Comer en Chile: de la escasez y el ingenio, a la sobreoferta y sobrealimentación
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Comer en Chile: de la escasez y el ingenio, a la sobreoferta y sobrealimentación
Si algo caracteriza a la escena alimenticia chilena de hoy es su variada oferta de productos y preparaciones. A nadie ya le llama la atención lo fácil que es conseguir -por ejemplo- té inglés, mostaza francesa o papas chilotas. Algo parecido pasa en Santiago con los restaurantes. La oferta es la más grande y variada que jamás haya existido y a los comedores nacionales se suman restaurantes chinos, indios, peruanos, turcos, españoles, coreanos, franceses, italianos, japoneses, colombianos y de varios países más; además de distintos estilos y propuestas de cocineros nacionales y extranjeros.
También estamos llenos de sofisticaciones -o especificaciones, como quieran decirles- impensadas años atrás. Panes de masa madre, bollería vegana, productos libres de gluten, vino francés, sake japonés, agua de lluvia embotellada, especias de Medio Oriente, vegetales orgánicos, café con certificación Fair Trade y muchísimas cosas más. En resumen, hay prácticamente de todo. Sin embargo, eso no siempre fue así.
Puertas adentro
¿Cómo era el panorama culinario en la sociedad chilena en la década del 50, cuando los abuelos de hoy eran niños? Por un lado, la cocina francesa seguía siendo sinónimo de elegancia y refinamiento, por lo que las clases acomodadas, el gobierno y la diplomacia local elegían menús de inspiración gala a la hora de celebrar. Por otro lado, estaba la comida criolla, con influencia campestre, sobre todo de la zona central, que se comía tanto en la provincia como en los centros urbanos. Una cocina muy de temporada, que durante los meses fríos debía arreglárselas con una menor variedad de ingredientes, pero que literalmente florecía hacia fines de año y gozaba con la abundancia del verano.
Además, las comidas de colonias importantes, como la española, italiana, alemana e incluso palestina, también marcaban cierta presencia, más que nada en el ámbito doméstico, pero poco a poco -sobre todo en el caso de la comida española- comenzaban a permear hacia algunos restaurantes, principalmente de Santiago. De hecho, hasta la década de los 50 -y más adelante también- buena parte de los restaurantes, bares y cafés existentes tenían inspiraciones y guiños foráneos en sus cartas y hasta diseño. Por lo mismo sus nombres: Goyesca, La Tasca, el Tea Room, Chez Henry o Sportmen Club, solo por nombrar algunos. Aún faltaba bastante para que la comida chilena fuera valorada para ser protagonista de un menú más público.
¿Pero qué se comía en los hogares en general? Muchos guisos, de legumbres y de verduras, fundamentalmente. De tanto en tanto pollo, también en guiso o en una cazuela. ¿Carne de vacuno? Más que nada en ocasiones especiales. ¿Chancho? También de forma esporádica y mucho más en el campo que en la ciudad. Y en invierno, por supuesto.
Ahora bien, así como la cantidad de restaurantes y la frecuencia con la que los chilenos comían fuera de sus casas era infinitamente menor a la actual, otro tema que difería mucho a lo que sucede ahora era la disponibilidad y acceso a los productos alimenticios. Estamos hablando de una época en que el aceite, las legumbres, los fideos y hasta el arroz se seguían vendiendo a granel. Las pocas bebidas gaseosas existentes en el mercado eran para los pocos provilegiados que podían pagarlas. También se cocinaba mucho con manteca de chancho.
Hacia fines de la década del 50 se inauguró el primer supermercado de Chile, el Almac de Providencia con Ricardo Lyon, y probablemente ni sus dueños imaginaban en ese momento lo que llegaría a crecer ese negocio. Mientras tanto, los chilenos deberían seguir -por muchos años- comprando sus alimentos en los distintos tipos de expendios existentes. Una tarea cansadora y no siempre satisfactoria, porque se compraba lo que se encontraba y -muchas veces- lo que se podía con los escasos recursos que se tenían. Eran tiempos de vacas flacas. Según el Censo de 1952, Chile tenía 5.932.995 habitantes, con una esperanza de vida de 68 años, siempre y cuando lograran llegar a adultos, porque el índice de mortalidad infantil rondaba en torno al 16%. Además, se calcula que cerca del 60% de los menores de 15 años tenía algún grado de desnutrición. En resumen, un país pobre, con un 58,6% de sus habitantes viviendo en situación de pobreza, según dictaban los primeros intentos de medir este indicador en 1958.
