Pruebas de que soy un idiota: un relato de Jaime Bayly
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Pruebas de que soy un idiota: un relato de Jaime Bayly
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Si, como yo, has sido un probado idiota toda tu vida, es bien difícil que dejes de serlo cuando, como yo, cumples sesenta años. No aspiro entonces a dejar de ser un idiota, porque sé que tal cosa es imposible. Aspiro modestamente a ser menos idiota.
Suele decirse que conviene juzgar a una persona no por las cosas que dice, sino por las que hace. En mi caso, soy un idiota incurable, sin remedio, lo mismo por las cosas que digo, que por las que hago. Puedo decir entonces que, cuando se trata de ser un idiota, he sido un hombre coherente, consistente. No trato de aparentar lo que no soy, no incurro en simulaciones ni imposturas, soy un idiota transparente.
Si miro atrás, veo con estupor que mi vida ha sido la lenta y persistente construcción de una vasta cordillera, una serie de montañas de sólida, rocosa idiotez, una cadena de picos elevados, erigiéndose como un formidable mojón geográfico de egregias tonterías por los campos que he recorrido, atravesando los páramos que, confundido, sin saber adónde ir, he pisado, he hollado, he ensuciado.
La ventaja de ser siempre un idiota es que, en promedio, eres más feliz que los que nos aventajan intelectualmente. Quiero decir, los tontos sabemos estar contentos sin mucho esfuerzo. Como somos incapaces de diseñar una máquina, o curar a un enfermo, o construir un edificio, o inventar una cosa genial, los idiotas como yo somos estupendamente felices viendo un partido de fútbol, pateando una pelota de fútbol, o viendo un partido de tenis, golpeando una pelota de tenis, o viendo un partido de golf, dándole a la pelota de golf. Es una manera buena, bonita y barata de ser feliz: mirar la trayectoria de la pelota, correr tras ella, pegarle duro. Qué linda y fascinante es la vida del idiota como yo: no me jodan con leer tratados de filosofía, o con aprender a invertir en la bolsa de valores, o con leer la poesía de los clásicos: yo lo que quiero es ver los partidos de la Champions, esa es mi idea nítida y no negociable de la felicidad. Y mientras veo fútbol tumbado en un sofá reclinable, que otros inventen máquinas o ganen fortunas, Dios los bendiga, pero a mí no me quiten mis partidos de la Champions.
Lo impresionante es que, siendo un idiota de toda la vida, un idiota genético que nació condenado a serlo, me he ganado la vida en la televisión, diciendo idioteces en público, y diciéndolas con énfasis, de un modo fogoso, levantando la voz, predicando esas boberías con la certeza del iluminado. Lo impresionante entonces es que he ganado fortunas diciendo idioteces en público, lo que acaso revela que, si había tanta gente pendiente de ver y oír mis memeces, mis sonseras, mis sandeces, es que toda esa gente, digamos mi público, mis espectadores, tampoco descollaba por su preclara inteligencia. Quiero decir, cuando eres un idiota es más fácil triunfar en televisión, porque la inmensa mayoría está naturalmente contigo y comprende el lenguaje bobalicón en que le hablas.
Recién cumplidos mis sesenta años, no he venido a decirles que estoy orgulloso de mi existencia. Vengo a decirles que mi vida ha sido inútil, irrelevante, prescindible. Vengo a decirles que nada de lo que hice posee un mínimo valor intelectual, moral, artístico. Vengo a decirles que cuando veo mis programas antiguos quiero meterme debajo de la cama, y cuando leo mis primeros libros quiero cambiarme de nombre, y cuando recuerdo a mis parejas del pasado quiero llorar e ir al siquiatra. También vengo a decirles que, a pesar de ser un idiota, o precisamente por eso, he triunfado en la vida, y soy rico y famoso, y hago lo que me da la regalada gana, que es básicamente hablar idioteces a la espera del próximo partido de la Champions, un juego que miraré con pasmo baboso, cada tanto una pierna moviéndoseme sola, como si yo mismo quisiera patear la pelota.
