. Así y todo, sus ideas convencieron al pueblo fanático de por entonces: España. El “erasmismo” logró en esa antesala americana muchos adeptos reflexivos. Tanto que se dijo que el Quijote de Cervantes (la novela más importante de la historia) habría sido imposible sin esa atmósfera propicia. Todavía hace un par de décadas pude ver a los estudiantes del liceo leyendo su “Elogio de la locura” en la micro de regreso a casa.
Mientras Maquiavelo se escudaría en el realismo político para sugerir, queriéndolo o no, la inmoralidad política, Erasmo, muy por el contrario, en su libro dedicado al emperador Carlos V, “La educación del príncipe cristiano”, hizo lo contrario y, por sobre todo, algo más que eso: descubrió y explicó la conveniencia de la decencia, dos palabras que, como salta al oído, riman.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
Comentarios