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Vida y obra del mejor fotógrafo de guerras de la historia: Robert Capa, el artista que se aferró a su cámara hasta el final

Vida y obra del mejor fotógrafo de guerras de la historia: Robert Capa, el artista que se aferró a su cámara hasta el final

Húngaro, pasó hambre, tenía un dedo meñique de más en una mano, intentó ser periodista en Alemania pero tuvo problemas con el idioma. Vivió décadas de conflictos y los contó a través de su lente. Su historia de amor y el inicio de una era novedosa en la historia de la fotografía La foto más célebre de Robert Capa:

Fue el mejor fotógrafo de guerras del mundo. De un mundo que vivía en guerras permanentes, el de las últimas seis décadas del siglo pasado. Unas guerras que se peleaban en trincheras, campos y mares, con armas de fuego, tanques, acorazados y bombarderos; guerras, hoy ocasionales, de ciudades devastadas y sangre fundida en la tierra; guerras ajenas a las guerras de hoy, que se libran en las bolsas de valores, los organismos internacionales de crédito, los bancos, los decretos, los supermercados y los tugurios del narco.

Robert Capa fotografió aquellas guerras como ningún otro fotógrafo. Supo verlas como ningún otro fotógrafo porque las miraba con el alma y, de a ratos, con los ojos. Era un talento joven, porque joven murió y en una guerra que fotografiaba; un talento que él mismo achicaba con una modestia tal vez casual y una de las tantas frases que dejó como un profesor sin cátedra: “No basta con tener talento. También tenés que ser húngaro”.

Era húngaro. Y no se llamaba Robert Capa, sino Endre Ernö Friedmann. Endre es Andrés, pero aquí será Endre hasta que Endre sea Robert Capa, porque hay que ser húngaro. Había nacido el 22 de octubre de 1913, a menos de un año del estallido de la Primera Guerra Mundial, en un hogar judío de Budapest, la capital que todavía lucía el esplendor del imperio austrohúngaro y marchaba hacia su destrucción al compás de tres por cuatro de los valses de Strauss.

Fue un chico especial desde su nacimiento: tenía un meñique de más en una mano. Su mamá creyó que ese yerro de la naturaleza era una señal de que su hijo había sido elegido por Jehová. Endre tenía un año cuando estalló la guerra, pero vivió una guerra familiar desde muy pequeño: familia muy pobre, padre aficionado al juego y a mentir sobre las consecuencias de su adicción. Hasta que Endre se fue de Hungría en 1931, antes de cumplir los dieciocho, pasó toda su infancia y adolescencia envuelto en la guerra íntima de sus padres. Se hizo un chico de la calle, un vago al que una persona le cambió la vida: Eva Besnyö, que vivía atada a su cámara de fotos Kodak Brownie, y que interesó a Endre en ese arte mágico que es encerrar la realidad en un negativo. Endre encontró apoyo y afecto en Eva, y Eva descubrió a un chico generoso y leal en Endre.

Se conocían desde chicos. Ella tenía unos ojos tan negros que, cuentan, una tarde, en un tranvía, un hombre le dijo que volviera a su casa a lavárselos. Tenía dos hermanas, Panna y Magda: “Un día, Endre me confesó que estaba enamorado de mis hermanas y de mí. No fue capaz de decidir cuál le gustaba más”. Era un muchacho enamoradizo y soñador. Fue Eva quien le dio dos apodos: “Yo lo llamaba “Bandi”, que es un diminutivo de Endre. Pero también lo llamábamos “Capa”, que significa tiburón”.

León Trotsky en Copenhague en otra de las memorables fotos de Robert Capa

Al muchacho no le interesó demasiado la fotografía, Eva recordaría muchos años después y ya nonagenaria, que en los días de Budapest no habló mucho con Endre ni de su Kodak, ni del arte de ver la vida por el visor de una cámara; sí, algo de interés hubo en él, pero no mucho. Quien cobijó al chico en el afecto y en la fotografía fue Lajos Kassák, un socialista húngaro que apoyaba el arte y que creía que la fotografía serviría como instrumento social para mostrar las injusticias del sistema capitalista.

