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Biografía de Enrique Correa: por qué fue sancionado y obligado a volver al exilio estando clandestino en los 70

Biografía de Enrique Correa: por qué fue sancionado y obligado a volver al exilio estando clandestino en los 70

En diciembre de 1973, tres meses después del golpe, Enrique Correa partió al exilio. Su partido, el izquierdista MAPU Obrero y Campesino (MAPU-OC), había resuelto que Correa, entonces de 28 años y una de sus figuras más relevantes, era demasiado reconocible para los aparatos represivos del régimen militar.

Correa se exilió en Moscú, la capital de la Unión Soviética, junto a su entonces pareja, una mapucista de nombre Ana María. En 1975, sin embargo, el MAPU-OC decidió que volviera a Chile, lo que Correa deseaba con ansias. Antes, eso sí, debió hacerse un tratamiento para bajar de peso y cambiar su apariencia. Esto le permitió reingresar con una identidad falsa a fines de 1975. También regresó clandestina Ana María.

Así continúa el relato en este extracto editado de Enrique Correa. Una biografía sobre el poder, título del sello “Tal cual” de la Escuela de Periodismo UDP y editorial Catalonia:

“Pasó por el lado y no lo reconocí”, dice Mario Valdivia al recordar el día en que fue al aeropuerto Arturo Merino Benítez a recogerlo. “Venía muerto de miedo, porque estaba entrando por la aduana, por Policía Internacional, con un pasaporte muy bien hecho, pero hechizo”. Valdivia, quien integraba la directiva del MAPU-OC, prefirió trasladar personalmente a Correa hasta el punto en que los esperaba un mapucista del equipo de seguridad, la SAE. Esa persona llevó a “Manuel” (la chapa política de Correa) a su nueva casa y así se respetó la compartimentación: solo uno de ellos conocía el destino final.

En esa casa en Ñuñoa, de un piso y con jardín, cerca del Campus Oriente de la Universidad Católica, vivía un matrimonio que lo acogió. Después llegó Ana María, y para evitar ser descubiertos pasaban allí la mayor parte de los días y noches. La “leyenda” de Correa era la de un funcionario de un organismo internacional que estaba en Chile para escribir un libro. Escribía y leía, y para matar el tiempo veía teleseries. Cuando salía, lo hacía acompañado de un militante.

Se integró rápidamente a la directiva. El partido había resuelto que Jaime Gazmuri seguía al mando, aunque estuviese en el exterior, pero comunicarse era complejo y tomaba semanas, por lo que por esos días Fernando Ávila, “Héctor”, dirigía la colectividad en Chile. Apenas se instaló, Correa se reunió con Ávila. Eran tiempos de reorganización en los que el objetivo de conformar un frente antifascista se veía muy lejano, pues aún no había contactos significativos con una DC que se resistía a un acuerdo con la izquierda. Además, la DINA había descabezado a la dirección interior del PS.

La presencia de Correa en Chile se notó. En esos años, el secretariado estaba integrado por Jaime Gazmuri, Fernando Ávila, Enrique Correa, José Perelli, Daniel San Martín, Óscar Torres y Mario Valdivia. Salvo por Torres, que tenía un rol semipúblico, el resto eran dirigentes clandestinos que participaban de la “dirección colectiva” del partido y que debían seguir una serie de reglas para comunicarse y reunirse.

Ni el debate interno ni las limitaciones propias de la clandestinidad calzaban con el ímpetu de Correa. En un país en que colectividades tradicionales de izquierda, como el PC y el PS, estaban debilitadas por la represión, “Manuel” visualizaba un espacio para que el MAPU-OC tomara la iniciativa.

Correa, entonces, requería mando y autonomía. Al comienzo impulsó una propuesta que no generó resistencias: formar el brazo juvenil del MAPU, la Unión de Jóvenes Democráticos (UJD). Quien quedó a cargo de liderar la organización fue Rafael “Pollo” Guilisasti, el hijo rebelde de los dueños de la Viña Concha y Toro, de entonces 22 años, quien había ingresado al MAPU al despuntar los 70 junto a otros estudiantes del colegio Saint George’s. Desde esa posición, Guilisasti –de chapa “Pedro”– colaboraría con el aparato clandestino para ayudar en la salida e ingreso ilegal de dirigentes. Y estaría a cargo de promover la formación de miembros de la UJD en Moscú.

Hasta ahí, “Manuel” se impuso. Pero a poco andar chocó con el estilo de “dirección colectiva”. Aunque entonces el MAPU-OC era un partido jerárquico y, algo nuevo, más dogmático, en el secretariado sí debatían. (…) Un procedimiento que privilegiaba la seguridad y que, por lo mismo, tomaba tiempo. Pero Correa tenía prisa.

