Columna de Rodrigo González / María Callas: Mujer, cantante, enigma de otro mundo
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Columna de Rodrigo González / María Callas: Mujer, cantante, enigma de otro mundo
En septiembre de 1977, un periodista llega al espacioso departamento de María Callas en París con el objetivo de realizarle una entrevista en profundidad, más enfocada en la mujer que en la artista. Es lo que se llama una entrevista de tipo “humana” en la jerga reporteril y Callas (Angelina Jolie) le comenta a sus sirvientes que el entrevistador se llama Mandrax.
Esta identidad desconcierta a Ferruccio (Pierfrancesco Savino) y Bruna (Alba Rohrwacher), el mayordomo y la cocinera respectivamente, en cuánto Mandrax es también el nombre de un medicamento, conocido como Quaaludes o Sopors en el mercado estadounidense. Es un sedante y se sabe que en los años 80 debió ser retirado por su potencial adictivo.
Este es el comienzo de María Callas, la película del realizador chileno Pablo Larraín que recorre la última semana de vida de la cantante de ópera nacida en Nueva York en diciembre de 1923 de padres griegos. El carácter inasible de su propia nacionalidad da una idea de lo escurridiza de su figura, siempre con un acento neutro, de un inglés transatlántico (esto es, una mezcla de inglés americano y británico).
El realizador ha dicho que la virtud enigmática de la que es considerada la cantante lírica más importante de todos los tiempos fue siempre un acicate para realizar la película y que Angelina Jolie es la mejor actriz para representar ese misterio. Es un arma de doble filo, pues si bien sirve para darle un aura mágico al relato, también se corre el riesgo de que la lluvia de lujos escenográficos y de maquillaje sólo sean el decorado para un personaje vacío, sufriente sin sentido, agonizante de no se sabe qué, triste sin razón y rebelde sin causa.
Se puede decir que Pablo Larraín sale relativamente indemne de esta prueba, aunque María Callas no logra el nivel de identificación de Jackie (2016) y Spencer (2021), sus largometrajes previos sobre grandes mujeres de la historia embarcadas en circunstancias tormentosas. En la primera, Jacqueline Kennedy evoluciona de mera comparsa de un pro-hombre a factótum de la política estadounidense. En la segunda, Diana Spencer soporta con estoicismo un matrimonio sin amor y se redime en el lazo con sus propios hijos. En María Callas, la cantante fallecida en 1977 más bien planifica su salida de este teatro llamado vida, en cuánto se concibe a sí misma como otra heroína de ópera condenada a la muerte joven.
En este juego entre vida real y fábula, la película de Larraín se mueve al menos en tres carriles diferentes. Están las escenas del pasado registradas en un poderoso blanco y negro y que corresponden al esplendor de su carrera. También asistimos a la larga entrevista que en su departamento y luego por las calles de París le realiza el tal Mandrax (Kodi Smit-McPhee), plagada de fuertes contrastes de colores, como si todo fuera el sueño que, sospechamos, Callas se inventó. Finalmente está la vida cotidiana de la artista junto a Ferruccio y Bruna, territorio donde están permitidas las notas falsas al cantar y en que la realidad es difícil de soportar.
De la misma manera que Jackie, Spencer y El Conde, las cualidades fotográficas y estéticas de María Callas son espléndidas (en parte cortesía del director de fotografía Edward Lachman). Lo mismo pasa con el altísimo nivel de las actuaciones secundarias de una pléyade de grandes de la escena europea (Vincent Lacaigne, Valeria Golino, Haluk Bilginer) y con una ambientación de primer nivel.
La pregunta es entonces si es que supimos quién diablos era María Callas bajo todo ese oropel de lujo y notas falsas y buenas. Probablemente no. Quizás tampoco era la intención de su realizador.
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