La Primera Guerra, aquella que no iba a repetirse jamás, fue un desastre para Hungría: perdió el setenta por ciento de su territorio y el sesenta por ciento de su población tras el amargo reparto de Versalles. El intento de instaurar una dictadura soviética en 1919 terminó con un golpe de Estado a cargo del almirante Miklós Horthy, que llegó al poder con la ayuda del ejército rumano, y que implantó una dictadura con tintes fascistas, ejecutó en un par de meses a cinco mil izquierdistas, encarceló en campos de concentración a otros setenta mil, persiguió a los judíos al amparo de una feroz campaña antisemita y rigió los destinos de esa nación hasta el final de la Segunda Guerra, en 1944, unos años conocidos como los del “Terror Blanco”.

En una de las protestas contra el nuevo régimen, Endre fue herido y detenido por la policía. Más tarde recordaría: “En la plaza del cuartel, el jefe de la policía silbaba la Quinta Sinfonía de Beethoven mientras golpeaba a muchachos que tenían el cabello muy largo. Yo tenía diecisiete años y el cabello muy, pero muy largo. La mañana siguiente, el comisionado llamó a mi madre y le dijo que si yo abandonaba Hungría en las siguientes veinticuatro horas, algunas preguntas no me serían hechas, y tampoco a mis padres”.

Se fue a Berlín, huyó de Budapest en tren y en septiembre de 1931. Allí se reencontró con Eva Besnyö que también había puesto distancia con su tierra natal. Endre vivió unos meses del dinero que le mandaban sus padres hasta que los envíos cesaron; pasó hambre en el crudo invierno alemán, llegó a robar la comida del perro de su casera, según reveló su prima Suzy Marquis, intentó hacer algo de periodismo, una carrera en la que había pensado cuando vivía en Budapest, pero tropezó con una barrera infranqueable: el alemán. “Decidí hacerme fotógrafo –diría Endre en 1953, convertido ya en Robert Capa– que es lo más parecido al periodismo para alguien que no domina el idioma”.

Robert Capa cuyo verdadero nombre era Endre Ernö Friedmann

En sus primeros trabajos, ayudante en un cuarto oscuro, cargador de cámaras con rollos nuevos, el futuro fotógrafo descubrió la que sería su socia para toda la vida: una cámara Leica, compacta, liviana, una mentirosa que aparentaba poco y daba mucho. Endre había tomado prestada una en el laboratorio donde trabajaba y enseguida exprimió al máximo las virtudes técnicas de esa pequeña joya. Debió huir también de Berlín porque el ascenso de Adolf Hitler le hizo entender de inmediato que su vida precaria corría riesgo serio: en julio de 1932, las clases media y alta de Alemania habían votado a los nazis por temor a un alzamiento comunista. Endre se fue a París cuando no había cumplido los diecinueve.

Como la Leica, París le iba a cambiar la vida. Allí conoció a Davis “Chim” Seymour, un fotógrafo judío polaco, amigo de otro gran fotógrafo, Henry Cartier-Bresson. Formaron un trío unido por la bohemia y el hambre y frecuentaban el Café Dome de Montparnasse, al que iban escritores, pintores, filósofos y vagabundos. Seymour le dio trabajo en el semanario comunista “Regards” para que cubriera, como fotógrafo callejero, las manifestaciones del Frente Popular, una coalición de partidos de izquierda que gobernaría Francia entre 1936 y 1938.

