Eamon McCrory, neurocientífico: “Cuando los niños sufren abuso o abandono, sus cerebros se adaptan a un mundo en el que las amenazas parecen frecuentes, extremas e impredecibles”

Eamon McCrory, neurocientífico: “Cuando los niños sufren abuso o abandono, sus cerebros se adaptan a un mundo en el que las amenazas parecen frecuentes, extremas e impredecibles”

Las décadas del 70 y 80 fueron las más violentas del conflicto en Irlanda del Norte. Y Belfast fue el epicentro de los enfrentamientos. Eamon McCrory creció en ese ambiente, donde la violencia se respiraba diariamente en las calles. En su escuela había niños con ansiedad, anorexia y dificultades de relaciones sociales, que en esa época no eran considerados problemas de salud mental. McCrory tuvo fortuna, dice: contó con un hogar estable y contenedor, y profesores que lo estimularon a desarrollar sus capacidades.

Doctor en neurociencia y en psicología clínica, Eamon McCrory hoy es académico de la Universidad de Londres, codirector del Centro Británico del Trauma y director de la Fundación Anna Freud, dedicada a investigar en torno a la salud mental infantil.

Basado en imágenes obtenidas con escáner, McCrory dirigió una investigación pionera que buscó correlatos fisiológicos a los impactos emocionales de los niños expuestos a violencia. Los resultados del estudio, publicados en la revista Current Biology, indicaron que los cerebros de los niños que han sufrido abusos o maltratos activan una red neuronal asociada a la vigilancia y la ansiedad, similar a la respuesta de soldados en combate.

La investigación liderada por McCrory fue la primera que documentó con imágenes cerebrales el impacto de la violencia en el cerebro de los niños. El maltrato y el abandono provocan una adaptación cerebral, un sistema de alerta permanente que tiene una función protectora, pero altera su atención y afecta su aprendizaje, dificulta sus relaciones sociales y afectivas, y puede inducir cambios cerebrales a largo plazo.

Eamon McCrory fue uno de los invitados internacionales al seminario Cerebro, Pobreza y Trauma Temprano, organizado por Neuro UC y la Fundación Soy Más. En el encuentro participaron también la doctora Nancy Mannix, presidenta de la Fundación Palix, de Canadá, con una conferencia sobre resiliencia, y el neurocientífico brasileño Sidarta Ribeiro, quien expuso sobre Sueño y Desigualdad Social.

Eamon McCrory y la duquesa de Cambridge, Kate Middleton.

En su exposición, McCrory relevó el concepto de “vulnerabilidad latente”: los cambios en el cerebro puede que no gatillen problemas inmediatos, pero vuelven más vulnerable al niño a desarrollar problemas de salud mental a futuro.

A menudo, cuando se habla de maltrato, se habla de violencia directa. ¿Qué ocurre con la violencia ambiental en barrios dominados por la delincuencia?

Sabemos que las experiencias ambientales desempeñan un papel importante en la configuración del desarrollo de un niño, incluido el desarrollo de su cerebro. Cuando hablamos de experiencias de violencia o abuso, las investigaciones nos dicen que el entorno en general también puede provocar daños, tanto como la violencia dentro del hogar. Los barrios caracterizados por la delincuencia, el tráfico de drogas u otras formas de inestabilidad social socavan la capacidad de un niño para confiar en los demás y crean la sensación de que el mundo es impredecible e inseguro. Esto puede conducir a patrones de hipervigilancia, ansiedad, problemas de conducta y, en algunos casos, un mayor riesgo de trastorno de estrés postraumático. Esto puede afectar profundamente la salud psicológica de un niño, el riesgo de problemas de salud mental y malos resultados educativos.

Usted ha observado que el cerebro de los niños en ambientes hostiles desarrolla una respuesta adaptativa protectora. ¿Cómo afecta su relación con el medio social?

El sistema de amenazas del cerebro desempeña un papel fundamental para ayudarnos a mantenernos a salvo. Nos permite reaccionar rápidamente ante posibles peligros. Sin embargo, cuando los niños sufren abuso o abandono constantes, sus cerebros se adaptan a un mundo en el que las amenazas parecen frecuentes, extremas e impredecibles. Esto induce a que desarrollen un patrón conocido como hipervigilancia. A menudo, esto conduce a cambios duraderos en el cerebro que afectan la forma en que el niño interpreta su entorno. Incluso, cuando se encuentran en ambientes relativamente seguros, estos niños permanecen en alerta máxima e interpretan señales sociales inocuas como amenazas potenciales.