Fronteras cerradas
Salvo excepciones como el Puerto Libre de Arica a partir de fines de los años 50 y -ya en los 70- la Zona Franca de Iquique, la economía chilena fue siempre más bien cerrada y, por lo mismo, con un número acotado de productos importados presentes en el comercio nacional. Y en el caso de los alimentos mucho más. De hecho, podríamos decir que hasta bien entrados los años 80 los chilenos consumimos casi exclusivamente productos alimenticios nacionales. Por ahí algo de ron cubano y el famoso chancho chino en tiempos de la Unidad Popular, chocolates argentinos en los 80 y poco más.
Muchos alimentos que veíamos en las películas y series estadounidenses que llegaban a Chile se transformaban inmediatamente en casi una promesa, un sueño. Algo que un joven o adolescente de hoy en día no comprendería, pero así eran las cosas y no quedaba otra que conformarse con las versiones caseras de lo que veíamos en pantalla. Por lo mismo, los locales que nos llevaban a lo que solo podíamos ver en el cine o la televisión pegaron fuerte. Estos son los casos de La Pizza Nostra, que partió en Providencia en 1971 y que en cierta forma le abrió la puerta a la comida italiana y, sobre todo, a la pizza, pero servida con mantel largo. Otro fue el Burger Inn, una especie de McDonald’s nacional que partió en 1976 y llegó a tener varias sucursales en la capital, donde se disfrutaban sus clásicas hamburguesas Rover, sus batidos de chocolate, además de las papas fritas. El kétchup, una receta estadounidense de fines del siglo XIX, recién empezaba a aparecer en el Chile de esos años. Es decir, empezábamos a encontrar lo que veíamos en la tele. También aparece en esa década el Pollo Stop, un restaurante que ofrecía pollos a las brasas con servicio al auto, tal como lo hacía Pedro Picapiedra al inicio de cada uno de sus capítulos en televisión.
Pero en la década de los 80 una nueva gastronomía nos terminó por conquistar: la comida china, que aunque llegó a Santiago a partir de los años 30 del siglo pasado, no fue hasta los años 80 cuando se masificó en la capital y más tarde en regiones, conquistando los paladares nacionales y, de paso, convirtiéndose en la primera comida “para llevar” que pudimos disfrutar los chilenos. Un detalle: la dictadura chilena nunca cortó relaciones diplomáticas con China, lo que sin duda ayudó.
A pesar de toda la tentación foránea, los chilenos seguimos durante décadas disfrutando de esos platos de nuestra cocina criolla y mestiza que no dejó de tener presencia, al menos en nuestras comidas más privadas, hasta más o menos mediados de los años 90: las pantrucas, guatitas, charquicán, carbonada, pejerreyes falsos y muchas más cosas que hoy se miran con lejanía y hasta desconocimiento.
Nuestra tradicional alcuza con vinagre de vino tinto y aceite de maravilla cambió casi de un día para otro por una con aceite de oliva extravirgen y vinagre balsámico. Los frascos con mostaza francesa que muchos conocimos en el Bar Liguria pronto llegaron a los supermercados y así luego a nuestras casas. La carne importada y sellada al vacío se tornó protagonista de nuestros asados, cada vez más frecuentes. Cortes como el abastero y el asado del carnicero comenzaban a quedar en el olvido, entrando fuerte los lomos liso y vetado, además de la entraña.
La cerveza importada creció a la par de nuestras propias cervecerías artesanales y ya nadie más habló de “tomarse una pílsener”. A los fideos se les comenzó a llamar pasta y las cajas de cereales se transformaron en un habitué de los desayunos de lo más chicos de la casa. El rubro de los supermercados, sobre todo desde mediados de los 80, fue el vehículo para la llegada de una incipiente industria alimenticia nacional a millones de hogares.
De menos a más
Hacia mediados de los años 80 las cosas comenzaron lentamente a cambiar. La agroindustria nacional empezaba a notarse y el llamado boom exportador daba sus primeras luces. Por otro lado, las góndolas de los supermercados -que en Santiago y también algunas regiones no paraban de crecer- se veían tímidamente mejor surtidas. “Podríamos decir que más o menos a contar de 1985 comienza a notarse un cambio, porque es el momento en que el gobierno de la época cambia el rumbo en materia económica y opta finalmente por un modelo abierto”, sostiene Sergio Olavarrieta, vicerrector de Asuntos Económicos y profesor asociado del Departamento de Administración de la Facutad de Economía y Negocios (FEN) de la Universidad de Chile.