Fue para “Regards” que Endre hizo su primera gran fotografía: un retrato de León Trotsky, ya exiliado de la URSS de José Stalin y con una sentencia de muerte flotando sobre su cabeza, durante uno de sus discursos en Copenhague, Dinamarca. Endre fue el único que fotografió a Trotsky, que no quería ser fotografiado: se mezcló con unos obreros que lo escuchaban y, mientras el resto de los reporteros intentaban sus tomas desde lejos con cámaras y equipos muy grandes, Endre llegó cerca del estrado con su pequeña Leica en el bolsillo. La cámara hizo su trabajo, pero el instante capturado por Endre era único, mostraba el intenso carisma del soviético, su energía y su personalidad expresada en un gesto tomado a corta distancia. Más tarde, Robert Capa, que había dejado ya de ser Endre, diría otra de sus célebres frases: “Si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no te has acercado lo suficiente”.

En 1934, Endre conoció a Gerda Pohorylles, que sería luego Gerda Taro. Fue el azar. Endre buscaba modelos para hacer fotos publicitarias y dio con una chica suiza bellísima, Ruth Cerf, que había huido de Alemania luego del ascenso de Hitler al poder. El alma enamoradiza del fotógrafo se alteró; era un tipo al que juzgaban bello, elegante en su vestir descuidado, un poco tosco, con alma de gitano, pícaro y encantador, “robusto, moreno, con una atracción animal, ardiente”, diría una de sus enamoradas. Había citado a Cerf para hacer las fotos publicitarias en un parque de Montparnasse, y Cerf llegó con Gerda, su compañera de piso, judía alemana y refugiada como ella, pelirroja, de metro y medio de estatura, con un corte de pelo poco femenino para la época y unos brillantes ojos verdes. Endre volvió a alterarse. Entre él y Gerda fue amor a primera vista: él tenía veintiún años y ella veinticuatro. Poco después de conocerla, Endre viajó a España donde hizo varios reportajes que le aportaron dinero suficiente para calmar sus arcas vacías y sedientas. Con esa plata se fue de vacaciones a la Costa Azul junto a un par de amigos. Ruth Cerf diría luego: “Se enamoraron en el sur de Francia”.

Robert Capa ofreció su mirada de la Guerra Civil Española

Gerda lo encarriló un poco, si eso era posible; trató de enderezar la indisciplina de Endre, de asosegar su bohemia empedernida, de aplacar su arrogancia y de corregir su irresponsabilidad. Le dijo a su amiga Cerf que Endre también era “un granuja mujeriego, dotado de un enorme potencial, y una osadía y un encanto personal que podían salvar a ambos de la miseria”. La vieja amiga húngara de Endre, Eva Besnyö, diría: “Sin Gerda, Endre tal vez no lo habría logrado. Él nunca quiso llevar una vida convencional, de modo que cuando las cosas no le iban bien, se dedicaba a beber y a jugar. Iba por mal camino cuando se conocieron, y tal vez sin ella, habría sido su fin”.

Los dos fundaron una sociedad de tres personas. El escritor y periodista americano John Hershey, lo reveló en 1947: “Gerda que trabajaba para una agencia de fotos, haría de secretaria y representante comercial; Endre sería el empleado del cuarto oscuro, y los dos habían sido contratados por un fotógrafo norteamericano rico, famoso y con talento (imaginario también) llamado Robert Capa que supuestamente estaba de visita en Francia”.

Con ese personaje inventado se largaron a la aventura. De dónde salió el nombre del fotógrafo imaginario, es un misterio. Capa era el “tiburón” que había sido el apodo con el que lo había bautizado Eva Besnyö. “Bandi” era otro de sus apodos de infancia: de Bandi a Bob no hay mucha diferencia, de Bob a Robert hay un paso. Otra teoría afirma que el apellido Capa fue elegido en homenaje al cineasta Frank Capa. Misterio. El mismo Endre dijo que había elegido Robert, o Bob; porque sonaba estadounidense, lo mismo que Capa, que además era fácil de pronunciar. Pero no dijo nada más. “Inventé lo del famoso fotógrafo americano que había venido a Europa y no quería hacer perder tiempo a los editores franceses. Me mudé con mi pequeña Leica, saqué unas cuantas fotos, escribí en ellas el nuevo nombre y se vendieron por el doble del precio”.

