Columna de Pablo Ortúzar: Miedo

Columna de Pablo Ortúzar: Miedo

En Chile hay mucho miedo a la delincuencia, y las razones para experimentar esa emoción no son un invento de los medios de comunicación, como a veces insinúa el gobierno. El número de homicidios está en un récord histórico y hay territorios del país tomados por pandillas venidas de los peores rincones de Latinoamérica. La vida humana está más desprotegida que nunca. El estallido social fue muchas cosas, pero entre ellas destaca una corrida de cercos por parte del crimen organizado: detrás de la máscara de la sociedad digna estaba el peor de los abusos con fines de lucro, el de los empresarios de la muerte. Los fuegos artificiales omnipresentes y la buena onda entre barras bravas eran síntoma de una fiesta que no era de todos los chilenos, sino de lo peor de Chile. Lo que pasó primero en La Araucanía -donde los “territorios liberados” con excusas étnicas fueron capturados por el narco- luego se extendió rápidamente a todo el país.

El buenismo de cara a la migración ilegal, el violentismo mapuche y la destrucción de Chile, mezclado con el oportunismo político de la izquierda que esperaba gobernar desde el Poder Legislativo mientras Piñera fuera Presidente y luego hacerse tanto de la Constitución como del Ejecutivo, nos está pasando una dura boleta. La industria del narcotráfico y el crimen organizado explotan todas las debilidades de una sociedad. Las agravan, pero no las crean. Y para combatirlos necesitamos, primero, mirarnos en su espejo. Y, segundo, actuar de manera pragmática e inteligente.

Es muy interesante y aleccionador lo que está pasando con Afganistán: el gobierno talibán realmente inició hace un par de años una guerra frontal contra la producción y tráfico de heroína, generando un desequilibrio mundial en el mercado de esa droga que comienza con los campesinos que cultivaban amapolas pasando hambre y migrando, y termina con serios conflictos entre bandas de mafiosos en Bélgica, Holanda y Suecia luchando por el control de puertos y cadenas de distribución. A rey muerto, rey puesto: las pandillas que dependían mucho del suministro afgano de heroína están siendo desplazadas por aquellas que no tienen problemas de abastecimiento de otras drogas. Mientras tanto, en Estados Unidos las drogas sintéticas han ganado terreno, convirtiéndose en un serio problema de salud pública en varios estados. A dichos problemas, finalmente, se suman los experimentados por los drogadictos que ven interrumpidas de un día para otro sus dosis diarias de heroína y comienzan a consumir otras cosas.

Así, la guerra afgana contra las drogas ha terminado en una potencial crisis humanitaria a nivel local, caos en los mercados mundiales y escaladas de violencia y problemas sanitarios que han llevado a muchos en el mundo desarrollado a cuestionar, una vez más, el sentido de este tipo de políticas. En América del Sur, por último, el narco centrado en la producción y distribución de cocaína sólo ha recibido buenas noticias: la demanda mundial sólo sube, mientras que la hoja de coca, además, se ha mostrado altamente resistente al cambio climático, a diferencia del cacao y el café. El único problema que tienen es logístico: sacar la cocaína hacia el hemisferio norte. Y eso explica, en buena medida, que Chile haya terminado en el ojo del huracán de la delincuencia regional: puertos, el narco necesita puertos. Y controlar puertos supone también controlar largas cadenas de transporte, en las que el tráfico de droga se mezcla con políticas de control territorial, así como con el tráfico de personas, armas y otros bienes ilícitos.

¿A qué podemos aspirar en este escenario y qué herramientas podemos usar? Lo primero parece ser apuntar con fuerza a evitar el control territorial por parte del narco. Es decir, a ser relativamente flexibles con el tráfico mismo de droga, ya que hay que priorizar recursos policiales, pero no con el lavado de dinero, el tráfico de personas y armas, y la generación de enclaves marginales bajo el resguardo de narcosoldados. Esto significa orientar las prácticas del crimen organizado en una dirección que dañe lo menos posible a personas inocentes y no debilite el poder del Estado. En otras palabras, convertir en mal negocio para el narco tratar de instalarse en Chile.

Parte importante de dicho esfuerzo, además de los avances que se hagan en perseguir el dinero narco hasta donde llegue (como bien aconseja The Wire), es extremar nuestro derecho penal del enemigo. Es decir, la legislación que nos permita distinguir entre enemigos públicos y ciudadanos, resguardando las libertades de estos últimos, pero tratando a los primeros como combatientes capturados, y no como ciudadanos infractores. Para mantener a raya al crimen organizado, al tiempo que se protegen las garantías constitucionales para los habitantes honestos de la República, lo que hay que hacer es retirar la mayor parte de esas garantías a cierto tipo de criminales.

Al mismo tiempo, parece relevante que las campañas gubernamentales apunten al problema social de consumir drogas ilegales, y no sólo a los efectos negativos para la salud. Quien compra drogas ilegales financia toda la actividad criminal del narco. Traiciona, por lo mismo, los intereses y el bienestar de todos los ciudadanos honestos. Tiene que hacerse patente la gravedad de dicha conducta para revertir el relajo social respecto a ella bajo la idea egoísta de que “cada uno hace lo que quiere”.

Por último, es necesario tomarnos en serio nuestra crisis moral. Detrás de los adolescentes que matan por un celular sin pensarlo dos veces, o que prefieren ser soldados del narco a buscar un trabajo honesto, hay una sociedad entera que ha perdido el rumbo en muchas otras cosas. El derecho penal del enemigo, la mayor presencia estatal y la condena social del consumo de drogas controlan síntomas, pero la enfermedad de fondo, que nos llevó casi a la postración en octubre de 2019, es una enfermedad del alma que no podemos simplemente seguir ignorando.

Fuente

LaTercera.com

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