Durante décadas, la desigualdad en Chile se discutió casi exclusivamente a partir de la distribución del ingreso. El coeficiente de Gini se convirtió en el principal termómetro del problema: cuando bajaba, se hablaba de avances; cuando subía, de retrocesos. Este enfoque —útil y necesario— permitió ordenar el debate público y evaluar políticas redistributivas. Sin embargo, hoy resulta insuficiente para comprender las brechas que estructuran el bienestar y las oportunidades en el país. La evidencia reciente muestra que la desigualdad no se expresa solo en el ingreso, sino en la forma en que se distribuyen, de manera simultánea, múltiples dimensiones de la vida social.
Este giro en la discusión no es exclusivo de Chile. En las semanas previas al proceso electoral presidencial, dos informes de referencia contribuyeron a ampliar el marco del debate. El Panorama Social de América Latina y el Caribe 2025 de la CEPAL advirtió que la región enfrenta una trampa persistente de alta desigualdad, baja movilidad social y débil cohesión, incluso en contextos donde la desigualdad de ingresos ha disminuido. En paralelo, el Reporte 2026 del Laboratorio Mundial de Desigualdad subrayó que las desigualdades centrales del siglo XXI exceden el ingreso de los hogares e incluyen la riqueza acumulada, el acceso a servicios esenciales, las oportunidades educativas, la seguridad laboral, la localización de la vivienda y la capacidad de enfrentar riesgos económicos y sociales.
Desde esta perspectiva, Chile aparece como un caso particularmente ilustrativo. Pese a algunos avances recientes, el país mantiene niveles de concentración del ingreso notablemente altos, incluso en comparación con el promedio de América Latina. Esta elevada desigualdad monetaria se entrelaza, además, con brechas persistentes en ámbitos como educación, vivienda, cuidados, informalidad laboral, protección social y acceso a bienes públicos. Focalizar el análisis únicamente en el ingreso si bien permite capturar una dimensión central del problema, resulta insuficiente para comprender cómo estas desigualdades se acumulan, se refuerzan mutuamente y condicionan las trayectorias de vida de amplios sectores de la población.
La evidencia acumulada muestra que estas privaciones no operan de manera aislada. La desigualdad educativa incide en las oportunidades laborales; la informalidad limita el acceso a la protección social; el territorio condiciona el acceso a servicios básicos y de oportunidades; y las brechas de género estructuran la distribución del tiempo, los ingresos y las oportunidades a lo largo del ciclo de vida. Este entramado de desventajas configura un patrón de desigualdad más complejo, que no puede resumirse en un único indicador monetario. A escala global, el Laboratorio Mundial de Desigualdad refuerza este diagnóstico al mostrar que, incluso en países donde la desigualdad de ingresos se ha estabilizado, la concentración de la riqueza y la segmentación territorial continúan profundizando brechas sociales y políticas.
En este contexto, la próxima publicación de los resultados de la Casen 2024 abre una oportunidad relevante para Chile. No solo porque entregará cifras actualizadas sobre pobreza e ingresos, sino porque permite observar —si el debate público así lo decide— cómo se distribuyen otras dimensiones fundamentales del bienestar. Educación, empleo, vivienda, seguridad social, cuidados y condiciones de vida pueden analizarse de manera integrada para identificar no solo cuántas personas enfrentan privaciones, sino también qué combinaciones de desventajas las explican.
Avanzar hacia una mirada multidimensional de la desigualdad no implica abandonar los indicadores tradicionales, sino reconocer sus límites. Hogares con ingresos similares pueden enfrentar condiciones de vida muy distintas, y la reducción de la pobreza monetaria no garantiza trayectorias estables cuando persisten la informalidad, la precariedad habitacional o la sobrecarga de cuidados. Ignorar estas dimensiones conduce a diagnósticos parciales y, en consecuencia, a respuestas de política pública incompletas.
Chile ha construido, a lo largo de las últimas décadas, capacidades estadísticas e institucionales que permiten dar este paso con seriedad. La experiencia en medición multidimensional de la pobreza demuestra que es posible avanzar con rigor técnico, continuidad y legitimidad pública. Extender esta lógica al análisis de la desigualdad no es una sofisticación académica, sino una condición necesaria para comprender mejor cómo se distribuyen hoy las oportunidades y las desventajas que afectan el bienestar de la población.
Por Dante Contreras, FEN, Universidad de Chile y Joaquín Prieto, Facultad de Gobierno, Universidad de Chile
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