El día que Bergoglio me echó, en vísperas de un Te Deum por el 25 de Mayo
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El día que Bergoglio me echó, en vísperas de un Te Deum por el 25 de Mayo

Eran los tiempos en que las homilías del Cardenal irritaban al poder que se ponía el sayo de todas sus críticas y, para eludirlas, trasladaba al interior la conmemoración de una Revolución de escenario porteño
El 10 de julio de 2003, publiqué una columna en Ámbito Financiero cuyo título era “No pensar como Kirchner”, al que acusaba de anteponer su interés faccioso al de la Nación, por no cerrar las heridas del pasado para afirmar la paz social y la unidad nacional.
Había transcurrido tan sólo un mes y medio de un gobierno que pretendía asentar su hegemonía degradando instituciones y valores fundantes de nuestra nacionalidad, como se puso de manifiesto muy pronto cuando reconoció leyes superiores a las de la República Argentina, al admitir la jurisdicción de tribunales extranjeros para juzgar hechos ocurridos en nuestro país.
El mío era un posicionamiento político que no se correspondía con el humor público de superficie, mediático. Recordemos que a Kirchner se le atribuían inverosímiles porcentajes de aprobación similares a los “votos” que obtenía el dictador Fidel Castro en las elecciones de partido único de Cuba.
Como la mía era una posición más bien solitaria y poco acorde a los vientos que soplaban, decidí volcar mis análisis en informes que se distribuían por correo electrónico y eran leídos por personas relevantes de la Argentina, de diferentes sectores de actividad.
Empezaba por entonces la pulseada con Jorge Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Comisión Episcopal Argentina.
En un informe de 2004 escribí: “Al Presidente le caben todos los sayos. Bergoglio dice ‘adolescentes’, él se lo pone; monseñor Carmelo Giaquinta dice lo que todo el mundo piensa (’siento con dolor que estamos dejando escapar una ocasión histórica para rehacernos como Nación’), y Kirchner reacciona porque ese sayo le cabe también”.
![Monseñor Carmelo Giaquinta, en 2005 (FOTO:DYN/LA CAPITAL MDP]](https://www.infobae.com/resizer/v2/XM332YIPFNFGXJ2FHHZFWOGDD4.jpg?auth=72d7755d90bfc8ca5301c6e4a697f9c74c8fdc5a8bf8df7abfcceaf33dcd01e9&smart=true&width=600&height=444)
Otro informe llevó por título “El depredador institucional”, y decía: “Desde que arrancó su gestión, el Gobierno se ha empeñado en depredar las instituciones, someter a su arbitrio a los otros poderes del Estado, extorsionar a los gobiernos provinciales y enemistarnos con el mundo entero”.
En efecto, gran pateador de árboles caídos, el presidente se les “animó” a los militares y a los jueces supremos. Y lo mismo quiso hacer con la Iglesia. Para ello se las tomó con la historia, rompiendo con la tradición al trasladar el Te Deum a Santiago del Estero en el año 2005 para no tener que escuchar la homilía del cardenal Jorge Bergoglio en la Catedral metropolitana.
Al cumplirse el primer año de gestión kirchnerista, durante el Te Deum del 25 de mayo de 2004, Bergoglio dijo: “O elegimos el espejismo de la adhesión a la mediocridad que nos enceguece y esclaviza, o nos miramos en el espejo de nuestra historia, asumiendo también todas sus oscuridades y antivalores, con nombre y apellido, y adherimos a la grandeza de aquellos que lo dejaron todo por la patria”. Esto fue leído como una crítica a la mal llamada política de derechos humanos de los Kirchner (una lectura sesgada de la historia al servicio de la manipulación del pasado).
En realidad, el futuro papa Francisco interpelaba a toda la clase dirigente pero Kirchner se ponía el sayo enseguida y, alentado por uno de sus asesores en las sombras, viejo detractor de la Iglesia argentina, inventó esto del Te Deum itinerante de los 25 de Mayo, aunque la fecha evoca una Revolución cuyo escenario fue porteño…
Además de lanzar la conocida persecución judicial contra Bergoglio en base a calumnias.
Nada de esto logró acallar al Arzobispo, que siguió hablando en el mismo tono. Dicho sea de paso, sus homilías, verdaderos documentos históricos, rebosantes de pensamientos profundos y de amor al país y a los argentinos, están disponibles en la web del arzobispado y su lectura es inspiradora.
El 30 de mayo de 2006 escribí en mi informe que monseñor Jorge Bergoglio había pronunciado “una homilía cuyas verdades fueron tan categóricas que no dejaron el menor margen para la mentira o la hipocresía en el acto que debía tener su momento culminante unas horas más tarde”. Recordemos que ese año, Nestor Kirchner había decidido volver al Te Deum luego del impasse de 2005, pero, a modo de pulseada con la Iglesia, programó un acto para esa misma tarde frente a la Rosada. Y a la Catedral.
Aparato mediante, le llenaron la Plaza de Mayo, pero él no pudo casi articular palabra porque Bergoglio lo vació; ese día, la pobreza habitual de los discursos presidenciales alcanzó una cumbre. “La verdad quedó entre las paredes de la catedral metropolitana y afuera, en la Plaza, sólo hubo pan y circo”, escribí. A duras penas habló Kirchner 14 minutos, ante una multitud sin fervor alguno.
Si Kirchner creyó que Bergoglio se iba a amilanar porque el año anterior él había mudado el TeDeum a Santiago del Estero, erró el cálculo. Ese año fue el último en que asistió a la catedral. La homilía de 2006 fue tan contundente que un diario afín al gobierno dedicó dos páginas a evacuar la bilis acumulada el 25 de mayo por las “insidiosas palabras del Cardenal”.