Mario Valdivia recuerda: “Enrique siempre tuvo dificultades para trabajar en grupo. Él era un compañero de una gran energía –y yo lo quiero poner así en el recuerdo–, de una gran capacidad de iniciativa, con una impaciencia porque las cosas ocurrieran. Todo eso te lleva a actuar solo. Y nosotros teníamos este aprecio por el trabajo colectivo”. “Enrique era mandón, pero porque era un tipo muy capaz: en general, los que trabajaban con él eran sus subordinados, porque era difícil llegar a ser su par”, recuerda María Antonieta Saa, la única mujer de la directiva.

Desde antes de la fundación del partido, Correa había estado acostumbrado a dar órdenes y se le reconocía autoridad. Ese había sido su rol como líder de la JDC, como integrante del secretariado del MAPU o como subsecretario del MAPU-OC. Además, como encargado de Organización, impartía instrucciones y lineamientos; marginaba y castigaba. Y cuando era necesario doblegar, lo hacía. Ese era el estatus que quería recuperar en Chile, así es que avanzó a su ritmo acelerado y, jefe o no, se dispuso a dirigir en solitario.

Su actitud irritó a la directiva y a algunos militantes, al punto de que recibió un fuerte cuestionamiento por su estilo “autoritario”.

“Recuerdo las quejas por su autoritarismo”, señala Pablo Martelli, quien a mediados de los 70, con 24 años, era el encargado de trasladar a Correa en un Volvo azul que el partido compró a su nombre.

No fue el único motivo de tensión. Correa, explica Valdivia, se integró al equipo de “relaciones políticas”, encargado de establecer contacto y coordinar iniciativas con el resto de la UP, con la DC y con la Iglesia Católica. Y esta vez su personalidad chocó con la dirección. Correa era de tejer relaciones. De hacer política conversando. Privilegiaba el diálogo uno a uno y buscaba ser el centro que conecta distintos puntos. Así iba forjando alianzas. Pero en la clandestinidad eso significaba pasar a llevar la compartimentación, una regla que dividía al partido en grupos estancos, de modo que cada militante conociera solo la información relativa a sus tareas y no tuviese el cuadro completo del funcionamiento orgánico. Lo mismo corría para el contacto con otras colectividades, que solía quedar en manos de dirigentes distintos. Así, si algún mapucista era detenido, el riesgo quedaba acotado a sus nexos y no se expandía al resto.

“Enrique no era un hombre para meterse en una disciplina y quedarse sentado –explica Mario Valdivia–. Era un tipo que tenía iniciativa y tenía amigos en Chile: entre la Iglesia, los comunistas, la izquierda, la derecha, el centro. Eso pudo molestar a más de alguien”.

“Manuel” comenzó a visitar a dirigentes o militantes más allá del ámbito que le correspondía. Y lo mismo hizo para coordinar el trabajo con el resto de la oposición. Pablo Martelli recuerda que Correa y Ana María sufrían por las horas de encierro en la casa de Ñuñoa. Muchas veces Correa le pedía al joven “chofer” que se quedara con ellos, para distraerse. Y cuando Martelli aparecía con alguna visita, el estado de ánimo de “Manuel” mejoraba. Poco a poco comenzó a salir más a menudo que dirigentes como Ávila o Gazmuri. “Las actividades de Correa empiezan a ser un poco más frecuentes y más de las que normalmente debieran haber sido. Había un esfuerzo por controlar que no saliera tanto de la casa, porque nos exponíamos más”, explica Martelli.

En todo caso, la mayoría de los dirigentes rompía las reglas de la compartimentación. Gazmuri y Ávila, por ejemplo, solían jugar fútbol con un grupo de mapucistas en unas canchas cerca de la calle Seminario. Correa nunca fue bueno para la pelota, pero le gustaba conversar. Más de alguna vez fue a una casa de seguridad en la calle República, donde vivía María Antonieta Saa, a disfrutar un curanto en olla hasta poco antes del toque de queda. Valdivia recuerda alguna ocasión en que estuvo en su casa: “Estaba muy contento de conversar, de sentarse a hablar, de tomarnos unas cervezas y reírnos”.

Que cruzara la línea con militantes que cumplían tareas delicadas y vivían con miedo a ser descubiertos generó una crisis interna. Ávila recuerda que “hay por lo menos un par de compañeros, de diversas áreas, que reclaman porque Correa llega a sus casas, a echar la lata o a informarse, en circunstancias que uno llegaba concertadamente (…). Él llegaba sin previo aviso. O sea, se estaban violando las normas de la compartimentación”. El problema, continúa Ávila, es que la compartimentación no le servía a Correa, “porque lo obligaba a tener solo una porción de la información y él quería tener toda la información”. Pero eso era intolerable, como explica crudamente otro dirigente de la época: “Cuando no sabes nada, te pueden matar, pero no te pueden sacar lo que no sabes. Ese es el sentido de la compartimentación: el que no sabe, no habla”.

