Columna de Marisol García: Suena a chileno
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Columna de Marisol García: Suena a chileno
Todo regalo esconde un interés —a veces, muy legítimo—, aunque más aquellos que se intercambian entre autoridades. En la dadivosidad desde La Moneda es importante ser y parecer, pero también precaver.
Una fotografía del entonces presidente Ricardo Lagos entregándole un impecable charango a Bono motivó en el verano de 2006 la explícita molestia del gobierno de Bolivia (“nosotros no nos atreveríamos a enviar un moai como patrimonio”, comparó su viceministro de Cultura). Los símbolos culturales permiten muchas cosas, mas no la ingenuidad.
Gobernar es, entre otras cosas, elegir qué regalar. Para Emmanuel Macron, en visita oficial a Santiago el mes pasado, la decisión fueron discos del conjunto Quilapayún y la cantautora Mon Laferte. Suponemos que los vinilos de Sinfónico (2018) y Autopoiética (2023) se ofrecieron en ese encuentro bilateral como lazos de conexión entre los pueblos de Chile y Francia —sus historias recientes en la solidaridad compartida; sus tendencias actuales, ante un mundo hipercomunicado—, pero también como motivo de orgullo para lo que el gobierno representado en Gabriel Boric comprende es la música chilena de proyección internacional: así sonamos, o es así cómo queremos que la Comunidad Europea nos escuche.
¿Por qué esos discos y no otros? La pregunta parece circunstancial, pero abarca el tema ancho de los esfuerzos oficiales de proyección musical hacia el mundo.
Diversas iniciativas e instituciones con financiamiento público participan de uno u otro modo en conseguir que Chile suene a través del talento de sus músicos y quienes trabajan con ellos (investigadores, productores, maestros): la División de Cultura y Artes de la Cancillería (Dirac), con actividades y recitales en el extranjero; el Fondo de la Música (en algunas de cuyas líneas he participado como evaluadora), con pasajes que facilitan invitaciones de promoción, divulgación o estudios; la marca sectorial Chilemúsica, con la presencia en encuentros regulares para agentes de la industria; y el Observatorio Digital de la Música Chilena (al amparo del Fondo de Bienes Públicos de InnovaChile-CORFO), con estudios y difusión amplia de sus resultados.
Su trabajo es persistente, pero no por eso coordinado, y las pautas de dirección sobre prioridades, énfasis y responsabilidades entre partes no son siempre explícitas. Entre los muchos debates pendientes sobre nuestra gestión cultural, el de cómo hacer sonar la música chilena en el mundo parece uno de los más fascinantes.
La aprobación de ambas cámaras del Congreso para una indicación destinada a permitirle seguir estudios de piano en Europa permitió que en marzo de 1911 Claudio Arrau León consiguiera los recursos necesarios para viajar junto a su madre y hermanos hasta Alemania. Un mes antes, el niño había celebrado su octavo cumpleaños. “Es un Mozart en ciernes que honrará a la república, de modo que es necesario que hagamos lo posible porque no se pierda un talento tan precoz”, defendió entonces uno de los firmantes de la iniciativa.
No eran tiempos de Fondart ni auspicios privados, pero hubo un grupo de autoridades atento a su deber de alentar a un pequeño prodigio. La marca que Arrau iba a dejar en la música del siglo XX honró sobre todo a su trabajo y deslumbrante talento, pero también, indirectamente, a un Estado que supo estar a la altura de su responsabilidad con la música nacional. Podríamos habernos jactado de ello ante Macron.
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