Soldado estadounidense en el desembarco en la playa Omaha en Normandía. Foto tomada por Robert Capa en junio de 1944 (Magnum)

Según reveló el periodista Hershey, a principios del verano de 1936 Endre había completado su nuevo disfraz. Bajo la guía de Gerda había cambiado el peinado, corto por la nuca y por los lados, y vestía ahora ropa elegante y sombrero. Endre-Gerda-Capa tomaron fotos históricas de las revueltas obreras que jaqueaban al primer ministro León Blum, jefe de gobierno del Frente Popular. Eran fotos que mostraban algo más que las comunes; detrás de las cámaras apuntaba un talento poco común, una mirada intensa y reveladora. ¿Quién era ese Robert Capa? Hershey lo explicó: “Capa estuvo en boga. Endre y Gerda empezaron a ganarse bien la vida. Capa amaba a Gerda, Gerda amaba a Endre, Endre amaba a Capa y Capa amaba a Capa”.

Entonces, en julio de 1936, mientras Hitler amenazaba a Europa con la guerra, estalló la Guerra Civil en España. Robert Capa fue a cubrirla junto con Gerda, enviados ambos por la revista “Vu”. Después de sobrevivir de milagro a un aterrizaje forzoso al cruzar los Pirineos, llegaron a las afueras de una Barcelona en llamas el 5 de agosto. Armado sólo con su Leica, Endre adhirió de inmediato a la causa anarquista. A lo largo de los días fotografiaron la partida de centenares de voluntarios jubilosos, todos muy jóvenes, dispuestos a defender a la República contra las fuerzas de Francisco Franco en el frente aragonés.

A finales de agosto, Robert Capa, que ya había dejado de ser Endre, y Gerda habían recorrido doscientos cuarenta kilómetros en coche hasta el frente de Huesca y siguieron hacia el sur porque querían fotografiar una victoria republicana. Se unieron a la misma unidad en la que combatía George Orwell, el autor de “1984″, que sería herido y se marcharía de España en 1937, desilusionado por la división de las fuerzas republicanas.

El pintor Henri Matisse, fotografiado por Robert Capa en  agosto de 1949

Las fotos de Capa captaron el horror de la guerra a los lectores del resto de Europa y más lejos aún. La revista estadounidense “World Illustrated” publicaba sus dramáticos reportajes fotográficos que retrataba los rostros más tristes de aquella guerra fratricida. Capa se colocaba muy cerca de sus objetivos, captaba las caras de la gente que regresaba a sus casas destruidas por las bombas y hallaba a sus vecinos sepultados bajo los escombros. Esas fotos le valieron la publicación de una dobla página en la prestigiosa revista “Life” del 23 de noviembre de 1936, que agotó de inmediato las primeras tiradas de cuatrocientos sesenta y seis mil ejemplares.

El 5 de septiembre de 1936, Capa tomó la foto más controvertida de su vida, la única controvertida, entre paréntesis. Muestra a un miliciano que cae mientras desciende una ladera, la cabeza atravesada por un balazo, un fragmento de masa encefálica flotando en el viento, el brazo derecho extendido y la mano derecha abierta que deja caer el fusil. La foto se conoció como “La muerte de un miliciano” y es acaso la más conocida de las muchas muy conocidas de la Guerra Civil Española. Fue publicada el 23 de septiembre en “Vu” y volvió a aparecer en “Paris-Soir” y en “Regards”. “Life” la publicó el 12 de julio de 1937. En 1974 la autenticidad de la foto fue puesta en duda y el nombre de Capa, quedó ajado por la polémica.

