La destrucción de la democracia
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La destrucción de la democracia

Desde la crisis de 2008 no cesamos de hablar de los años treinta. Es natural. La crisis de 1929 provocó en Occidente la llegada al poder o la consolidación del fascismo (y acabó en la II Guerra Mundial); la crisis de 2008 ha provocado la llegada al poder o la consolidación del nacionalpopulismo (y no sabemos cómo acabará). La historia nunca se repite exactamente, pero siempre se repite con máscaras distintas, porque en ella, como en la materia, nada se crea ni se destruye (solo se transforma), y porque las circunstancias siempre son distintas, pero los errores de los humanos son idénticos o casi idénticos; no me canso de recordar a Bernard Shaw: lo único que se aprende de la experiencia es que no se aprende nada de la experiencia. El nacionalpopulismo no es fascismo: es una máscara o una metamorfosis del fascismo; como tal, contiene algunos rasgos del fascismo (el más notorio: el nacionalismo), y en todo caso es más peligroso que él, porque todavía no hemos encontrado su antídoto: la prueba es el retorno de Donald Trump al poder. Al principio, comparar a Trump con Hitler podía parecer exagerado o imprudente; ya no lo es, sobre todo si se recuerda que, en 1933, cuando Hitler accedió al poder, nadie imaginaba que acabaría haciendo lo que hizo. Al menos desde Cicerón, sabemos que la historia debe ser magistra vitae; por eso conviene tenerla siempre presente: para intentar quitarle la razón a Bernard Shaw. En suma: lo imprudente ahora es no pensar en Hitler cuando se piensa en Trump.
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