La hipervigilancia, agrega McCrory, “puede dificultar la interpretación de las intenciones de otras personas. Por ejemplo, las señales ambiguas, como una expresión facial, un codazo casual o una broma, es más probable que un niño hipervigilante las vea como amenazas y asuma rápidamente que otras personas podrían querer hacerle daño. Cuando se siente amenazado, puede arremeter verbal o físicamente o retirarse por completo. Estas reacciones pueden alterar las amistades y dificultar la construcción de vínculos de apoyo, lo que a menudo conduce al aislamiento, la exclusión o incluso el acoso por parte de sus compañeros, que pueden tener dificultades para comprender las respuestas del niño”.

“Con el tiempo -prosigue-, este aislamiento se convierte en otra fuente de estrés y refuerza su postura defensiva hacia el mundo. Pueden evitar relaciones y actividades potencialmente gratificantes, lo que limita sus redes sociales y reduce sus oportunidades de aprender, crecer y sentirse apoyados”.

También se ha referido al sistema de recompensas: ¿Cómo funciona en un niño que ha experimentado abandono o maltrato?

El sistema de recompensa del cerebro desempeña un papel fundamental a la hora de enseñar a los niños qué comportamientos e interacciones son positivos y motivadores. En la primera infancia, las recompensas sociales provienen de intercambios cálidos, como la sonrisa de un cuidador o un abrazo reconfortante. Estas experiencias moldean la comprensión del niño de lo que le resulta gratificante y lo ayudan a orientarse hacia acciones que fomenten relaciones positivas.

Nuestra investigación ha demostrado que, en el caso de los niños que sufren abuso y abandono, el sistema de recompensa de su cerebro muestra una respuesta atenuada. En estos niños, las primeras recompensas solían ser inconsistentes o inexistentes. Sin calidez, elogios o afecto regulares, sus cerebros pueden haberse vuelto menos receptivos a las recompensas sociales, lo que hace que les resulte más difícil sentirse motivados por interacciones que normalmente fomentan la conexión. Este sistema de recompensa alterado puede afectar su comportamiento social y crear dificultades (y reducir la motivación) a la hora de entablar relaciones.

De este modo, “puede sentirse aislado y su mundo social puede reducirse, ya que pierde oportunidades de vincularse con otros y aprender nuevas habilidades sociales. Además, si las recompensas sociales no lo motivan a seguir normas o reglas, puede parecer poco cooperativo, lo que causa problemas con sus compañeros y adultos”.

Usted habla del estrés acumulativo, ¿estos efectos son duraderos?

Las consecuencias a largo plazo del abuso y el abandono en la infancia están bien documentadas y tienen repercusiones hasta bien entrada la edad adulta, décadas después de que ocurrieran estas experiencias. Sabemos, por ejemplo, que los adultos que experimentaron abuso o abandono en una edad temprana tienen un mayor riesgo de sufrir problemas de salud mental, como ansiedad, depresión y trastorno de estrés postraumático. En el plano social, pueden tener dificultades para formar y mantener relaciones, y se enfrentan a desafíos relacionados con la confianza, la comunicación y la cercanía emocional. También se ha demostrado que estas experiencias tempranas tienen un fuerte impacto en la salud física, ya que el estrés crónico provocado por un trauma temprano aumenta el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, diabetes y obesidad.

¿Estos efectos en los niños son reversibles?

Las investigaciones nos indican que es posible desarrollar resiliencia tras la adversidad y, de hecho, muchos niños muestran resultados resilientes. Estos dependen de la presencia de factores de protección que puedan ayudar a mitigar el riesgo y a encaminar a los niños hacia una trayectoria resiliente. Sabemos que el cerebro es un órgano de aprendizaje y adaptación, y que también responderá a estímulos y experiencias positivas, lo que significa que, con intervenciones adecuadas, los niños a menudo pueden recuperar la confianza, mejorar la regulación emocional y desarrollar relaciones saludables.

