Revalorar la pilwa

Revalorar la pilwa

Nadie sabe quién fue el primer hombre o mujer en tejer una pilwa –“bolsa” en mapudungun–. Es un misterio a quién se le habrá ocurrido, en medio del bosque nativo, ir a sacar las hojas tiernas, pero filudas como un serrucho, de la mata del chupón, dejarlas secar por tres días y luego hacer con ellas una soga, para tejer con las manos una bolsa de inusitada complejidad técnica.

Lo que sí se sabe es que las familias Mapuche Lafkenche del Lago Budi, en la comuna de Puerto Saavedra, han tejido la pilwa por siglos. “Mi papá salía a buscar chupón y traía a caballo los atados de esas cuestiones verdes. De chica yo le sacaba parte de la soga para jugar y armaba cositas”, recuerda la artesana María Bebrañez. Aunque las pilwa que armaba su papá, dice, eran distintas a las que ahora teje ella. “Ellos hacían una redonda y el asa era como una trenza”, agrega.

Desde siempre, los hombres y mujeres de Budi ocuparon la bolsa de fibra vegetal para acarrear los bienes que recolectaban, como mariscos y papas. Con el paso de los años y la paulatina incorporación de almacenes en pueblos como Puerto Saavedra, las pilwa, que antes eran tejidas exclusivamente para uso familiar, se transformaron en una moneda de cambio. ¿Su valor? Apenas una tacita de hierbas o de azúcar por una pilwa, capaz de resistir hasta 20 kilos. Así, cada vez que el papá de María y otros artesanos de la zona salían de la casa con sus bolsas tejidas en fibra, volvían con bienes esenciales.

Eso hasta los años 80, cuando se introdujo y masificó la bolsa de plástico, y la pilwa empezó a perder valor. “Daban cien pesos por una pilwa”, recuerda María. Aun así, las familias de la zona no dejaron de usarlas, aunque por su escaso valor algunos lo hacían a escondidas. “Ya no se veían. Una llevaba la pilwa dentro de una bolsa de plástico para que nadie te pillara”, dice la artesana Mapuche. “Por eso, nosotros al principio no queríamos hacer las capacitaciones con la fundación. Era algo antiguo, daba cosa retomarlo, nos costó un poco”.

El trabajo detrás de una pilwa es arduo. En preparar la materia primera los artesanos demoran una semana. Primero recolectan el chupón y le arrancan las espinas. Luego, con una peineta con dientes de clavo separan la hoja en hebras. Con ellas, arman la soga.

En ese tiempo, en 2015, María tejía a telar y asegura que no quería hacer pilwa. Al igual que otras artesanas de la zona, no veía el valor en tejer esa bolsa de chupón que ya nadie supuestamente quería usar. Norma Huentén, emprendedora turística y gastronómica del Budi, fue la pieza clave que entregó la confianza a los vecinos de la localidad para recuperar el oficio que habían heredado de sus antepasados.

“Con ella fuimos de a poco entendiendo y nos animamos a tomar el curso”, recuerda María. “Había gente que sabía y otros que no sabían nada, pero aprendieron. En mi caso, yo sabía cómo se hacía la soga, cómo se hacía la pilwa, porque miraba a mis papás, pero nunca antes había tejido una”, agrega. Así, la fundación acercó nuevamente el oficio de sus madres, padres, abuelos y abuelas a los artesanos de la zona. Pero esta vez, las encargadas de continuar con la tradición y traspasarla a las próximas generaciones mapuche fueron principalmente mujeres artesanas. “La gente se reía de nosotras. ‘¿Cómo van a andar haciendo pilwa? Eso está pasado de moda’, nos decían. Las señoras tenían vergüenza de andar con la pilwa en el camino”, recuerda María de esos primeros años tejiendo.

Nadie en el Budi se imaginó entonces que un día a la agrupación Wilalfe Kay –de la que María fue presidenta durante la pandemia–, le faltarían manos para tejer la pilwa por todos los encargos que reciben. “Yo ahora tengo que comprar la soga, porque me demoro mucho en hacerla y además tengo que tejer”, afirma María, quien además es la encargada de organizar la entrega de las pilwa que vende la agrupación.

Un artesano diestro demora de 4 a 5 horas en tejer una pilwa. En una tradicional gastan en promedio 30 metros de soga.

María dice que trabajar en grupo también le ha servido para hablar más: “Yo era tímida antes, no me gustaba hablar, me daba cosa, no me atrevía, pero ahora yo sí soy capaz y me he dado cuenta de que tengo más fuerza para discutir. ‘Para qué te enojas, te pones más vieja’, me dicen ahora”, relata riendo.

En esa localidad, a solo 100 kilómetros de Temuco, entre medio de sus gansos, chanchos, gallinas y su huerto –al que, reconoce, le dedica cada vez menos tiempo por la gran cantidad de pedidos que recibe–, María Bebrañez arma sus pilwa. “De repente voy en bus, llevo pilwa y todos me quedan mirando. ‘¡Uy su pilwa!’, me dicen, ‘qué bonita’”, cuenta orgullosa.

*Este testimonio es parte del libro Proartesano 2021. Semillas de Cambio, editado por Fundación Artesanías de Chile y publicado en exclusiva para Paula.cl.

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LaTercera.com

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