Luego, la vuelta a la democracia marcó un antes y un después en distintos ámbitos, y lo cierto es que la comida no se quedó afuera. No pasaron muchos años para que productos casi inexistentes, como champiñones, cebollines y una buena gama de productos importados, comenzaran a ser algo natural de consumir para muchos chilenos. Los restaurantes de todo tipo se multiplicaron por distintos puntos de la ciudad y aparecieron modas como la comida mexicana y -muy incipientemente- la japonesa. Los cocineros salieron como nunca en televisión durante los 90, no solo en matinales, sino que incluso llegaron hasta programas estelares. La gente estaba no solo comiendo, sino que le preocupaba el tema.
Y las nuevas generaciones estaban más que felices con la llegada de colosos de la comida rápida extranjera, como McDonald’s, Burguer King, KFC, Taco Bell, Pizza Hut y varios más. Todo lo foráneo era novedad y brillaba, pero ahora se podía alcanzar. Como el envase de la cerveza Grolsch con tapa de cerámica que todos pedían en el ondero bar Manifesto, de calle Dardignac, para luego llevárselo a casa.
Además, los tratados comerciales internacionales avanzaban y eso se notaba con los productos extranjeros que cada vez más fácilmente pudimos encontrar hasta en las tiendas de conveniencia de muchas estaciones de servicio que funcionaban toda la noche (igual que en las películas estadounidenses) y donde, además de comer hot dogs y bebidas de máquina, se podían encontrar barras de chocolates, chicles, nachos con salsa de queso y hasta helados. Cosas que algunos años atrás resultaban imposible de hallar en el país.
“No se trata de restarles méritos a las autoridades del primer gobierno democrático, porque también podrían haber decidido tomar otro rumbo, pero la verdad es que lo que se hizo a partir de los años 90 fue una continuidad de lo que se había iniciado en los 80 tras la crisis de 1982″, agrega Olavarrieta.
Otro hecho importante que traería consecuencias más que concretas a nuestra alimentación fue la inmigración peruana que comenzó a llegar a Chile durante los años 90 y que sería la base para que se desarrollara hasta nuestros días una fuerte presencia de restaurantes especializados en comida típica de ese país. No fue de un día para otro, pero lo cierto es que el paisaje de Santiago y otras ciudades cambió hacia fines de los 90 y comienzos del 2000 con la proliferación de estos restaurantes, que fueron tan bienvenidos por los chilenos.
Pero no todo era mirar hacia afuera en lo que a comida respecta. También desde la vuelta a la democracia fue surgiendo una revaloración de muchas de nuestras preparaciones más típicas, puestas ahora en un nivel superior y en cocinas públicas. Mucha responsabilidad en esto tienen actores como el Bar Liguria, que sorprendió en su momento con mechadas, arrollados, conejos guisados y más en plena Providencia de los años 90. Todo un hit. También el restaurante Divertimento, del cerro San Cristóbal, hizo su aporte y no se puede dejar de mencionar a cocineros como Guillermo Rodríguez, quien a partir del gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle comenzó a incluir productos y preparaciones chilenas en distintas recepciones del gobierno. Años más tarde fue el turno de Tomás Olivera, que en el restaurante del Hotel Ritz-Carlton se dio el lujo de cocinar con gran éxito platos criollos, como pantrucas y tomaticán.
Refinamiento exprés
Más o menos a partir del año 2000 la gastronomía nacional comenzó a cambiar aún más y por varios flancos. Mientras los restaurantes peruanos -ahora con poderosas franquicias llegadas desde el país vecino- reemplazaban definitivamente a la comida china de los 80, también comenzaban a abrirse paso los restaurantes japoneses y especialmente el sushi, además de los restaurantes coreanos que partieron en Patronato y que hoy ya se expanden hacia el oriente de la capital.
¿Cuál será la próxima comida foránea exitosa en Chile? De pronto el kétchup importado se hizo habitual hasta en las barras de las cada vez menos habituales fuentes de soda y las opciones vegetarianas y veganas de todo tipo comenzaron lentamente a dejar de ser una rareza. El café instantáneo desapareció de los restaurantes y aparecieron los llamados cafés de especialidad. Santiago por fin tuvo una buena oferta de restaurantes de diversos estilos y orígenes, y una nueva camada de cocineros llegó para armar y desarmar restaurantes e incluso -los menos- hacerse de un nombre en el extranjero.