Según había relatado el propio Capa, se sentía culpable de la muerte de aquel hombre porque le había pedido, a él y a sus compañeros, que bajaran corriendo la ladera de un monte mientras reinaba un descanso en la batalla. Los hombres lo hicieron para que Capa pudiera fotografiarlos, y el miliciano fue muerto por un disparo enemigo. Con los años hasta se conoció el nombre del muerto, Federico Borrell, pero como en toda teoría conspirativa, tampoco se dio crédito a ese descubrimiento. Es difícil pensar que, si se tratara de una foto trucada, esa fuese la única, el único negativo, la única toma de un soldado en el momento de caer muerto de un balazo en la cabeza. La polémica amenaza con ser eterna, aunque la foto todavía hoy estremece y exhibe el espanto de la guerra.

Para 1937 “Capa” era una marca registrada. No sólo era Robert Capa, era también Gerda Taro. Nadie sabía muy bien quién de los dos había tomado tal foto: era siempre Capa quien apretaba el disparador de la cámara. En julio de 1937, después de haber fotografiado las escenas más dramáticas de la Guerra Civil española, después de haberle puesto cara, sangre y piel a aquel drama, Capa dejó España y viajó a París. Antes, le dijo a su amigo Ted Allan, un joven voluntario canadiense: “Teddy, te hago responsable de Gerda. Cuida bien de ella”. Gerda coqueteó con Teddy, le dijo: “No pienso volver a enamorarme. Es demasiado doloroso”. Él le preguntó si iba a casarse con Capa. “Capa es mi amigo –dijo ella– mi “copain” (compañero). Él quiere que nos casemos, pero yo no quiero”. El canadiense, que sentía una fuerte inclinación hacia Gerda, también se sintió en falta ante las insinuaciones la muchacha, que impulsaba el amor libre, desataba ataduras y se había embarcado en el bando republicano con fervoroso entusiasmo y un revolver que llevaba ajustado a la cadera día y noche.

Gerda debía volver a París el lunes 26 de julio. El viernes 24 quiso regresar al frente de Brunete, una localidad del suroeste de Madrid, para tomar las últimas fotos. Le pidió a Ted Allan que la acompañara. Y Allan fue. Pese a la orden tajante del jefe de las tropas republicanas, que los expulsó del campo de batalla, Gerda fotografió el ataque de los aviones franquistas y de la denodada defensa en tierra. Finalmente, ya sin película para su cámara, Gerda y Allen subieron al estribo de un auto negro que los sacaría de aquel fuego intenso.

La liberación de París según Robert Capa

Ella dijo: “Esta noche celebraremos una fiesta de despedida en Madrid. Compré champán”. De pronto, un tanque republicano se acercó fuera del control de su conductor y chocó contra el lateral del coche: aplastó a Gerda y mandó a Allen a una zanja. Fueron a parar a un hospital de El Escorial, ella destrozada, él con golpes en la cabeza y dificultades para mover sus piernas. A las seis de la tarde del lunes 26 de julio, los médicos dijeron a Allen que Gerda había muerto. Estaba a punto de cumplir veintisiete años.

Al día siguiente, Capa abrió en París un ejemplar de “L’Humanité” y leyó: “Una periodista francesa, la señorita Taro, se cree que ha muerto durante un combate cerca de Brunete”. Su cuerpo llegó a París el 30 de septiembre. Desolado, al día siguiente, el del cumpleaños número veintisiete de Gerda, Capa, de veinticuatro años, siguió el ataúd de su amada desde la Gare de Austerlitz hasta el cementerio de Pere Lachaise. Gerda había sido elevada a la categoría de gran reportera antifascista, “probablemente la primera fotógrafa que ha muerto en acción”, según “Life”. Cuando el padre de Gerda leyó la Torá, Capa se derrumbó sin consuelo en el cementerio, sacudido por un llanto convulsivo.