Horacio Verbitsky, que en esa ocasión se reveló exégeta de las Sagradas Escrituras aseguró que nada de lo dicho por Bergoglio “formaba parte de las bienaventuranzas bíblicas como tampoco la hipótesis de que un presunto ‘permanente enfrentamiento nos deja rehenes de los imperios’”, una frase “propia de la Guerra Fría”.
El Arzobispo había dicho: “Felices si somos perseguidos por querer una patria donde la reconciliación nos deje vivir, trabajar y preparar un futuro digno para los que nos suceden. Felices si nos oponemos al odio y al permanente enfrentamiento, porque no queremos el caos y el desorden que nos dejan rehenes de los imperios”.
Era curioso ver cómo negaban la existencia de intereses imperiales los que se jactaban de ser antiimperialistas. Como si el permanente debilitamiento o la relativización de las atribuciones soberanas de los Estados y por ende de los gobiernos nacionales en nombre de objetivos “universales” y “humanitarios”, no sirviese a intereses extranjeros.
Néstor Kirchner se estaba valiendo de la etiqueta de los derechos humanos para mantener abiertas todas las heridas y seguir debilitando a las Fuerzas Armadas y privando a la Argentina de una política de Defensa.
En paralelo se promovían todas las formas de relativismo: desde la duda sobre los valores fundantes de una Nación, su cultura, las bases de su nacionalidad y la legitimidad de su territorio -con el antirroquismo y el indigenismo permanentes-, hasta la misma dignidad de la persona humana. La degradación de las instituciones incluyó el deterioro de la educación con los resultados hoy a la vista.
Por algo se enojaban con Bergoglio: a nadie le gusta quedar en evidencia. La discordia y el rencor que Kirchner promovía sin pausa, nos dejaba, como decía el Arzobispo de Buenos Aires, rehenes de los intereses y de las aspiraciones hegemónicas de cualquiera. Nunca nadie trabajó tanto en el sentido de los propósitos del imperialismo como ese autodenominado “antiimperialista”.

“Nuestros hermanos hebreos –dijo el arzobispo de Buenos Aires - llamaban a la verdad ‘firmeza’ y ‘fidelidad’: lo que se sostiene y convence porque es contundente (...). La intemperancia y la violencia, en cambio, son inmediatistas, coyunturales, porque nacen de la inseguridad de sí mismo. Feliz por eso el manso, el que se mantiene fiel a la verdad. Desdichado el vengativo y el rencoroso, el que busca enemigos y culpables sólo afuera, para no convivir con su amargura y resentimiento”.
Esta homilía dio en el blanco, como lo demostró la reacción de uno de los voceros oficiosos del gobierno y asesor en las sombras que tildó a Bergoglio de psicólogo, porque según él había tratado al presidente de “intemperante y violento por inseguridad de sí mismo” y (que) buscaba “enemigos y culpables sólo afuera”, y practicaba “la exclusión del contrario, la confrontación y el choque”. Todas cosas ciertas.
El vocero citado aseguró que “el presidente del Episcopado sorprendió (a Kirchner) con un agresivo discurso político, en el que repitió el catálogo de críticas de la oposición al presidente, como si formaran parte del Sermón de la Montaña”.
Cristina Kirchner no pisó la catedral ningún 25 de Mayo durante su presidencia. Eludió todos los Te Deum hasta que el cardenal porteño fue electo Papa y entonces volvió a la Catedral para escuchar a Mario Poli…
Pero mientras Bergoglio fue arzobispo, ella trasladó al interior la evocación de una Revolución que tuvo un escenario porteño. Una decisión acorde con el mismo analfabetismo cultural que la llevó a llamar “sábado de Resurrección” al “sábado de gloria” cuando quiso hacer alarde de religiosidad. En su ímpetu por aparecer cercana a Francisco, hizo resucitar a Jesucristo un día antes…