Los locales de pizza, que se mantuvieron al debe durante décadas, se transformaron en protagonistas de varias ciudades gracias a la importación de hornos napolitanos certificados y hasta pizzaiolos provenientes del país de la bota. El delivery, que parte tímidamente en los 80 con la comida para llevar de los restaurantes chinos, y que luego avanza con la llegada de cadenas de pizza como Domino’s o Telepizza, da un gran salto gracias a la irrupción de las aplicaciones de teléfonos inteligentes que hacían del delivery algo mucho más simple, rápido y variado, aunque la reciente pandemia lo transformó en algo prácticamente indispensable. Así las cosas, hoy se puede pedir prácticamente todo por delivery, aunque según el Estudio Tres Generaciones, hecho por Cadem para este aniversario de La Tercera, la pizza sigue siendo lo más pedido por esta vía. De pronto, y sin darnos mucho cuenta, ya no había distancias ni fronteras a la hora de comer o cocinar. Solo era necesario tener el dinero para obtener lo deseado, claro está. Y así, de la escasez y pobreza de nuestra antigua oferta alimenticia pocos ya se acuerdan y un buen número de jóvenes simplemente ni se la imagina. Creen que todo ha sido siempre así: variado, accesible e inmediato.
La paradoja
Según cifras de la Federación Mundial de la Obesidad presentadas a Naciones Unidas a inicios de este año, Chile es el país donde más aumentó la obesidad durante los últimos 30 años. Y las cifras son alarmantes. En 1990, alrededor del 20% de las chilenas padecía obesidad, mientras que en 2022 esa cifra llegó al 45%. Por el lado de los hombres, en 1990 la prevalencia de la obesidad también bordeaba el 20%, mientras que en 2022 alcanzó el 30%. Y según la Encuesta Nacional de Salud de 2017, la obesidad en Chile afecta al 34,4% de la población. Ahora, si nos enfocamos en los niños la cosa no mejora, porque según el Mapa Nutricional de Junaeb del 2023, el 23,3% de los niños chilenos tiene obesidad y el 26,7%, sobrepeso.
¿Qué nos pasó en estos últimos años? “Tras varias décadas de muy buenas políticas públicas, en 1987 se pudo dar por erradicada la desnutrición infantil en Chile”, explica el médico Fernando Vio, exdirector del INTA y experto en nutrición, agregando que “luego vino lo que yo llamo una tormenta perfecta, porque a partir de los años 90 hubo mayor poder adquisitivo, y dadas las mejoras en la situación económica de la población llegaron al país las cadenas de comida rápida y aparecieron también los alimentos procesados, a lo que se suma un brusco descenso en la actividad física de las personas, producto, entre otras cosas, del aumento de la venta de televisores y automóviles”. Explicado en simple, la gente tuvo más dinero al fin y lo primero que hizo fue comprar comida. ¿Qué comida? La recién llegada y la más mala: la chatarra y procesada. “Y el aumento en los índices de obesidad fue muy rápido. En 1987 la Junaeb hizo la primera medición en niños de primero básico, la que marcó un 7,5% de niños con obesidad. En la medición del año 2000, solo 13 años después, la cifra había aumentado a un 17%”, relata Vio.
Otra paradoja que surge al analizar los cambios en la alimentación de los chilenos es la aparición del fenómeno de la once como reemplazo de la comida de la noche en los hogares. Todo indica que esta costumbre se arraiga a inicios de los años 80 debido a la crisis económica que afectó al país. “A puro pan, a puro té, así nos tiene Pinochet”, decía un cántico de protesta de esos años. “Fue una crisis económica muy fuerte y extendida, por lo que mucha gente literalmente no tenía dinero para comprar alimentos, así que comenzó en las noches a comer solamente pan con algo y té con azúcar”, cuenta Fernando Vio, agregando que “luego, cuando la situación económica mejoró, la once no desapareció, sino que se perpetuó como última comida del día, ya que vinieron otros cambios, como que ahora el padre y la madre trabajaban y se dejó de cocinar en la noche”.
Según la última Encuesta Nacional de Consumo Alimentario (2011), el 80% de los chilenos reconoce tomar once, mientras que solamente el 27% de la población tiene la cena como su última comida del día. “La once es uno de los principales factores que explican los altos grados de obesidad y diabetes en Chile”, sostiene Fernando Vio. Porque claro, más allá de nuestras romantizaciones y recuerdos en torno a esta comida, lo concreto en que en la once lo que más se come es pan, en desmedro de alimentos ricos en fibra, como frutas o verduras.
Al final, resulta curioso que una comida -o instancia- como la once, que se masifica a propósito de una crisis económica y falta de recursos, ahora sea un motor de la obesidad, algo más bien asociado a sociedades en tiempos de bonanza. Igual de curioso resulta mirar al país hacia atrás desde el prisma de la alimentación y ver cómo pasamos de pobres y desnutridos a obesos y con una oferta alimenticia prácticamente global.
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