Embarazada a los 47

Embarazada a los 47

—¿Estamos embarazados?— dijo mi pareja sonriente, mientras sostenía en sus manos el test con dos líneas marcadas.

—¿Qué vamos a hacer ahora?— le respondí, pensando en llamar a algún superhéroe de los que veía cuando niña en televisión.

Estar embarazada a los 47 años se sentía irreal.

No tomaba anticonceptivos, porque “según yo” hablar de días fértiles a estas alturas era cosa del pasado, precauciones que tomé durante décadas. Después de los 45 y con ciertas irregularidades en mi ciclo, la menopausia era una alternativa cierta.

Me sentí halagada de volver a recibir un niño en mi vientre, como si las esporas de una semilla en extinción hubieran encontrado tierra fértil nuevamente. Sin embargo, había tanto que dilucidar, resolver, gestionar, de solo pensarlo, me fundí como hielo en el desierto. La emoción estaba gobernada por la mente, al punto que las lágrimas que caían tímidamente por mis mejillas sólo eran un reflejo de lo perdida que estaba en el laberinto de mis inseguridades.

Maternidad tardía

Preguntas y sentencias merodeaban mis pensamientos sin tregua: ¿Cómo le contaríamos la noticia a nuestro entorno? ¿Nos apoyarían? ¿Serían políticamente correctos y nos felicitarían sabiendo que cuando tengamos 70 años, nuestro hijo recién estaría terminando de estudiar? ¿Seríamos los abuelos de la presentación de kínder? ¿Sería criado por sus hermanas mayores? Las probabilidades de que tuviera Síndrome de Down, ¿eran altísimas?

Era un embarazo de alto riesgo y más aún con tres cesáreas a cuestas. ¿Cómo serían nuestras próximas noches si a esas alturas de la vida recién habíamos logrado dormir ocho horas de corrido? Adiós a la pequeña libertad, después de 20 años de crianza.

Hace una década había regalado la utilería infantil: coche, cuna, sillita de comer, centro de actividades y toda una inversión que ahora había que reconstituir. Sonaba todo tan improbable, como el pago de la deuda de las Isapres; aún así estaba sucediendo en tiempo real, un embarazo natural a esta edad tenía un 1% de probabilidades de ocurrir.

Mis preocupaciones sonaban cobardes, egocéntricas, pero las que hemos sido madres sabemos lo que es dejar todo por otro ser que te requiere en cuerpo y alma a tiempo completo.

Con todas estas ideas en mi cuerpo, estaban zapateando fuerte los síntomas del embarazo: las hormonas volátiles, los cambios de humor, las náuseas, cada aroma pestilente a desodorante ambiental y cualquier perfume dulzón me retorcía las sienes.

Como mujer embarazada no era fácil reconocer públicamente mis cuestionamientos. La moralidad y lo políticamente correcto coartaba hasta los pensamientos más íntimos. Mi corazón agitado no paraba de hacerse preguntas durante un sinfín de eventos futuros inabarcables. ¿Me convertiría en un mito urbano? Sería la amiga, de la amiga, que tuvo un hijo a los cuarenta y siete años. Podría ser usada como leyenda de advertencia y promoción de anticonceptivos o el refrán esperanzador de alguna mujer ansiosa de ser madre.

Era difícil decir que no importaba el qué dirán, lo cierto era que llevaba un tesoro escondido entre burbujas. Sin embargo, la voz más intoxicada era la mía, sentía que mi guagua y yo estábamos marginadas, no habíamos sido invitadas a la fiesta, donde la mayoría de los recién nacidos elegían madres de treinta años, ese era el plazo que la ciencia y la conciencia había definido para tener hijos.

Me repetía que sólo a los hombres se les permitía tener hijos cuando quisieran, maduros y con parejas jóvenes. Para esta sociedad era aceptado y celebrado desde siempre. Mientras que las mujeres debíamos apegarnos a la norma. ¿Una madre cercana a los cincuenta años sería considerada desafortunada? No sé si ese pensamiento envenenado me lo contaron o lo inventé, pero tragaba esa basura a diario. Podía venir de alguna ancestra sin acceso a la píldora del día después, cansada de criar y amamantar; de algún reportaje científico misógino o de alguna persona hablando mal de otra o compadeciéndola, no lo recuerdo.

Me sentía avergonzada de sentir miedo, había mujeres que realmente habían transitado cambios excepcionales, saltos cuánticos para romper paradigmas. Cansadas de subordinarse, se revelaron y hace años comenzaron a tener sus primeros y a veces únicos, después de los cuarenta, sin padre conocido, con fertilización in vitro o donadores, sin que les importara el juicio del entorno. Varias fueron juzgadas socialmente, decían que su concepto de familia era precario, que eran egoístas y que serían madres de niños diferentes frente a sus pares.

“Diferente” era una palabra que siempre me había costado aplicar: ¿a qué?, ¿a quiénes? La belleza de la exótica mariposa ochenta y ocho, de una aurora boreal, el atípico trébol de cuatro hojas no tenía la connotación negativa de la diferencia.

El día que escuchamos sus latidos por primera vez en la ecografía, todas las dudas se disiparon, no había nada que temer, la vida siempre busca su camino. Cada día era una página en blanco, para dibujar una nueva ruta, para darle un giro a los estereotipos.

Saliendo de la consulta médica, me encargué de contarle a todos los desconocidos que encontraba a mi paso, que estaba embarazada, que tenía cuarenta y siete años y que estaba en mi mejor momento.

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* Mara Ferreira es escritora y mamá. Si como ella tienes una historia que contar, escríbenos a hola@paula.cl.

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LaTercera.com

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