Nunca se recuperó del todo. Se encerró en su estudio durante quince días, casi sin probar bocado, solo y ebrio, agobiado por el remordimiento del superviviente. Cuando emergió a duras penas de aquella locura, Cartier-Bresson dijo: “Fue como si lo hubieran cubierto con un manto. El hombre que salió de allí debajo era totalmente distinto a como lo veían los demás: cínico, cada vez más oportunista, a veces profundamente nihilista, temeroso de las ataduras, desconsolado todo el tiempo”. Se dejó inundar por el alcohol. Uno de sus amigos húngaros, Gyórgy Markos, le avisó que su vida estaba en juego. Intentó recapacitar y lo logró a medias: siguió afecto a la bebida por el resto de su vida. Hablaba de Gerda como su esposa y afirmaba que en verdad se había casado con ella; sus amigos no lo contradecían.

Volvió a España para documentar el triunfo de Franco y la derrota definitiva de la República; cubrió parte de la guerra chino-japonesa, viajó a Estados Unidos para fotografiar a Ernest Hemingway que acababa de publicar su libro sobre la guerra en España, “Por quién doblan las campanas”, que vendía cincuenta mil ejemplares diarios, un éxito que “Life” documentó con las fotos de Capa.

La entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra en 1941 lo puso en Londres, donde llevó una vida un tanto rumbosa, alcohol, prostitutas, póker, mientras esperaba la autorización del ministerio de Guerra para cubrir operaciones militares fuera de Gran Bretaña, tal como evoca el periodista y escritor Alex Kershaw en su biografía de Capa que tiene un título homenaje: “Sangre y champán”.

Capa y la guerra, cualquier guerra, se hicieron entonces inseparables. Aquel hombre provocaba a la muerte. El 6 de junio de 1944, Capa ocupó una lancha de desembarco que bajó al mar desde el buque de transporte “Samuel Chase”. Era la invasión aliada a Normandía. Con su cámara al cuello, navegó los dieciséis kilómetros que separaban a las tropas de Easy Red, uno de los sectores de la playa Omaha, que sería la más sangrienta del desembarco, rodeado por jóvenes soldados, pálidos, temblorosos, casi paralizados.

Capa bajó a la playa, cubierto por la sangre de los soldados que, cerca de la costa, habían volado de sus lanchas destrozadas por la artillería alemana; vio a Omaha cubierta por desechos de guerra, tanques calcinados, lanchas de desembarco destrozadas, Biblias que flotaban en la orilla sobre charcos teñidos de rojo, en medio de innumerables cadáveres de jóvenes soldados americanos. Más tarde recordaría: “(…) Nos bajamos del bote y comenzamos a andar. Entonces vi a los hombres caer y debí empujar sus cadáveres para seguir. Las balas hacían huecos en el agua a mi alrededor y debí ocultarme tras el primer obstáculo de acero que vi. Mis encuadres estaban por completo llenos de humo de mortero, tanques quemados y botes que se hundían. Cada fragmento de mortero daba en el cuerpo de algún hombre. Tome foto tras foto enloquecidamente (…)”.

Seis horas después, volvió a trepar al “Samuel Chase” y llegó de regreso a Inglaterra el 7 de junio. Hizo unas fotos que, presumiblemente, eran magníficas, pero que se arruinaron casi todas en el cuarto oscuro de “Life”. Se salvaron once de las ciento treinta y cuatro fotos que había entregado Capa, que se conocen hasta hoy como “Las once magníficas”. Aparecieron el 19 de junio en siete páginas de “Life”.

Robert Capa mientras toma una foto

Así como había fotografiado la guerra, Capa fotografió la paz, las celebraciones parisinas de la liberación primero y de la victoria aliada después. Nunca abandonó su idea de estar siempre cerca del objetivo a fotografiar. Así se acercó al general Charles De Gaulle para retratarlo, erguido y sonriente, marchar a paso vivo por Champs Elysees: una foto histórica. El general Dwight Eisenhower le concedió la Medalla de la Libertad por haber estado lo suficientemente cerca durante toda la guerra.

