Un estafeta agoniza sobre una camilla
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Un estafeta agoniza sobre una camilla

Hasta ahora no hay evidencia de que el caso ProCultura sea uno de financiamiento ilegal de campañas. No hay elementos que indiquen con nitidez que determinado dinero público pasó de un lugar a otro para ese cometido. Lo que sí ha quedado de manifiesto es que incluso entre las más altas autoridades pertenecientes al Frente Amplio existe una cultura que no distingue vínculos privados y gestión pública.
Los antecedentes difundidos por la prensa a partir de la fundación que encabezaba Alberto Larraín dan cuenta de una manera de entender el servicio público en donde los lazos de afecto y las deudas personales de gratitud se trenzan de un modo torcido con distribución de cargos, recomendaciones para nombramientos y asignación de fondos del Estado.
Ese modo de inspiración aristocrática de asumir el poder y ejercerlo –en donde la pertenencia o cercanía a un clan vale más que cualquier destreza profesional- es exactamente lo que desde la izquierda y particularmente desde el Frente Amplio se había criticado de otras administraciones.
Una de las promesas de campaña fue desterrar la práctica del “pituto”, que emerge de esa forma de buscar atajos a los procedimientos establecidos en el papel recurriendo al pariente de fulano o al hoy por mi mañana por ti.
El resultado es que el poder queda entre los mismos en un círculo de compadrazgos que no es lo mismo que de confianza. Alguien de confianza en el plano laboral es quien da cuenta de un trabajo bien hecho, alguien que se sostiene sobre una trayectoria, una obra, no sobre sus parentescos ni su inclinación a alcahuetear secretos, ni su capacidad de alinearse como chupamedias militante.
De la fronda pasamos al círculo íntimo de la piscola rebelde, a la hermandad de los beneficiados con el voto de hastío de la clase trabajadora que, según las encuestas, ya se desencantó de la generación que prometió cambios.
Si el Frente Amplio alguna vez tuvo vocación de sacarle presión a la intensa concentración del poder que existe en el país, con los detalles expuestos hasta ahora está quedando claro que -o no entendían realmente de lo que se trata el fenómeno o simulaban hacerlo-, pero en realidad no les importaba mayormente: en cuanto llegaron al poder crearon su propio petit comité, privilegiando al obediente y disponiendo cargos en el gobierno en virtud de grados de cercanía privada.
En este caso, y otros tantos, buscar un empate con la derecha es demasiado fácil. Así entonces todo vale. El contraste de los hechos debe hacerse con los estándares que el Frente Amplio determinó, con la palabra empeñada incluso por el precandidato actual a la Presidencia, Gonzalo Winter, quien esta semana hablaba de “emparejar la cancha” en una declaración de campaña, usando la metáfora ramplona con la que suelen referirse los políticos a las desigualdades de origen: no todos parten una carrera desde el mismo punto ni bajo las mismas condiciones.
El diagnóstico es apropiado, pero algo indica que tanto el diputado Winter como sus compañeros de partido, a la hora de ponerlo en práctica están pensando en una cancha ajena, porque en el campo de juego en donde ellos se mueven siguen funcionando como un club con admisión restringida y espacios reservados.
Hasta el momento no está claro que Alberto Larraín haya cometido un delito, o más bien, qué figura legal transgredió. Lo que es nítido es que actuó muy mal y que debe dar muchas explicaciones. La curiosa biografía de Larraín, desde su pasado de novicio jesuita a su presente de psiquiatra y gestor cultural tienen una línea ascendente en dirección hacia lo público, propia de quienes buscan encumbrarse a costa de otros, usando a la gente como peldaños de una escalera que no acaba nunca.
Al leer sus movimientos políticos y biográficos se concluye que tienen como único denominador común la habilidad demostrada para anudar redes de poder: primero en la Democracia Cristiana, luego en el Frente Amplio.
Larraín apareció en la escena pública fundiendo un discurso político con psiquiatría y religión; encantó a un cierto sector de la DC que se conmueve con las historias de superación piadosa, y luego a una izquierda a la que es demasiado fácil conquistar por la vía de la adulación, las conexiones sociales y la fama incierta que brindan las redes sociales. De ahí a lo que Carlos Peña nombró como “promiscuidad” había un paso. El psiquiatra dio ese paso, luego trotó, corrió, hizo piruetas, y quienes pudieron detenerlo no lo hicieron, lo respaldaron.
Hay varios cientos de millones de pesos perdidos, hay un daño enorme a la credibilidad en la manera en que se asignan fondos públicos.
La fundación ProCultura era considerada un ejemplo por muchas personas, en gran medida, por el aval de quienes ejercieron como padrinos del señor Larraín. Ahora sabemos que su gobernanza interna era de papel, poco más que un chiringuito para el que algunos prestaban la firma. Quien roncaba era Larraín, que tuvo la fineza de escudarse en el nombre de otra persona, la representante legal, y borrar el propio de las documentaciones.
Ahora sabemos que la misma persona que voceaba consejos de salud mental dejó morir a Johny San Martín, el estafeta de ProCultura. San Martín era la mano derecha del psiquiatra y, como tal, testigo clave para conocer la ruta del dinero desaparecido. El estafeta padecía una enfermedad grave al hígado. Larraín le debía sueldo y no pagó sus imposiciones. San Martín no pudo acceder a atención médica por esa deuda, tuvo una crisis, agonizó sobre una camilla en el pasillo de un hospital toda una noche hasta morir. Puede que en nada de esto exista un delito, pero sobre todo lo ocurrido, incluida la muerte del estafeta, sí que hay responsables. Ojalá lo reflexionen los amigos del psiquiatra en el próximo asado.
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