En el empeño seguramente inútil de ser menos idiota, en el quijotesco afán de vivir los próximos años sin exhibir mi habitual despliegue de imbecilidades y necedades, me he propuesto algunos cambios en mi vida, una vida que entra ya a su fase crepuscular. Por ejemplo, estoy tratando de vivir más lentamente, o menos deprisa. Quiero decir: cuando hablo en televisión, no atropellarme, hacerlo más despacio; cuando me siento a comer, tomarme mi tiempo, saborear la comida, no tragar como un preso recién liberado; cuando converso, hablar menos, escuchar más, no imponer mis opiniones; y, sobre todo, cuando manejo la camioneta, no correr tanto, conducir a una velocidad moderada. Porque, en mi caso, sería una manera perfectamente idiota de morir si chocase en la autopista conduciendo a alta velocidad. Por eso, el día que cumplí sesenta años, cuando mi familia me pidió que soplara las velas de la torta, pedí un deseo sencillo: manejar más despacio. Sin embargo, como soy un idiota, trato de hacerlo, pero no lo consigo. Basta con que un conductor me sobrepase a alta velocidad, o me desafíe con una maniobra temeraria, para que yo me proponga acelerar, hacer zigzags y jugarme la vida, tratando de ganarle la carrera a tamaño insolente que se cree mejor piloto que yo. Mi esposa dice que soy un pésimo piloto. Yo me creo un as del volante. Y entonces, cuando voy a toda prisa, cambiando de carril serpentinamente como si fuera un juego electrónico, sigo siendo el tonto que se juega la vida al timón de su camioneta de ocho cilindros, solo para batir el récord desde su casa hasta la oficina, veintitrés minutos, menudo gilipollas que soy.
También me he propuesto viajar menos porque creo que viajar tan a menudo es una manera idiota de envejecer. Aun viajando con todas las comodidades, ocupando un buen asiento del avión, alojándome en hoteles de excelencia, los viajes son trampas mortales que minan la salud, recortan las horas de sueño, perturban las comodidades acostumbradas y acaban costando una fortuna. Quiero decir, cuando viajas, sobre todo cruzando el océano y visitando otro continente, pagas mucho dinero para someterte a un rosario de tropiezos, incomodidades, fastidios y desdichas, la suerte aciaga del viajero. No por viajar menos dejaré de ser el idiota consistente y con motor fuera de borda que soy, pero, al menos, si me quedo en casa, seré un tonto que disfruta de las comodidades acostumbradas y, de paso, gasta menos dinero.
Un testimonio inequívoco de mi idiotez, una prueba ácida de mi condición de tonto redomado es el tamaño de mi barriga, el flácido volcán que crece en los contornos de mi ombligo. Si fuese un hombre inteligente, mi cuerpo no sería la masa informe que es y luciría a buen seguro la estampa de un atleta. Cuando la gente aprecia boquiabierta el tamaño de mi abdomen, y la rosada protuberancia de mis mofletes, y la bolsa colgante de mi papada, comprende de inmediato que, en estos tiempos, solo un idiota andaría por el mundo así, tan orondo, tan campante, exhibiendo sus gorduras y, peor todavía, jactándose de ellas. Yo sé que es una idiotez comer tantos chocolates y helados. Yo sé que mi prominente barriga delata mi estulticia. Yo sé que debería bajar de peso para parecer menos tonto. Pero no puedo. Créame, amable lector, he tratado, pero no puedo. Tarde en la noche, cuando mi esposa duerme, el cuerpo me pide la reconfortante sensación del azúcar consolándome el paladar. Y entonces bajo a la cocina y ataco la provisión de chocolates y helados y soy, al mismo tiempo, un idiota goloso y glotón feliz. Qué alivio es aceptarme como un idiota: me permite seguir comiendo chocolates sin aspirar a la ridícula quimera de bajar de peso. No es tan difícil sobrellevar un cuerpo adiposo, es cuestión de no pesarse, no mirarse en el espejo y llevar los pantalones cada tanto a la costurera para que los ensanche un poco más.
Prometo entonces que trataré de ser menos idiota. Trataré de viajar menos, hablar menos, correr menos. Pero no esperen nada bueno de mí en los pocos años que me quedan por vivir. A estas alturas, ya nadie cambia para bien. Mi meta es llegar a los setenta años como un idiota feliz, sin perderme los partidos de la Champions, y luego ir al veterinario y pedirle que me ponga a dormir. Solo espero que, antes de entrar en el cielo de los bienaventurados, no me pregunten qué aprendí al vivir tantos años, porque tendría que decir la verdad: que ser un idiota ayuda mucho a ser feliz. Y luego preguntaría: ¿en qué canal puedo ver la Champions?
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