En los días que siguieron a la liberación de París y a la victoria aliada, Capa bebió mucho champán y comió mucho cordero a orillas del Sena y junto a Hemingway, a Pablo Picasso y a Cartier-Bresson, que había pasado tres años en un campo de prisioneros de guerra y con quien, en 1947 y junto a su viejo amigo David “Chin” Seymour y a Rodger Vandiver fundó Magnum Photos, la primera agencia corporativa para fotógrafos independientes. Allí, Capa llevó adelante un gran trabajo fotográfico incluso del mundo artístico, donde había hecho buenas amistades, entre ellas Hemingway, futuro Nobel de Literatura, el director John Huston, el actor Gene Kelly, Ingrid Bergman, Picasso y otro futuro Nobel de Literatura, John Steinbeck, con quien recorrería la URSS de posguerra. Se sintió incluso un poco tentado por el brillo de Hollywood, pero pegó un portazo con una frase épica: “La mierda más grande que he pisado nunca”.

En 1954 fue a buscar a la muerte en Indochina. Ya con Francia derrotada por el Vietminh, todo un antecedente de la futura guerra de Vietnam y del vietcong como fuerza guerrillera, el 24 de mayo, después de varias jornadas en el frente, Capa viajó en avión al delta del río Rojo para reunirse con un regimiento de la Legión Extranjera. Trabajaba para Time-Life, propiedad de Henry Luce, un empresario con fuertes vínculos con la CIA; lo acompañaban John Mecklin, también de Time-Life, y Jim Lucas, de “Scripps-Howard”. Capa quería retratar los triunfos comunistas, pero Luce quería fotos de victorias francesas, que ya no existían, porque se oponía a la expansión comunista en extremo Oriente.

El martes 25, Capa y sus compañeros, provistos de una petaca de coñac y un termo de té helado, se encontraron con los hombres de la Legión. Capa, que tenía cuarenta años, lanzó una ironía, tal vez la última: “Hoy me voy a portar bien. No voy a insultar a mis colegas y no voy a hablar ni una sola vez de la excelencia de mi obra”. Viajaban en un jeep que de vez en vez recibía una lluvia de balas comunistas. Antes de que alcanzaran el fuerte Thanh Ne, que era cobijo de los legionarios, estalló una feroz batalla. La columna se detuvo y Capa bajó para alejarse un poco por la carretera. Pidió que lo recogieran cuando se pusieran en marcha otra vez.

Los suyos lo vieron alejarse incluso de la carretera para fotografiar un pelotón de avanzada que circulaba por la hierba alta. Minutos después, oyeron una fuerte explosión. Un joven teniente vietnamita llegó y le dijo al jefe del grupo de legionarios, sin la menor emoción: “El fotógrafo ha muerto”. Mecklin y Lucas corrieron a gatas por la ruta y se adentraron arrastrándose en un pequeño campo. Encontraron a Capa tendido de espaldas, en medio de un charco de sangre. La pierna izquierda había volado en pedazos y algunos fragmentos habían caído en el pozo que había dejado la mina terrestre pisada por el fotógrafo, que tenía una profunda herida en el pecho. Mecklin gritó: “¡Capa! ¡Capa! ¡Capa…!” Los labios de Capa temblaron un poco y quedaron inmóviles. Eran las tres y diez de la tarde.

Robert Capa murió aferrado a su cámara

Buscaron con desesperación a un médico, un camillero, alguien que recogiera los restos para intentar una salvación imposible. Un camillero lo vio y siguió de largo: no había nada que hacer. De golpe se detuvo y preguntó: “¿Es un camarada?” Mecklin le dijo que sí y el tipo desplegó la camilla.

Cuando colocaron allí su cuerpo, Capa mantenía aferrada en su mano izquierda su cámara de fotos. Era una Contax.

Fuente

Infobae.com

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