Columna de Óscar Contardo: Y ahora cómo seguimos
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Columna de Óscar Contardo: Y ahora cómo seguimos
El daño que causará el caso de Manuel Monsalve a los resultados oficialistas en la elección de este fin de semana está por verse. Lo evidente es que la manera en que fue abordada la denuncia de violación en contra del exsubsecretario del Interior abrió una herida supurante en la confianza de la ciudadanía en el gobierno, porque puso en entredicho uno de sus discursos centrales: el del feminismo y la igualdad. En el plazo de una semana los más altos encargados del oficialismo lograron que la palabra “violación” fuera situada en el centro del Palacio Presidencial y que el interés de un país se volcara sobre la figura del hombre que estaba a cargo nada menos que de la seguridad -la demanda más repetida por la ciudadanía-, quien habría utilizado su posición de poder para acosar y abusar de una subalterna.
No era necesario tener más detalles que la sordidez de la denuncia surgida desde el corazón de la sede de gobierno para entender el impacto que tendría tarde o temprano, a menos que alguien pensara que era posible que algo así pudiera ser disimulado. Pese a la naturaleza de la denuncia, el presidente Gabriel Boric, en lugar de proteger la dignidad de la investidura manteniendo distancia del caso, mandando a pedir su renuncia y evitando contacto con el involucrado, eligió hablar con Monsalve y darle tiempo para seguir ejerciendo como encargado de seguridad. Monsalve siguió disponiendo de las policías y usó un avión de Carabineros para desplazarse al sur, a sugerencia de sus superiores, para supuestamente avisarle a su familia sobre el lío en el que estaba involucrado. Un privilegio inexplicable. A estas alturas resulta muy poco creíble que el día en que el exsubsecretario finalmente anunció su renuncia y defendió su inocencia en un punto de prensa en La Moneda, lo hubiera hecho porque sus superiores así lo habían dispuesto de antemano. Monsalve se fue porque la crisis se hizo pública con la publicación del caso en La Segunda.
La posterior conferencia de prensa brindada por el presidente Boric sobre el asunto en lugar de transparentar las cosas -su objetivo, según él mismo- las confundió en todos los niveles posibles. Sus respuestas fueron improvisadas, vagas; su tono fue más propio de quien relata una chimuchina entre amigos durante un asado que el de la principal autoridad del país brindándole certezas a la ciudadanía. Ni qué hablar de la defensa cerrada en redes sociales de quienes se han transformado en una hinchada de la personalidad del presidente, adoptando como único argumento el empate con la derecha, como si estuviéramos hablando de una competencia. Quienes le están dando oxígeno a una oposición asfixiada por los numerosos líos de corrupción que la acorralan no son quienes se indignan por los errores del oficialismo desde la izquierda, sino los que desde el gobierno han abusado de la confianza depositada en ellos, defraudando los compromisos asumidos y traicionando, con mayúscula y sin asco, el discurso que enarbolan.
En estas dos semanas se ha visto salir del pantano de la intrascendencia manadas rabiosas de machitos progre explicando que el caso Monsalve no es más que un lío de faldas o el resultado de una conjura de la derecha que infiltró a alguna agente provocadora bien remunerada, tendiéndole una trampa a esa especie de monje sabio que pusieron a cargo de la seguridad del país. Hubo incluso mujeres de izquierda que antes de conocer los pormenores de la denuncia, se apuraron a brindar su apoyo público al exsubsecretario. Ahora sabemos que la denunciante pertenece a una izquierda de clase trabajadora, esa que los partidos han abandonado y que a la hinchada del gobierno no le interesa conocer. El sufrimiento de la persona que denunció les importó tres pepinos.
“Nuestro deber es creerle, yo le creo”, dijo el pasado jueves el presidente Boric a propósito de la denuncia de abuso sexual. Seis días antes había dicho otra cosa: habló de copas de pisco sour, de mensajes de texto y de que solo tenía una versión de lo ocurrido, por lo tanto, no tenía una opinión clara. No es la primera vez que el presidente ofrece mensajes contradictorios: ha dicho que pasa de largo de la opinión de la elite, cuando su círculo político y sus orejeros vienen del corazón de ella; ha lanzado advertencias perentorias de las cuales se ha desdicho en un pestañeo; ha ofrecido especial atención y trato a la cultura, para luego desentenderse del tema; se ha comprometido a formar una comisión de verdad sobre los casos de abuso sexual institucional –de la Iglesia Católica, del Sename-, y hasta ahora mantiene a los sobrevivientes en compás de espera.
A cuentagotas nos hemos ido enterando que Monsalve habría transgredido la ley de Inteligencia, disponiendo de policías para diligencias a su antojo desde antes de que la denuncia en su contra fuera presentada. Según la abogada a cargo de la defensa de la mujer que acusa a la exautoridad, la presunta víctima fue vigilada y contactada por policías, y peor que eso, amenazada en su mismo entorno de trabajo. Naturalmente la justicia será la encargada de determinar la responsabilidad del exsubsecretario Manuel Monsalve en la denuncia por violación, pero con lo que se conoce hasta ahora basta para entender que él usó su cargo de un modo impropio en las narices de sus superiores. Hasta el minuto en que escribo estas líneas la única medida tomada ha sido la destitución de la jefa de Inteligencia de la policía. El hilo más delgado. Lo de siempre en una cultura política como la local, una en la que nadie asume las responsabilidades que le corresponden y que es capaz de llamar “transparencia” o “nuevo paradigma para ejercer el poder” a lo que a todas luces no es más que torpeza, frivolidad, ineptitud o franca negligencia.
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