Columna de Marisol García: Zalo Reyes, motivos y razones
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Columna de Marisol García: Zalo Reyes, motivos y razones
“LA CEBOLLA ES UN PELIGRO PÚBLICO” era el título de una columna de mayo de 1969 en El Musiquero, con la que nada menos que Patricio Manns buscaba advertir sobre la amenaza de un nuevo tipo de canción de amor extranjera de creciente popularidad; melodramática, destemplada e inquietantemente adherente. “Es ahora cuando los responsables deben poner corte al asunto, y exigir un mínimo de calidad, de buen gusto. Mayor trabajo, mayor estudio”, exigía el cantautor y novelista, como quien enciende una alarma ante un riesgo temible.
Catorce años más tarde, en un Chile de escuchas resistentes al control, revista Vea publicaba un “informe especial” sobre lo que llamaba “el fenómeno Zalo Reyes”, intentando delimitar los bordes de “el hombre tras este boom criollo”. Solo ese año (1983), el cantante de “Con una lágrima en la garganta” iba a sumarle al show más comentado del Festival de Viña del Mar, en febrero, el lleno a solas del Estadio Santa Laura, en marzo; dos fondas con su nombre en septiembre —una en Avenida Kennedy, la otra en Conchalí—; invitaciones al Carnaval de Miami (con transmisión continental por Univisión) y al “Siempre en domingo” mexicano, y el nombramiento como “hijo ilustre” de la comuna de Conchalí. Además, Nicanor Parra le dedicó un poema completo, con su nombre en el título. Lo llama, allí, “cebollero”.
El espectáculo “Zalo Reyes: El legado”, el próximo 28 de noviembre en el capitalino Teatro Nescafé, le rendirá homenaje póstumo a un cantor popular cuyo arraigo vigente demuestra que ni las alarmas paralizan ni las normas ordenan cuando se trata de escucha asociada a la experiencia emotiva. A los prescriptores del buen gusto los descoloca la persistencia de ese fervor espontáneo por determinadas músicas que se escapan a categorías y pautas de promoción. El venidero tributo a Zalo Reyes nació, de hecho, durante el velorio del cantante, en agosto de 2022, con nietos suyos animados a interpretar su repertorio junto a la última banda que lo acompañó en vivo. Vinieron al año siguiente más presentaciones, una serie documental biográfica en TVN y, al fin, un impecable disco póstumo, con grabaciones suyas antes inéditas y otras a cargo de once invitados. Le da título a ese álbum el single “Mi última canción”, un manifiesto existencial de agradecimiento a esa amiga fiel, generosa y eterna que no es otra que la música.
No es que sea impreciso recordar a Zalo Reyes desde los códigos del kitsch o la “canción cebolla” --un subgénero noble, por lo demás; toda vez que el cantante nunca dejó de reconocer su admiración por Ramón Aguilera--, mas sí se hace justo contrastar aquella impronta con otras apenas esbozadas hasta ahora, como el haber sido una figura que supo darle a su canto y su trato con las audiencias un filo siempre auténtico y desafiante contra lo que en Chile delimita por un lado las hipocresías de la autopromoción y, por otro, lo que nos acomoda asociar a la cultura popular; en sus entusiasmos y sus gustos, su expresión y su orgullo de clase. Cuando en 2010 el cantante presentó su video para “Mi caminar”, no pocos advirtieron la probable referencia del “Hurt” de Johnny Cash: el balance de una vida agridulce con su propio funeral en perspectiva, en un cuidadoso blancoynegro ya ajeno al ansia juvenil. “Por más que toque fondo”, repite allí varias veces. La impronta de Zalo Reyes en el canto y su incomparable proyección popular nunca fue la del brillo sino, precisamente, la de la honestidad del claroscuro.
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