A raíz de los reclamos, el secretariado analizó el asunto y lo marginó de la directiva, ordenándole que trabajara al alero de “Héctor”, mientras se iniciaba un proceso de revisión de su conducta.

Además, Correa había iniciado una relación sentimental paralela con la militante María del Carmen, más conocida como Maricarmen, lo que aumentó sus salidas de la casa en Ñuñoa, cuestión que no informó a la directiva. Cuando el secretariado se enteró de estos desplazamientos hubo indignación, pues arriesgaba a su equipo de seguridad. El propio Martelli, quien se enteró de la relación tiempo después, lo recuerda así: “Yo me enojé un poco, porque me parecía que todos estábamos exponiéndonos cualquier cantidad y acá corríamos riesgos por una cuestión que no era trabajo político”.

La brutal represión les dio la razón. El 29 de marzo de 1976, el subsecretario general de las Juventudes Comunistas, José Weibel, fue violentamente detenido en una micro y hecho desaparecer. Correa –quien lo conocía hacía años y se había hecho su amigo en el marco del trabajo político– se había reunido con él un par de semanas antes, para “tomarse una cerveza, hablar de los viejos tiempos, recordar días mejores” (según el libro Los hombres de la transición, de Ascanio Cavallo). Un par de meses después, entre el 4 y el 12 de mayo, la DINA descabezó a la primera dirección clandestina del Partido Comunista en el interior. Y entre el 13 y el 15 de diciembre, la DINA detuvo e hizo desaparecer a los integrantes de la segunda dirección clandestina del PC, esta vez al mando de Fernando Ortiz.

En ese contexto explotó el conflicto entre Correa y el secretariado. Después de haber sido marginado de su cargo de dirección, “Manuel” llegó a una reunión con “Héctor”, pero este no se presentó. Según el relato de Ávila, en el siguiente encuentro Correa le reprochó su “descuido” y le pidió que entregara una carta para la directiva, donde relataba lo ocurrido y acusaba a Ávila de “no cumplir con las tareas”. “De acuerdo, pero te informo que los compañeros saben por qué yo no pude asistir”, le respondió “Héctor”. Entonces Correa quiso retirar la carta, pero “Héctor” se negó. “Ese tipo de arrebatos tenía”, resume Ávila.

La directiva discutió su indisciplina. “Él dijo bueno, me reuní con este y con este otro, con gente que estaba haciendo actividades, muy dentro de las líneas del partido –relata Mario Valdivia–. Nosotros teníamos demasiado respeto por los rituales, éramos muy conservadores en la manera en cómo entendíamos la clandestinidad. Y ese ritualismo se resintió con esta cosa”. Los dirigentes estuvieron de acuerdo en sacar a Correa del país. “La decisión la tomó el secretariado”, apunta Valdivia. Fernando Ávila fue mandatado para comunicársela.

Correa estaba “choreado”, recuerda Martelli. “Me decía que no lo entendían, que él seguía las reglas, pero que tenía una posición distinta respecto de su forma de actuar y respecto de cómo tenía que ser este trabajo”. En mayo, de hecho, su padre había muerto de un infarto y él cumplió con la norma de no asistir al funeral ni tomar contacto con su madre o sus hermanos.

La operación para que saliera del país fue compleja por motivos logísticos y políticos. Por un lado, el MAPU-OC debía iniciar el trámite burocrático de conseguir una casa y un estipendio en un país de la Europa socialista, algo que, sin duda, lograrían, pero que podía tomar meses. Por otro, era un problema que el planificado ingreso de Correa se tachara en el exterior como un fracaso.

Así, a fines de 1976 o principios de 1977, poco más de un año después de volver, “Manuel” partió clandestinamente a Roma, sede de la Comisión Exterior, entonces encabezada por José Miguel Insulza. El partido también se hizo cargo de instalar allí a Ana María.

Antes de partir, Correa pidió a Martelli y Saa, quizás sus amigos más cercanos en ese momento, que en Chile acompañaran a Maricarmen, su otra pareja. Los mapucistas partieron de vacaciones con ella al sur, hasta que ese verano de 1977 la joven se despidió del grupo para volver a Santiago y dejar el país. Tiempo después se reencontraría con Correa en la RDA.

“Creo que para él fue muy duro tener que salir”, dice Mario Valdivia, quien, 45 años después, ve con otros ojos la medida que apoyó entonces. “Mirado hoy, con más tranquilidad, yo no diría que Correa haya puesto en riesgo nada”.

Fuente

LaTercera.com

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