Columna de Tomás Casanegra: “El peso inútil de la deuda”

Columna de Tomás Casanegra: “El peso inútil de la deuda”

Entre todos los cuentos de hadas que tuvimos que escuchar estos últimos años, estaba aquel que decía que Chile tenía “espacio” para endeudarse más. Porque, bueno, la deuda del gobierno como porcentaje del PIB era nada al compararla con el promedio Ocde, con los Estados Unidos, o con cualquier otro país incomparable al nuestro. El razonamiento implícito era que para llegar a ser país rico había que vivir y gastar como rico (cualquiera que lo haya tratado sabe que esa es la fórmula imbatible para hacerse pobre). Estar por debajo de la media Ocde en este indicador o cualquier otro, como si la media fuera por definición una realidad deseable (el humano medio tiene un testículo y una pechuga, por ejemplo), era algo que había que corregir. ¡Para ser ricos, obviamente!

Y aquí estamos, con una deuda del gobierno central que ha pasado en poco más de 10 años de ser insignificante a superar tranquilamente el 40% del PIB (más de 50% si se incluye la deuda de empresas estatales). Es de conocimiento público que el servicio de la deuda del gobierno lo realiza el sector privado, servicio que se debiera realizar con nuevas unidades de producto (con crecimiento). Cuando el país ya no puede avanzar (crecer) porque cargamos el “espacio” de la mochila con peso inútil, como está demostrando nuestro país, la variable de ajuste para servir la deuda es descapitalizar a la gente a través de inflación, mayores tasas de interés, e impuestos. Los países que se endeudan más de lo que pueden no quiebran, sólo arruinan a sus ciudadanos.

No soy antideuda per se, creo que uno de los nombres con que se le conoce en inglés la define perfectamente: palanca. La deuda es un amplificador, hace lo bueno más bueno y lo malo más malo, pero nunca transforma algo malo en algo bueno. Chile, tristemente, se puso malo (inflación sin crecimiento) y bajo esa realidad seguir aumentando la deuda del gobierno nos terminará matando, a los ciudadanos.

Con envidia miro hoy a los Estados Unidos, potencia que pudiendo perfectamente vivir de sus rentas y glorias pasadas, al estilo europeo, no tiene la más mínima intención de parar. Pareciera que Europa, por otro lado, después de ser el motor de nuestra civilización por más de 20 siglos está muy cómoda haciendo nada relevante durante este.

Estados Unidos tiene una capacidad de crecer, construir e innovar insuperable, que lo ha llevado a que los títulos que emite (bonos del Tesoro, dólares, o cualquier “vale por”) haga que todos los habitantes de la tierra, americanos o no, nos levantemos cada mañana para producir cosas a cambio de ellos. Estados Unidos podría ser el campeón mundial en “satisfacer las demandas sociales”: les bastaría seguir emitiendo “vales por” que el mundo atesora como su más preciado bien entregando lo que sea por ellos. Sin embargo, el pueblo americano es bastante más listo que los “listos” locales que salen en la tele. Los americanos están conscientes de que ese privilegio está asociado a la robustez del sector privado. Sus ciudadanos, que gracias a su sensata autodeterminación por casi 250 años han transformado esa colonia en el país más poderoso y rico del planeta, decidieron recientemente dar su confianza a alguien que promete sacar el peso inútil de la mochila estatal, no aumentarlo.

Nosotros, sin embargo, estamos en otra. Obsesionados por eliminar la desigualdad entre los ciudadanos que habitan esta angosta franja de tierra (cosa que por lo demás temo vamos a empeorar), no percibimos que agrandando el Estado estamos haciendo día a día aún más desiguales a nuestros ciudadanos de aquellos que habitan el país del norte.

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LaTercera.com

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