Como un cuaderno en blanco
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Como un cuaderno en blanco
Me gusta la primera mañana del año nuevo tanto como la primera página de un cuaderno a punto de ser empezado. Me gustan las dos, y me intimidan. El porvenir del año está tan en blanco como las páginas del cuaderno, pero en ninguno de los dos casos el vacío es pura vaguedad, porque los dos tienen marcados los límites precisos del espacio y del tiempo. Sea lo que sea que se escriba en estas páginas, habrá un final para ellas, igual que hay este principio en el que aún no me atrevo a escribir nada, ni siquiera la fecha del día. Y pase lo que pase a lo largo del año, tendrá un final exacto dentro de 365 días. Puede ocurrir, claro, que el cuaderno se quede interrumpido a la mitad, incluso en la primera página, como esos diarios que empezábamos de niños con tanta convicción, subrayando la fecha recién consignada, y explicando un rotundo propósito de continuidad, y abandonándolo inmediatamente. Puede que el cuaderno, y el año, se acaben con el final brusco de la vida, voluntario o no, como acabó el diario de Anne Frank y quedó olvidado en aquella buhardilla de Ámsterdam, o el de Cesare Pavese en el hotel Roma de Turín, o mejor dicho, un poco antes, porque hizo su última anotación —“Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”— y tardó unos días en quitarse la vida, desalojado de antemano de ella y al mismo tiempo de la costumbre de escribir.
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