En la actualidad existen diversos enfoques terapéuticos basados en la evidencia, como la terapia cognitivo-conductual centrada en el trauma (TCC), que puede ayudar a los niños a procesar sus recuerdos, reformular creencias negativas y aprender estrategias de afrontamiento. Sin embargo, en términos más generales, todos los adultos que rodean al niño tienen un papel que desempeñar en la curación y la recuperación. Al brindarle un apoyo constante, pueden crear un entorno estable, donde los niños se sientan seguros y valorados. Establecer relaciones positivas es absolutamente fundamental para la recuperación; las conexiones sólidas y enriquecedoras pueden ayudar a los niños a recuperar la confianza en los demás y fomentar patrones de apego saludables.

En su opinión, ¿los servicios sociales están preparados hoy en día para acoger y ayudar en la recuperación de los niños?

En la mayoría de los casos, los servicios sociales actuales se enfrentan a limitaciones significativas a la hora de proporcionar el apoyo y las intervenciones integrales que necesitan los niños después de sufrir un trauma o una adversidad complejos. Aunque los trabajadores sociales están dedicados y motivados, muchos se ven desbordados por la gran cantidad de casos y la escasez de recursos, y a menudo se ven centrados principalmente en gestionar los riesgos inmediatos en lugar de ofrecer apoyo emocional continuo o intervenciones terapéuticas. Este entorno de “gestión constante de crisis” deja poco espacio para construir las relaciones estables y de confianza que son esenciales para ayudar a los niños a recuperarse del trauma y desarrollar resiliencia.

En mi opinión, los servicios de asistencia social necesitan más recursos para abordar estas deficiencias de manera eficaz. Un aumento de la financiación permitiría a los servicios reducir la carga de trabajo, lo que permitiría a los trabajadores sociales dedicar más tiempo a cada niño, comprender sus necesidades específicas y desarrollar planes personalizados para su recuperación. Los servicios sociales también necesitan una formación más especializada en salud mental y atención adaptada a los traumas. Muchos trabajadores sociales, aunque están capacitados para la gestión de crisis, no cuentan con los conocimientos de salud mental necesarios para apoyar a los niños que luchan contra traumas complejos.

Además, los servicios sociales deben integrarse de manera más eficaz con los sistemas de atención de la salud física y mental. Los niños que se recuperan de un trauma suelen necesitar un enfoque multidisciplinario que incluya a profesionales de la salud mental, pediatras y apoyo educativo, lo que exige una comunicación y colaboración claras entre estos sectores. En la actualidad, en la mayoría de los países, este nivel de integración suele faltar y los servicios funcionan de forma aislada, lo que puede dar lugar a una atención fragmentada. Si se agilizaran las vías de comunicación y derivación entre la atención social, la atención sanitaria y las instituciones educativas, los niños podrían acceder a un sistema de apoyo coherente y coordinado.

Por último, aunque algunas instituciones estatales se dedican a crear entornos seguros y de apoyo para los niños, la realidad es que las condiciones y la calidad de la atención varían ampliamente. En el Reino Unido, la opinión predominante es que los niños reciben el mejor apoyo en entornos de acogida con padres adoptivos que reciben apoyo práctico del sistema de asistencia social.

Considerando los avances en neurociencia y salud mental, ¿los niños están mejor hoy que hace unas décadas?

Lamentablemente, ocurre lo contrario. Estamos viendo un aumento significativo de los problemas de salud mental infantil en países de todo el mundo, incluidos el Reino Unido, Estados Unidos y Chile, especialmente en los últimos 10 años. A pesar de algunos avances increíbles en la comprensión de estos problemas, estos no se están traduciendo en políticas que cuenten con los fondos necesarios para mitigar los desafíos cada vez mayores que enfrentan los jóvenes hoy en día, como la menor autonomía, el mayor uso de las redes sociales, un contexto global de mayor inestabilidad y la inseguridad financiera para muchos padres. Las investigaciones muestran claramente lo que puede marcar la diferencia: un apoyo comunitario accesible que integre servicios sociales, educativos y de salud mental desde el principio y haga hincapié en la prevención. Sin embargo, estos recursos siguen siendo escasos y los sistemas destinados a apoyar a los jóvenes a menudo carecen de recursos suficientes o están fragmentados. Cambiar las prioridades sociales hacia la inversión en programas integrales de desarrollo infantil podría producir beneficios sustanciales a largo plazo. Los jóvenes de hoy son quienes darán forma a los resultados sociales y económicos futuros para todos nosotros.

Fuente

LaTercera.com

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