El aparecido
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El aparecido

Hace un par de semanas estaba en Valencia, en una charla pública con el escritor Pol Guasch. Antes de nuestra conversación leí un texto sobre las influencias en la escritura. A mis 15 o 16 años estuve en contacto con un hombre que tenía, por entonces, cuarenta y pocos, el señor Equis. Gran lector, fue al mismo tiempo una guía y un azote, la piedra en la que labré mi templanza. Leíamos, revisábamos lo que yo había escrito. Un día, con el típico gesto desaprensivo de una adolescente, me fui de su casa y no regresé. El señor Equis murió hace unos años. Pero aquel día, en Valencia, estaba sentado entre el público, en las primeras filas. Él nunca hubiera usado una camisa de ese color, ni esas sandalias, pero ahí estaba: los mismos ojos azules, la misma barba, el mismo corte de pelo. Me pareció un detalle: que tantos años después se presentara para saber qué era de mí. Leí el texto levantando la vista a veces, para verlo. Me miraba como entonces, fijamente, con una chispa de picardía, de desafío y de respeto. Terminé de leer y la primera pregunta que me hizo Pol Guasch fue acerca del origen: qué registros tenía de mis comienzos en la escritura. Conté algunas cosas y hablé del señor Equis: que había sido importante por tales y cuales motivos, que había muerto años atrás, y que ahora estaba en esa sala. Hubo un susurro de asombro. Entonces, para suavizar el asunto —no todos soportan lo inexplicable—, dije que en realidad en la sala había alguien muy parecido al señor Equis y, sin mirar a nadie en particular, agregué algo que nunca le había dicho: “Gracias, señor Equis”. El hombre que era el señor Equis sonrió. Cuando terminamos, la sala empezó a vaciarse pero él seguía ahí, solo, mirando alternativamente el escenario y la pantalla de su móvil. Con disimulo, le tomé una foto. Después se levantó y se fue, y yo me levanté y me fui. Afuera el sol hacía su baile fulgurante y aquí, en la tierra, el tiempo y el espacio se reían de nosotros.
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