Tras una vida reprimida por la religión, encontré la libertad en el mar
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Tras una vida reprimida por la religión, encontré la libertad en el mar
Crecí en una familia religiosa, específicamente como testigo de Jehová.
Desde muy niña intenté cumplir todos sus preceptos: leía la Biblia y oraba constantemente. Pero no tuve una infancia feliz. En mi casa, el maltrato psicológico y físico era habitual, así que, apenas cumplí la mayoría de edad, decidí casarme para escapar de esa realidad. Me casé a los 19 años con el pastor de la iglesia, un hombre bueno, ocho años mayor que yo.
Vi el matrimonio más como un escape que como un acto de amor. Ambos queríamos tener hijos, y nuestra unión se centró en ellos: mis dos niños. La verdad es que nunca estuve enamorada de él, porque realmente a mí me gustaban las mujeres.
No sé en qué momento exacto me di cuenta de esto. En la adolescencia sentí un gusto especial por algunas compañeras, pero en la iglesia siempre me enseñaron que la homosexualidad era un pecado y que las personas homosexuales serían castigadas en el juicio final. Por eso intenté reprimirlo. Incluso recuerdo haber consultado al pastor que después fue mi esposo y a otros líderes religiosos sobre esta sensación; todos me dijeron que esas dudas eran normales a esa edad, que después se me iba a pasar y que no tenía que darle importancia.
Eran años sin internet, y mis únicas amigas también eran de la congregación. Aunque iba a un colegio normal, era muy tímida y pasaba más tiempo en la biblioteca que socializando. Los testigos de Jehová decían que solo debíamos tener amigos dentro de la religión, así que nunca participé en actividades fuera de ese círculo. Tampoco tuve la oportunidad de hablar de lo que sentía con alguien.
Así viví hasta los 40 años, dedicado a mi casa, mis hijos y la iglesia. Nunca trabajé fuera de casa.
Pero todo cambió el día en que murió mi abuela, con quien tenía una relación muy especial. Ella había sido la única persona que me trató con amor durante mi infancia. Su muerte detonó una depresión importante que, en terapia, descubrí no solo estaba relacionada con su pérdida, sino también con el hecho de no poder vivir conforme a mi orientación sexual.
Ahí comenzó una etapa de excesos. Una amiga de la misma iglesia y yo empezamos a salir a beber; nos emborrachábamos cada vez que podíamos, quizás como una forma de evadir lo que estaba viviendo. Fue entonces cuando conocí a una mujer de la que me enamoré. Salimos durante tres meses hasta que decidí que no podía seguir llevando una doble vida. Sabía que era lesbiana y que continuar así no tenía sentido.
Le confesé al papá de mis hijos que me había enamorado de otra mujer. En la iglesia, me hicieron un juicio como parte de sus ritos. En esa instancia, en la que estaban mi marido y tres hombres más, pastores todos, me hicieron preguntas muy personales e íntimas sobre lo que había hecho con esa mujer. Fue muy incómodo. Me ofrecieron la posibilidad de arrepentirme, ya que solo nos habíamos besado y no habíamos tenido relaciones sexuales. Pero yo les dije que siempre me habían gustado las mujeres y que no quería seguir fingiendo.
Así que me expulsaron. Anunciaron mi situación a la congregación, y desde ese momento, mis amigos y mi familia dejaron de hablarme. Fui aislada socialmente. A veces pasaba por la estación donde estaban mis antiguas amigas y ni siquiera me miraban. Fue muy duro.
Me fui a vivir con mis hijos y comencé a estudiar Técnico en Gastronomía Internacional. Pero no podría decir que desde ese momento todo mejoró. Mi relación con esta mujer continuó, y con el tiempo me di cuenta de que también era una relación violenta. Como ya había vivido violencia desde niña, de alguna manera permití que esto pasara. Creo que la culpa inculcada en la iglesia seguía pesando en mí, haciéndome sentir que merecía un castigo.
Todo esto ocurrió durante la pandemia, así que otra vez me sentí aislada. Finalmente, cuando volvimos a la presencialidad, en el instituto me derivaron a una psicóloga. Ella me ayudó a reconocer que estaba viviendo violencia nuevamente, y eso me permitió terminar con esa relación. Pero volví a los excesos; muchas salidas, alcohol.
La psicóloga me recomendó hacer deporte. Comencé con pilates, hasta que un día mi hermano me invitó a nadar en el mar, en la Playa Las Torpederas, en Valparaíso. Al principio no me atrevía, pero poco a poco me fui soltando. Recuerdo especialmente una charla de la nadadora Bárbara Hernández en la Caleta Abarca. Habló sobre propósitos y objetivos, y eso me inspiró profundamente.
Dejé la vida nocturna y nadar en el mar se convirtió en mi refugio. Aunque pasé un año en terapia, lo que más me ha ayudado en este proceso de liberación y empoderamiento ha sido el mar: esa paz profunda que siento cada vez que entro, pero también la fuerza y el coraje que me ha dado. Al principio, cuando me echaron de la iglesia tenía mucho miedo y ansiedad, no podía dormir. El mar me fue ayudando a perder esos miedos, ponerme objetivos en la vida y mejorar mi autoconfianza.
Hoy nado tres o cuatro veces a la semana, con distintos grupos. Quise compartir esto porque siento que es horrible pasar por el aislamiento social. Cuando me echaron de la congregación sentí como si me estuviera cambiando de país, porque no entendía el lenguaje del mundo real. Uno queda dañado psicológicamente cuando viene de un entorno así, tan cerrado y tan castigador, culposo. Pienso que todo lo que he pasado de violencia ha sido por eso, por vivir siempre con la culpa por mi orientación sexual, sino quizás jamás lo hubiera permitido.
Con el nado he aprendido a quererme, respetarme y cuidarme. No sé si estoy todavía preparada para una nueva relación de pareja, para abrirme al amor. Lo que sí rescato es que, a pesar de que me han pasado cosas malas, no guardo resentimiento hacia las personas ni hacia lo que me pasó, sino que me siento feliz por tener la posibilidad de disfrutar de la playa, de compartir con otras personas, de ser libre. Me siento bien, tranquila.
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* Claudia es lectora de Paula, si como ella tienes una historia que compartir, escríbenos a hola@paula.cl
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