Mi reunión con Bergoglio
Uno de los dirigentes que leía mis informes era Jorge Triaca (padre), junto a su esposa, Adriana Menéndez. Cuando él falleció, ella me contactó, porque Jorge siempre le había hablado de nuestro vínculo; quería homenajearlo, reuniendo textos de quienes lo habían conocido. Fue entonces cuando Adriana me dijo: “Ahora sigo leyendo tus informes, pero con otro Jorge…”, en referencia al Cardenal Bergoglio, a quien ella seguía desde hacía años. Me dijo que ambos se identificaban plenamente con las categorías de observación de la realidad desarrolladas en esos análisis políticos.
Me preguntó si me reuniría con él y esa sugerencia encajó con mi deseo de verlo porque se aproximaba otro 25 de mayo, fecha en que nuevamente los Kirchner huirían de la verdad.
Entonces una tarde, en vísperas de un nuevo aniversario de la Revolución de Mayo, Bergoglio me recibió en la sede del Arzobispado de Buenos Aires, al lado de la Catedral metropolitana. Llegué con un nuevo informe para que él lo leyera y empezamos un diálogo sin tiempo. Previamente, como en una película de la mafia, él me pidió que nos sentáramos casi rodillas con rodillas para prácticamente hablarnos al oído: “Tengo una antena de la SIDE escuchando todo lo que hablo porque el gobierno me ha declarado enemigo n°1″, me explicó.
Yo fui a la cita con el apasionamiento que me caracteriza cuando se trata del país, y llevando una iniciativa desmesurada: quise convencerlo de que hiciera el Te Deum en las escalinatas de la Catedral para que la Plaza se llenara de todos los argentinos que se identificaban con los valores que él exponía en sus homilías, que para mí y para muchos representaban la esencia de nuestra argentinidad.
A partir de ahí sentí la pulsión de una discusión entre dos argentinos, ambos apasionados por el país pero uno con el peso de la responsabilidad que implicaba representar a una institución fundante de la Nación, pese a sentirse identificado con mi perspectiva.
De los Kirchner, me dijo que no los veía encaminados a unir a los argentinos sino como gente dispuesta a fragmentar el país para sobrevivir personalmente, imbuidos de un espíritu de facción cuando lo que la Argentina necesitaba era espíritu de Nación.
También evocó la frialdad con la que se comportaron con respecto a los sucesos de Cromañón -que a él tanto lo marcaron-, cuando se fueron a recibir el año al sur mientras morían decenas de jóvenes argentinos. Algo que lo llevó a decir en varias oportunidades: “Buenos Aires tiene que llorar. Buenos Aires no ha llorado”.
Me dijo que veía en Cristina Kirchner una conducta que iba en desmedro de la esencia de la naturaleza femenina y habló de cómo degradaba los principios que pretendía defender.
En cuanto a la iniciativa que yo le había llevado, él no lo veía pertinente, más allá de la identificación con mi análisis. Como yo no cejaba en mi empeño de convencerlo, pasado un tiempo que no puedo determinar en el recuerdo, exclamó: “¡Basta! Esta discusión se terminó. Yo tengo una responsabilidad institucional y eso que usted me propone no lo puedo hacer, así que este diálogo se terminó”. Fue categórico.
Me paré, el lugar ya estaba casi en penumbras porque la tarde se había ido. Estaba algo enojado. Él me ayudó a ponerme el Perramus y yo me encaminé hacia el pasillo que había transitado muchas veces porque allí mismo me reunía con el cardenal Antonio Quarracino una vez por mes en los años 90. Le dije: “No hace falta que me acompañe porque conozco el camino”. Pero Bergoglio me replicó severo: “No, lo acompaño para asegurarme de que se va”. Cuando llegamos al ascensor, antes de que se cerrara la puerta, me preguntó: “¿Cuál era el nombre de la persona por la cual me pidió que rezara?”, volviendo al inicio de nuestra conversación. Se lo dije, cerró los ojos como para memorizarlo, y me dijo: “Y usted rece por mí”.

Bajé, fui a la Catedral y recé por él. Cuando me alejaba sentí que en su severidad encarnaba la autoridad de la institución que representaba y en la pregunta personal, luego del final abrupto de nuestra discusión, estaba la piedad de un hombre de Dios. La atención amorosa por encima de la política.
No estaba escandalizado ni sorprendido. Bergoglio estaba acostumbrado a lidiar con todo tipo de problemas y planteos. Simplemente había tomado una decisión y, me atrevo a pensar, quería alejar la tentación…
Una escena similar se repetiría años después, ya en el Vaticano, cuando le llevé la iniciativa de intentar tender un puente con China. Ese día, de la reunión -una hora y media de debate geopolítico- participaron también el secretario de Estado, Pietro Parolin, y el entonces secretario de Relaciones con los Estados, Dominique Mamberti. El intercambio terminó del mismo modo. En un momento dado, Bergoglio se puso de pie y dijo: “Esta discusión se terminó”. Y mirándome, agregó: “Usted recibirá un mensaje oral o escrito”. Cuarenta y ocho horas después, me entregaron la carta para el gobierno chino.
Ahí nuevamente se manifestó el carácter y la determinación de un hombre que, aun consciente de los riesgos, apostaba a la consumación de un hecho que, de salir bien, contribuiría al proyecto de paz e integración mundial al que se consagró durante todo su papado.

Como cuando empecé a militar, desde muy joven, me formé en el saber obedecer y el saber mandar, comprendía perfectamente el significado de la autoridad que me permitía experimentar la verdadera dimensión de lo que ese hombre significaba.
Y en su severidad, sentí la fe.
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